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17 de noviembre de 2018

Liturgias


En la católica España de la dictadura y la transición, lo recuerdo bien, había que oír misa todos los domingos y fiestas de guardar. Una obligación con mayores consecuencias que la mera asistencia a la iglesia durante unos tres cuartos de hora, dependiendo del cura la oficiase, porque impedía alejarse de sitios habitados y con la debida asistencia espiritual.
Cuarenta años después las misas son escasamente frecuentadas, pero hallamos nuevas liturgias que encadenan los domingos, como los torneos escolares de fútbol, a los cuales deben acudir religiosamente los padres acompañando a sus niños.
Ambas son práctica matinal que requiere de la asistencia al lugar de culto, ahora el patio de un colegio o el campo del barrio, como antes lo eran las parroquias.
Si muchos partidos se celebran en sábado, recuerdo que la católica España daba la oportunidad de asistir a misas convalidables con las dominicales la tarde de los sábados.
Había que arreglarse, por supuesto, y no se podía acudir de cualquier manera puesto que la misa servía también de escaparate social. Tampoco al campo se puede ir desaliñado, pues hay que quedar bien con los padres de nuestro equipo y dar envidia a los del rival.
Las misas eran lugar de encuentro y chismorreo, como ahora lo son los partidos de los niños, y era frecuente tomar luego un vermut, en los bares de costumbre, para matar el hambre que la comunión acarreaba y completar la celebración dominical, como también sucede ahora tras el esfuerzo de animar al equipo de nuestros hijos y criticar a los del contrario.
¡Cuantas parejas no se forjaron a través de furtivas miradas mientras se respondía a las palabras del cura! Y cuantas no nacen ahora, especialmente entre los padres separados, mientras brota el deseo al grito de ¡penalti!
Modos de religiosidad tan próximos en sus prácticas que hay quienes, ¡insaciables!, no quieren renunciar a ninguno, y tras el partido acuden a la misa para acabar luego comiendo en casa de los suegros. De un templo a otro en continua celebración de la liturgia dominical.

5 de enero de 2014

Kierkegaard en Roma


No es difícil encontrarse con filósofos difuntos en el cine, en la oscuridad de las salas se sienten más a gusto que en las aulas donde se les venera. Esta semana sorprendí a Kierkegaard atusándose el pelo ensimismado, mientras contemplaba La gran belleza.
No había leído, ni me había comentado ningún amigo nada sobre ella, pero el afiche de la película me atraía sin yo saber la causa y me alegré de haberme dejado llevar por él.

Paolo Sorrentino, el director, ha sido valiente atreviéndose a ir más allá de Roma y La dolce vita, rindiéndoles un auténtico homenaje con su película. Fellini está presente pero, a diferencia de los remakes que suelen dejar en ridículo a su director, es Sorrentino quien firma con voz propia la obra.

Son varias las lecturas que pueden hacerse de este canto a la hermosura, pero la presencia de Soren en la sala me obliga a contaros esta.

Entre otras muchas, se trata de una alabanza y un funeral del modo de vida estético. Jep Gambardella es don Juan, el prototipo de esta vida, preocupado por alcanzar y mantener una belleza sensible y sensual representada en el cuerpo de la mujer y en la ciudad de Roma. Apegado al placer sensible de cada conquista particular, condenada de antemano a ser efímera. Es el estadio de una belleza que, como la nada (de la cual nos habla Jep) es pura pose fugaz, que se escapa entre los dedos dejando un poso amargo.

En una secuencia Jep parece querer dejar de ser don Juan para ser un marido, es decir, para saltar a una vida situada en el estadio ético. Su relación con Ramona, su intención de volver a escribir y las lágrimas que en el funeral derrama (por su propia vida, no por el difunto), parecen convencernos de que ha llegado a la desesperación de quien no sabe sino esperar, pero es consciente a la vez de que nada llegará. Sin embrago, el paso no se produce y el continuo giro sobre un hermoso vacío se perpetúa.

El estadio religioso ha sido desterrado por la propia iglesia, como criticó el viejo Soren a la jerarquía danesa y nos muestra Sorrentino mediante un acertadísimo cardenal romano, preocupado por la gastronomía y su condición de papable, y el continuo desfile de monjas de toda calaña.

Y sin embargo, lo tremendo, lo que nos hace empatizar con el contenido de la película, aunque no nos identifiquemos con tal desfile de bellas fatuidades, es su condición de metáfora y resumen de la vieja Europa, de occidente entero. El patético faunario de viejos resistiéndose a envejecer y a mudar, refugiados en la perpetuación egocéntrica del vacío, somos nosotros, quienes ocupamos las butacas. Por eso Kierkegaard se atusaba continuamente el pelo, para distraer las lágrimas de sus ojos.




20 de mayo de 2013

Oración II


El pasado viernes una de las limpiadoras de La Moncloa, encontró una estampita que debió caer de la cartera de algún ministro. Fuentes cercanas -una vecina muy devota- nos  ha confesado ser ella quien, hace ya más de un año, entregó unas estampitas ¡muy milagrosas! para rezar al comienzo de cada Consejo. La estampita reza así:

Padre Mercado
que campas por los ministerios,
santificada sea tu plusvalía,
déjanos seguir robando en tu reino,
hágase tu voluntad en la tierra y el paraíso (fiscal),
el beneficio de cada día dánoslo hoy,
no nos dejes caer en los medios de comunicación
y líbranos de los escraches.