En la católica España
de la dictadura y la transición, lo recuerdo bien, había que oír
misa todos los domingos y fiestas de guardar. Una obligación con
mayores consecuencias que la mera asistencia a la iglesia durante
unos tres cuartos de hora, dependiendo del cura la oficiase, porque
impedía alejarse de sitios habitados y con la debida asistencia
espiritual.
Cuarenta años después las misas son escasamente frecuentadas, pero hallamos nuevas liturgias que encadenan los domingos, como los
torneos escolares de fútbol, a los cuales deben acudir
religiosamente los padres acompañando a sus niños.
Ambas son práctica
matinal que requiere de la asistencia al lugar de culto, ahora el
patio de un colegio o el campo del barrio, como antes lo eran las
parroquias.
Si muchos partidos se
celebran en sábado, recuerdo que la católica España daba la
oportunidad de asistir a misas convalidables con las dominicales la tarde de los sábados.
Había que arreglarse,
por supuesto, y no se podía acudir de cualquier manera puesto que la
misa servía también de escaparate social. Tampoco al campo se puede
ir desaliñado, pues hay que quedar bien con los padres de nuestro
equipo y dar envidia a los del rival.
Las misas eran lugar de
encuentro y chismorreo, como ahora lo son los partidos de los niños,
y era frecuente tomar luego un vermut, en los bares de costumbre,
para matar el hambre que la comunión acarreaba y completar la
celebración dominical, como también sucede ahora tras el esfuerzo
de animar al equipo de nuestros hijos y criticar a los del contrario.
¡Cuantas parejas no se
forjaron a través de furtivas miradas mientras se respondía a las
palabras del cura! Y cuantas no nacen ahora, especialmente entre los
padres separados, mientras brota el deseo al grito de ¡penalti!
Modos de religiosidad tan
próximos en sus prácticas que hay quienes, ¡insaciables!, no
quieren renunciar a ninguno, y tras el partido acuden a la misa para
acabar luego comiendo en casa de los suegros. De un templo a otro en
continua celebración de la liturgia dominical.