17 de noviembre de 2018

Liturgias


En la católica España de la dictadura y la transición, lo recuerdo bien, había que oír misa todos los domingos y fiestas de guardar. Una obligación con mayores consecuencias que la mera asistencia a la iglesia durante unos tres cuartos de hora, dependiendo del cura la oficiase, porque impedía alejarse de sitios habitados y con la debida asistencia espiritual.
Cuarenta años después las misas son escasamente frecuentadas, pero hallamos nuevas liturgias que encadenan los domingos, como los torneos escolares de fútbol, a los cuales deben acudir religiosamente los padres acompañando a sus niños.
Ambas son práctica matinal que requiere de la asistencia al lugar de culto, ahora el patio de un colegio o el campo del barrio, como antes lo eran las parroquias.
Si muchos partidos se celebran en sábado, recuerdo que la católica España daba la oportunidad de asistir a misas convalidables con las dominicales la tarde de los sábados.
Había que arreglarse, por supuesto, y no se podía acudir de cualquier manera puesto que la misa servía también de escaparate social. Tampoco al campo se puede ir desaliñado, pues hay que quedar bien con los padres de nuestro equipo y dar envidia a los del rival.
Las misas eran lugar de encuentro y chismorreo, como ahora lo son los partidos de los niños, y era frecuente tomar luego un vermut, en los bares de costumbre, para matar el hambre que la comunión acarreaba y completar la celebración dominical, como también sucede ahora tras el esfuerzo de animar al equipo de nuestros hijos y criticar a los del contrario.
¡Cuantas parejas no se forjaron a través de furtivas miradas mientras se respondía a las palabras del cura! Y cuantas no nacen ahora, especialmente entre los padres separados, mientras brota el deseo al grito de ¡penalti!
Modos de religiosidad tan próximos en sus prácticas que hay quienes, ¡insaciables!, no quieren renunciar a ninguno, y tras el partido acuden a la misa para acabar luego comiendo en casa de los suegros. De un templo a otro en continua celebración de la liturgia dominical.

8 de noviembre de 2018

Yokai, una representación del miedo

Cuando las historias que relatan nuestros miedos ancestrales son ilustradas, se alumbran extraños pobladores de la noche que acaban siendo figuras canónicas con el paso del tiempo. Tal sucedió en Japón entre los siglos XV y XVI con el gran rollo horizontal del Desfile nocturno de los cien demonios, atribuido a Tosa Mitsunobu. Se trata de las primeras representaciones gráficas del universo fantástico japonés, que ha marcado su iconografía del miedo hasta nuestros días.
El rollo nos muestra en primer lugar demonios y ogros muy similares a los que encontramos en nuestra cultura, de forma humana con cuernos en la cabeza, dientes afilados y garras amenazantes, los oni. Los siguen criaturas fantásticas de diversas formas, la mayoría animales, pero también los hay medio humanos medio animales, o solamente humanos con marcadas deformidades, los yokai. Por último aparecen objetos cotidianos que han adquirido autonomía, los tsukumogami. El rollo se cierra con los rayos del sol disolviendo el fantasmagórico desfile.
Si el clima marca a sus habitantes, como señala Tetsuro Watsuji, entonces Japón, una tierra de clima subtropical húmedo con grandes zonas monzónicas, configurará un tipo de humano para el cual la naturaleza resulte tan benigna como maléfica, pero siempre necesaria. Si añadimos el sintoismo dominante en las tierras del sol naciente, no resultará extraño que sus miedos sigan proyectándose ante todo en seres naturales, especialmente animales, aunque corra ya el siglo XVI. Lobos, perros, mapaches, gatos, comadrejas y serpientes, deformes para potenciar sus poderes y humanizados en sus comportamientos, como muestran sus vestimentas, desfilan en la noche junto a otros demonios mitad animal, mitad humano.
En nuestra cultura también se ha dado la mezcla de humano y animal, pensemos en los minotauros, centauros, licántropos, sirenas, mujeres pantera, e incluso sus versiones benignas como el hombre araña o la mujer gato. Tanto en oriente como en occidente son la manifestación de una constante que se remonta a mitos paleolíticos de todo el planeta: el humano amplía su poder gracias al animal, considerado un ser superior a nosotros.

Llama la atención en este Desfile nocturno de los cien demonios y en los muchos rollos posteriores que bebieron de él -claros antecedentes de los actuales manga- la falta de truculencia y explicitud en las acciones de sus pavorosos habitantes. Tan sólo una imagen mostraba un demonio devorando a un humano, pero sin sangre ni casquería. Esta pulcra representación potencia más los miedos, pues el impacto de la explicitud es fugaz y enseguida da paso a la costumbre y al cansancio, como sucede en la iconografía occidental del miedo desde los años setenta del pasado siglo, especialmente en el cine. El manga, el anime y el cine de miedo nipones siguen siendo más pulcros y certeros que sus equivalentes occidentales, por ello son inquietantes y perturbadores en lugar de previsiblemente asustadores.
Cuando su aspecto los dota de una ambivalencia que permite considerarlos tiernos y adorables, sin dejar por ello de ser peligrosos, los yokai pasan a ser kawaii, animales deformes y temibles, pero adorables a la vez. Este paso me ha permitido ver con nuevos ojos algunos anime que han sido populares entre nosotros como Pokémon y Digimon, y me han ayudado a entender el origen de iconos del cine occidental como los Gremlins.
Una tierra rodeada por el mar, con lluvia copiosa buena parte del año, salpicada de ríos y lagos, ha de tener un cuidado extremo con los kappa, monstruosas criaturas de agua, que acechan cotidianamente. Entre nosotros tenemos las sirenas, el Kraken o esa monstruosa ballena llamada Leviatán, surgidos a partir de la navegación marítima, pero también en lagos y rios como la Hidra y las ondinas.

El miedo a lo cercano representado en el Desfile alcanza incluso los objetos domésticos de uso cotidiano, sobre todo si tienen muchos años. La religión tradicional japonesa es el Sintoismo, en el cual encontramos un marcado animismo que va más allá de la naturaleza, sus criaturas y todas sus fuerzas, hasta los objetos inanimados, que no dejan de ser hijos de una naturaleza manipulada por manos humanas o sobrenaturales. Cuando la vida de estos objetos se torna amenazadora, por el mal uso, el abandono o su gran longevidad, se transforman en un nuevo tipo de criatura terrible, los tsukumogami. En este último grupo encuentro una terrible plasmación del miedo que es infrecuente en occidente, no sólo en las fechas del Desfile, sino ahora mismo. Estos objetos inanimados destruyen la normalidad constituida de lo cotidiano transformándola en monstruosidad. Si buena parte de los seres que hacen habitable y cómoda la vida se tornan extraños, e incluso peligrosos, el caos comienza a adueñarse de nuestra realidad y el cosmos se torna en pesadilla. ¿Acaso puede concebirse un miedo mayor?

Gracias a la Academia de Bellas Artes de San Fernando y a la Fundación Japón por habernos mostrado esta cara del miedo en la exposición Yokai, iconografía de lo fantástico.

7 de octubre de 2018

Españas (y 3)

Hay otra España donde el altruismo y el empleo de la razón permiten ver lo público y entender que ha de cuidarse con mayor esmero que lo mío, porque su perjuicio es el de cientos, miles, millones y no solamente el propio. Capaz de mirar más allá de la ramplonería de mi clan y sus reducidos horizontes, elevándose sobre la ceguera mezquina del nepotismo y la cofradía, para aspirar a la mejora de quien tiene enfrente, de su vecino, y hasta de quien ni siquiera conoce pero sabe que es persona. Una España que emplea su razón de manera crítica para alumbrar la realidad que nos rodea y ser capaz de responder a sus demandas, en vez de emplearla como mero instrumento del egoísmo.
He visto gentes implicadas en asociaciones de vecinos, culturales, de ocio, deportivas... Todas ellas hijas del trabajo constante y desinteresado de unos ciudadanos que han luchado por ofrecer alternativas de mejora a su entorno, conscientes de la necesidad social de su labor y de que si no eran ellos, nadie iba a realizarla. Y este ha sido su principal premio, la satisfacción de haber creado comunidad.
Quienes se dedican a los demás mediante bancos de tiempo, sabedores de los vacíos y abandonos generados por la sociedad presente y de las consecuencias destructivas que presentan para la misma sociedad. Tiempo balsámico para regenerar las heridas de un tejido social deteriorado por el egoísmo organizado y potenciado desde el poder.
Quienes están dispuestos a poner en peligro su empleo y su tranquilidad por negarse a colaborar con leyes y prácticas injustas, como los bomberos que no quieren participar en desahucios abusivos, los manifestantes pacíficos y sinceros, que llaman a las injusticias por su nombre, o los objetores fiscales ante ciertos impuestos.
Quienes se comprometen con el barro de la política activa, aun suponiendo que su pago va a ser la calumnia, la difamación y los apaños “legales” para hundirlos. Estos hombres demuestran que la gestión de lo público puede realizarse según los dictados de la razón, la cual va más allá del nepotismo, el egoísmo económico y el narcisismo del poder.
Si dejamos vencer al egoísmo, tendremos una España que será, según la época y sus condicionantes, conservadora o nacionalista -del centro o de la periferia- o de derechas. Si dejamos vencer al altruismo, tendremos una España, progresista o internacionalista o de izquierdas. La primera, siempre individualista, tribal, irracional y contradictoria; la segunda, constructora de lo común, supranacionalista, racional y coherente. Estoy hablando de los extremos ideales, entre los cuales siempre transitan las concreciones de lo real y sus grados.
Ser español depende de la pura casualidad de haber nacido en un lugar y época concretos, lo cual ningún mérito aporta a nadie, pero ser de una de las dos Españas es bien diferente, y depende de la responsabilidad de cada uno, por condicionada que esté.

2 de octubre de 2018

Españas (2)

Esta explicación va más allá de lo español, me diréis, sirviendo para cualquier ser humano, y no puedo sino daros la razón. Aunque todo problema humano es singular, entre ellos pueden verse claros paralelismos y similitudes, los cuales pasamos por alto justamente porque el de España es el nuestro, es nuestro problema concreto. No se si podrá resolverse, pero sí que su comprensión pasa por esta cura de humildad, la cual exige verlo como una consecuencia de las características de nuestra especie, y en concreto de las que fue generando la andadura del humano occidental.
Del predominio de afectos ancestrales, que anteponen a todo la supervivencia propia, nace el egoísmo, el sadismo, la agresividad hacia el ajeno, e incluso hacia el propio cuando la circunstancia me plantea la alternativa. Mas junto a estos afectos hay otros igual de ancestrales que nos empujan hacia los demás, y son la fuente del altruismo, el amor y el cuidado hacia el próximo, llegando también a extenderse hasta el ajeno. En el camino hacia este último, es decir, la extensión de la fraternidad hasta dar lugar a los derechos humanos, han jugado un papel decisivo tanto la aparición de la racionalidad nacida en Grecia, como el ecumenismo de la religión judeocristiana.
Los afectos egoístas dan lugar a una tendencia a la supervivencia en el sentido más directo e inmediato, incapaz de ver más allá aun a costa del “pan para hoy y hambre para mañana.” Concretados por el desarrollo singular de nuestra sociedad, han dado lugar a esa falta de comprensión de lo común, es decir, lo de todos, tan frecuente entre nosotros y que sería la característica principal de una de las Españas.
Una España no entiende cómo lo público, es decir, algo “de nadie”, debe ser considerado y tratado como lo que es mío, pues lo estima tierra baldía que tan sólo sirve para ser esquilmada de un modo u otro. De ahí nace la apropiación del espacio público, que va desde colgar mis lazos, del color que sean, exhibir mis símbolos, poner mí música a todo volumen, tirar mi basura o los excrementos de mi perro, hasta adueñarme de parte de ese espacio convirtiéndolo “legalmente” en mi propiedad. Entre los dos extremos podéis tropezar con una multitud de modos que siempre tienen en común la concepción de lo público como un maná milagroso a mi servicio.
El mi puede abrirse, incluyendo primero a los míos, es decir, los que son sangre de mi sangre, la familia, y segundo a los nuestros, los de mi clan o tribu -la pestilente plaga de los cotarros y cofradías, la llamaba Unamuno a finales del XIX-. Esta España proyecta su miopía para lo común sobre el resto de los humanos, según el viejo refrán “cree el ladrón que son todos de su misma condición”. Para ella no aprovecharse de lo público es una conducta de tontos ingenuos.
Los grupos enfrentados políticamente cierran filas ante quienes son de fuera de mi pueblo, o de mi nación y los convierten en chivos expiatorios para salvar a los nuestros, y así regresar a su enfrentamiento una vez las aguas vuelven a su cauce. Ante los de mi sangre cae por tierra toda racionalidad, toda lógica y no queda en pie sino un sentimiento primitivo, entre la posesión y la defensa, ciego ante cualquier evidencia que muestre los errores o injusticias realizados por ellos. La ideología política se cambia cuando mi familia emparenta con otra más poderosa y los enfrentamientos enquistados desde hace siglos entre pueblos vecinos, o entre familias, siguen hoy llegando a las manos o a las armas.

24 de septiembre de 2018

Españas (1)

No ha sido la pesadilla mediática de unos nacionalismos, tan burdos como interesados, quien me ha enfrentado a la vieja cuestión de las dos Españas. En verano aprovecho para desconectar de las noticias, pero en esta ocasión el suceso se ha colado en mi pueblo adoptado. No, no pretende la independencia, lo cual tendría su aquel y bastante gracia, sino que ha sido escenario de un escándalo, un caso de corrupción a pequeña escala, con su pequeña repercusión en la prensa, pero de magnitud envolvente para sus vecinos y quienes lo frecuentamos. Los hechos, aún calientes y pendientes de aclaración judicial, me han sumergido en el problema de nuestra España. Reflejado en este pequeño espejo he visto a quienes prefieren no enterarse, a quienes enterados recurren al consabido y falaz “todos son iguales”, a quienes han cerrado filas en torno a los responsables políticos y a quienes embisten contra ellos desde las filas opuestas. Todos ellos envueltos por una atmósfera extraña, cargada de intranquilidad y resquemor.
He rastreado la escisión de lo español durante todo el siglo veinte, retrocediendo hasta las guerras Carlistas y más allá, hasta las entrañas de la guerra de la independencia, pero nuestra historia contemporánea más parece mostrarme que aclararme el problema de las Españas. Sospecho que hay algo más allá del modo de entender la nación, lo mismo da la catalana, la española, o la cartagenera, más allá de la pugna entre ideologías y colores políticos, y de la oposición entre conservadores y progresistas.
El enfrentamiento ideológico centro-periferia me parece un modelo de corto alcance explicativo, porque las Españas no son efecto del choque entre dos concepciones de lo nacional, la centralista y la independentista -típica de nuestras periferias costeras-, sino su causa. Además, si cualquier nacionalismo necesita tener otro enfrente que se le oponga y sea el enemigo al cual enfrentarse, los periféricos son tan hijos del centralista como éste de aquellos.
Otro tanto sucede con la oposición política derechas-izquierdas. Este siglo veintiuno muestra a las claras que su línea de separación no va más allá de las siglas de los partidos, lo cual no es mucho, y menos aún si recordamos el cíclico empeño de los mayoritarios en abanderar el centro. Para colmo, la militancia en uno u otro de los colores políticos, y esto parece suceder desde su mismo nacimiento, no sólo está condicionada por la posición socioeconómica, sino por lazos familiares, clientelares y meramente casuales. Sin embargo, suele pasarse por alto aunque explica en buena parte los tránsitos de unas filas a las de enfrente. Pensemos en cierto periodista español que desde Bandera Roja transitó con facilidad hasta la ultraderecha, o en el gran baile de nuestros políticos en las décadas de los setenta y los ochenta.
La pugna conservador-progresista enseguida revela su contradicción, porque el progresismo choca con la prioridad de conservar lo mío y el conservadurismo continuamente trata de progresar, siempre que sea en aumento de su ventaja. No perdamos de vista que esta lucha es reflejo de los ideales del Antiguo Régimen, por una parte, y de la euforia desatada por el positivismo científico y sociológico, por otra.
Los tres análisis se mueven en el terreno de -así lo llamo- lo político constituido. Su explicación parte de la existencia de una sociedad histórica, moderna o contemporánea, y muy institucionalizada. No puedo rastrear pugna entre progresistas y conservadores en El Argar ni en Los Millares, como no encuentro nacionalidades en el Medievo, ni derechas e izquierdas en la corte de los Austrias. En consecuencia, he de dar un paso más, hacia lo que llamo político constituyente. Me sitúo en sociedades prehistóricas y más allá, en constantes del proceder humano que muestran unas raíces hundidas hasta la dicotomía entre lo racional y lo afectivo. Profundas entrañas de nuestras gentes, las cuales podrían rastrearse a través de mitos y rituales.
¿Es posible conciliar una racionalidad coherente y unas pasiones atávicas?. ¿O acaso el triunfo de una u otra dibuja el mapa de las dos Españas?

10 de junio de 2018

Toxicidad

Los años me muestran la facilidad que algunas personas presentan para enturbiar los logros y acciones de los demás, así como las relaciones enriquecedoras. Casi nadie practica el mal a idea y ninguno somos perfecto, de manera que en cualquier acción realizada, o cualquier idea propuesta, podemos descubrir errores, olvidos, consecuencias y riesgos desafortunados. La persona tóxica agranda, distorsiona y se regodea con estos aspectos indeseados en lugar de ayudar a subsanarlos o a evitarlos. Toda respuesta sincera y toda explicación inocente que le ofrezcamos, será rápidamente transformada en madera para un fuego que no alumbra sino mal humor, disgusto y bloqueo momentáneo en quienes sufrimos su embestida. La persona tóxica abre heridas y, lejos de ayudar a que cicatricen, mete un dedo, otro más y la mano completa, si se lo permitimos, corrompiendo lo que podía haberse resuelto con facilidad.
No todas son iguales, encontramos dos tipos, cuando menos: quienes son tóxicas para los cercanos, y más cuanto más próximos sean. Con frecuencia obedecen a un impulso autopunitivo indirecto, que produce sufrimiento en los seres queridos para así provocarlo en uno mismo, impidiendo toda relación positiva, o bloqueándola cuando se está generando. El segundo es el de aquellas personas que, sin tener una confianza ni una relación especial, se entrometen al hilo de las múltiples actividades sociales, en las cuales es inevitable contar con un público, unos compañeros, vecinos, alumnos… Generalmente, no es el placer de fastidiar, el sadismo, el móvil de su acción, sino la necesidad de recibir atención, aunque sea la del enfado o el desprecio (tan miserable puede ser nuestra condición, que preferimos ser maltratados antes que ignorados) y así afirmar se inestable personalidad.
Hoy las nuevas tics ofrecen un cauce a este segundo grupo, son los tóxicos digitales. Con frecuencia se entrometen en contextos ajenos para generar acres discusiones con sus críticas, siempre destructivas. Aprovechando, por ejemplo, que un amigo común nos ha hecho un comentario en una red social, desembarcan distraídamente en la conversación y derraman su ponzoñoso discurso. Han de servirse de estos trucos porque, tras padecerlos una vez, dos si somos más pacientes, todos los abandonamos para evitar su veneno. Suelen ser hábiles, aparentando una mera discrepancia, ante la cual quien los desconoce, o quien incautamente no es capaz de contenerse ese día, responde, y ¡ya está mordido el anzuelo! Sus respuestas van creciendo exponencialmente en profusión y agresión.
Nadie hace el mal a idea, salvo los malvados de cierto cine y los dibujados por toda moral fanática del “conmigo o contra mí”, tampoco las personas tóxicas. Necesitan descargar su agresividad generando nueva agresividad a su alrededor; y cuanto mayor sea esta, más se desahogan y afirman su inseguro ego. Afectivamente desconocen otros modos, por ello a nivel racional están convencidos de su recto proceder. Lo malo son los nocivos efectos que generan a su alrededor, las aguas limpias que enturbian y los inútiles disgustos que ofrecen.

2 de junio de 2018

Vida cultural

El mar de lo que suele llamarse “vida cultural” de un lugar, una ciudad, un país, es un complejo tejido en el cual cabe desde la alta cultura hasta las propuestas más alternativas. El extremo superior, desde la óptica del poder, suele aparecer en los medios y está pagado con dinero público, ya directamente, ya mediante fundaciones de grandes empresas que se desgravan en hacienda y además logran dar buena imagen. La alta cultura dispone de gestores que han hecho de su dedicación un empleo bien remunerado, lo cual no sucede con quienes gestionan la baja, la popular y la cultura alternativa.
Esta cultura no genera sino espectáculo para un público pasivo y, todo lo más, turismo, que vuelve a ser la gran industria nacional, tratando fallidamente de trasplantar las suecas de los años sesenta desde las playas a los museos y ciudades temáticas, pero jamás logrará elevar el nivel del pueblo a quien, supuestamente, va dirigida. Traer las primeras figuras de la ópera y ofertar ciclos con las orquestas más prestigiosas, mientras se desatiende la enseñanza de la música en los planes de estudio, en los colegios, los institutos y se relega a unos conservatorios musicales tan escasos como saturados, no consigue sino que un público selecto, ya existente, disfrute, pero en absoluto mejora la sensibilidad ni la práctica musical de los ciudadanos.
La gran cultura es el relumbrón necesario para salvar las apariencias de todo gobierno que se considere progresista, además de una industria que beneficia a los artistas próximos al poder. Los gobiernos conservadores siempre la han mirado con recelo y desprecio, e incluso hoy, que han descubierto sus posibilidades de negocio mediante el turismo cultural, siguen prefiriendo el fútbol.
Descendiendo de este extremo, que se prolonga a través de gobiernos autónomos y alcaldías más de lo que a primera vista parece, comienza el verdadero tejido cultural de un país, compuesto por pequeños negocios como editores, librerías, tiendas de música, de materiales artísticos, comediantes callejeros, conscientes de que, si hay suerte, lograrán vivir de su labor; grupos aficionados de música y de teatro; dibujantes y otros artistas plásticos callejeros; asociaciones sin ánimo de lucro de lo más diverso, desde vecinales hasta temáticas; clubes; reuniones de amigos; individuos aislados que ofrecen su pensamiento y su pluma a través de las tics. Todos ellos actúan como pequeños gestores culturales que organizan desde cafés temáticos, charlas, conciertos, intervenciones artísticas, dibujos de eventos, revistas, fancines, encuentros... hasta premios a labores culturales.
Gestores anónimos que emplean su tiempo, incluso su dinero en muchas ocasiones, sabedores de su necesaria labor algunos o ignorantes de ella otros. Sin estos trabajadores de la cultura no existiría el caldo de cultivo necesario para que, de cuando en cuando, surjan quienes llegan a ser por todos conocidos e incluso estudiados. Como los hongos, la cultura no puede mantenerse con sólo lanzar esporas, precisa de un micelio, más eficaz cuanto más extenso, pero siempre frágil y oculto.
El micelio se prolonga hasta el extremo opuesto, aunque éste resulta el más difícil de abordar, por voluntad propia, puesto que nace justamente como crítica y enfrentamiento a lo establecido, ya desde fuera, ya desde sus márgenes. Por lo cual pasa desapercibido y tan sólo de cuando en cuando aflora produciendo siempre miedo y rechazo, no sólo en el poder político y económico, sino en la mayoría de los ciudadanos.
Si la alta cultura es la divisa de cierto poder y el humus cultural es ninguneado e instrumentalizado por cualquier poder, la cultura alternativa es rechazada y, cuando el poder dicta al viejo estilo, perseguida, como sucede en nuestro país desde hace unos años.

14 de abril de 2018

... facilitar a los españoles...


La Constitución Española de 1931, la de nuestra Segunda República, sigue siendo más avanzada que la presente. Y con avanzada quiero decir preocupada por todos los ciudadanos de nuestro país, inclusiva, buscadora de la justicia, más racional y con un proyecto de futuro. Como muestra, tomo el Artículo 48:
El servicio de la cultura es atribución esencial del Estado, y lo prestará mediante instituciones educativas enlazadas por el sistema de la escuela unificada.
La enseñanza primaria será gratuita y obligatoria.
Los maestros, profesores y catedráticos de la enseñanza oficial son funcionarios públicos. La libertad de cátedra queda reconocida y garantizada.
La República legislará en el sentido de facilitar a los españoles económicamente necesitados el acceso a todos los grados de enseñanza, a fin de que no se halle condicionado más que por la aptitud y la vocación.
La enseñanza será laica, hará del trabajo el eje de su actividad metodológica y se inspirará en ideales de solidaridad humana.
Se reconoce a las Iglesias el derecho, sujeto a inspección del Estado, de enseñar sus respectivas doctrinas en sus propios establecimientos.
Artículo que -seguiré diciéndolo una y mil veces- no fue papel mojado, sino que se llevó a la práctica. Y se hizo en un contexto de crisis económica indudablemente más grave que la presente. Los políticos de la Segunda República española entendieron que preocuparse por sus ciudadanos, que facilitar su vida y su futuro, exigía invertir dinero en educación, en vez de recortar en ella.

Entre 1931 y 1933 se crean 2.036 secciones o clases de enseñanza primaria. Pero, más importante aún, se dignificó la carrera docente creando unos estudios universitarios específicos, las Escuelas Normales, a las que nadie podía acceder sin haber cursado bachillerato. Además, en buena parte de las escuelas de primaria había una cantina y un ropero, porque los niños necesitaban comer y vestir sin harapos. Nuestro país pasó de escolarizar al 58,8% de su población en edad correspondiente a escolarizar al 65,6% en los dos años que van de 1931 a 1933, y logró aumentar la escolarización de las niñas en 14 puntos porcentuales.
En la enseñanza secundaria se pasó de 21 Institutos Elementales de Segunda Enseñanza con 177 profesores, en el año 1931, a 56 centros con 701 profesores, en 1934. Asímismo se pasó de 80 Institutos Nacionales de Segunda Enseñanza con 1.721 profesores, a 111 institutos con 2.739 profesores en el año 1934. El aumento de profesores es muy superior al de centros, lo cual quiere decir que se desmasificaron las aulas de secundaria.
Son dignos de recuerdo los ministros de Instrucción Pública, de los primeros gobiernos de Manuel Azaña: Marcelino Domingo Sanjuán y Fernando de los Ríos Urruti. Pero también el gobierno entero, que prefirió gastar en educación a pesar de la penuria económica que sufría nuestro país. Aquellos hombres fueron gobernantes, fueron políticos y fueron personas, lo cual es difícilmente predicable de quienes han ocupado y de quienes ocupan cargos equivalentes en nuestro presente. Ello es más que suficiente tanto para seguir recordando, agradeciendo y dando a conocer lo que nuestro país pudo ser, como para denunciar a quiénes lo impidieron y a sus herederos.

10 de enero de 2018

El sacrificio de un ciervo sagrado


Una mano invisible agarra con fuerza el cuenco de palomitas y lo vacía en tu asombrada boca. Pero si eres capaz de tragarlas, como el señor que tenía un par de butacas por delante, una segunda mano te arroja el vaso del refresco sobre la cabeza. O abandonas la sala o tienes necesariamente que pensar, y hacerlo contra el cómodo transcurrir de tus convicciones, contra lo acostumbrado en tu civilizada sociedad del siglo XXI. Este es el efecto que te produce la visión de la última película de Yorgos Lanthimos, El sacrificio de un ciervo sagrado.
Su anterior película, Langosta, fue coproducción internacional de gran presupuesto y actores de fama (Colin Farrell y Rachel Weisz) que lo sacó del cine griego. Temía que ésta, una producción británico-irlandesa todavía más ambiciosa (con actrices de relumbrón como Nicole Kidman y Alicia Silverstone), cortase sus alas creativas, era inevitable. Mi temor se ha disipado; El sacrificio de un ciervo sagrado es una bofetada a traición que te despierta del trillado mundo audiovisual de las pantallas.
Visualmente la película está filmada con planos arriesgados: la cámara sigue a los actores desde lo alto y cuando toma primeros planos lo suele hacer situada a la altura del vientre, de tus vísceras. La luz es fría, incluso la de los exteriores, como fríos son los ambientes en que transcurre, lo mismo da una casa, el hospital o la ciudad. La interpretación es pretendidamente hierática, casi de autómatas, incapaces de zambullirse en la acción que llevan a cabo, sea una conversación vanal, hacer el amor o secuestrar a alguien. Nada de ello es casual, comenzando por el efecto de situarte en un plano mental desacostumbrado.
Una figura clásica se esconde tras cada fotograma y, para darte pistas están el título y el comentario de un profesor sobre el excelente trabajo que la hija de los protagonistas hizo sobre el mito de Ifigenia. Pero Lanthimos no se conforma con vestir al estilo del siglo XIX esta vieja historia de su cultura griega -que también es la tuya-, sino que la emplea para poner en cuestión tu presente. Más allá de la racionalidad del principio de identidad y sobre todo, de la moral tardocristiana vigente.
Los protagonistas son una pareja de médicos, especialista en oftalmología ella, y en cirugía cardíaca él, con dos hijos, varón y hembra -la parejita-. Una de las aplicaciones científicas más valoradas en occidente, la medicina y dentro de esta, la especialidad reina, la cardiocirugía. Posición social y económica óptima, lo que te parecen modelos envidiables de vida.
 
Y sin embargo todo es frío en la película, desde la luz, hasta los diálogos, pasando por las escenas de amor y sexo. Un frío universo de autómatas que han de tener sus válvulas de escape ante tanta perfección. Válvulas egoístas que aprecias en los cuatro personajes, cada uno a su modo.
Y una de ellas es la que lleva al cardiólogo, ese pequeño dios capaz de arreglar la simbólica máquina de tu vida, a cometer un error que acaba con la vida de un paciente. Ni legal, ni profesional, ni socialmente tiene efectos negativos para él. Sin embargo, se produce una consecuencia inesperada: Artemisa, en forma de culpa, y de adolescente huérfano, surge como una fuerza imparable e incomprensible desde la racional perfección de nuestra sociedad tecnologizada. Culpa que atenaza al cirujano y le exige un sacrificio, lo más parecido a la justicia. No a la social, la de leyes y judicaturas, sino a la divina, que ha de ser forzosamente humana. Nacida del mismo interior, de su frio y vacío interior humano.
Y esa culpa te muestra que, al menos, el protagonista todavía está vivo. Aún no se ha convertido del todo en autómata, en zombi como los que habitan en tu decadente cultura, que es también la mía.
Gracias Yorgos por atreverte a hacer cine, a hacerme pensar.