7 de octubre de 2018

Españas (y 3)

Hay otra España donde el altruismo y el empleo de la razón permiten ver lo público y entender que ha de cuidarse con mayor esmero que lo mío, porque su perjuicio es el de cientos, miles, millones y no solamente el propio. Capaz de mirar más allá de la ramplonería de mi clan y sus reducidos horizontes, elevándose sobre la ceguera mezquina del nepotismo y la cofradía, para aspirar a la mejora de quien tiene enfrente, de su vecino, y hasta de quien ni siquiera conoce pero sabe que es persona. Una España que emplea su razón de manera crítica para alumbrar la realidad que nos rodea y ser capaz de responder a sus demandas, en vez de emplearla como mero instrumento del egoísmo.
He visto gentes implicadas en asociaciones de vecinos, culturales, de ocio, deportivas... Todas ellas hijas del trabajo constante y desinteresado de unos ciudadanos que han luchado por ofrecer alternativas de mejora a su entorno, conscientes de la necesidad social de su labor y de que si no eran ellos, nadie iba a realizarla. Y este ha sido su principal premio, la satisfacción de haber creado comunidad.
Quienes se dedican a los demás mediante bancos de tiempo, sabedores de los vacíos y abandonos generados por la sociedad presente y de las consecuencias destructivas que presentan para la misma sociedad. Tiempo balsámico para regenerar las heridas de un tejido social deteriorado por el egoísmo organizado y potenciado desde el poder.
Quienes están dispuestos a poner en peligro su empleo y su tranquilidad por negarse a colaborar con leyes y prácticas injustas, como los bomberos que no quieren participar en desahucios abusivos, los manifestantes pacíficos y sinceros, que llaman a las injusticias por su nombre, o los objetores fiscales ante ciertos impuestos.
Quienes se comprometen con el barro de la política activa, aun suponiendo que su pago va a ser la calumnia, la difamación y los apaños “legales” para hundirlos. Estos hombres demuestran que la gestión de lo público puede realizarse según los dictados de la razón, la cual va más allá del nepotismo, el egoísmo económico y el narcisismo del poder.
Si dejamos vencer al egoísmo, tendremos una España que será, según la época y sus condicionantes, conservadora o nacionalista -del centro o de la periferia- o de derechas. Si dejamos vencer al altruismo, tendremos una España, progresista o internacionalista o de izquierdas. La primera, siempre individualista, tribal, irracional y contradictoria; la segunda, constructora de lo común, supranacionalista, racional y coherente. Estoy hablando de los extremos ideales, entre los cuales siempre transitan las concreciones de lo real y sus grados.
Ser español depende de la pura casualidad de haber nacido en un lugar y época concretos, lo cual ningún mérito aporta a nadie, pero ser de una de las dos Españas es bien diferente, y depende de la responsabilidad de cada uno, por condicionada que esté.

2 de octubre de 2018

Españas (2)

Esta explicación va más allá de lo español, me diréis, sirviendo para cualquier ser humano, y no puedo sino daros la razón. Aunque todo problema humano es singular, entre ellos pueden verse claros paralelismos y similitudes, los cuales pasamos por alto justamente porque el de España es el nuestro, es nuestro problema concreto. No se si podrá resolverse, pero sí que su comprensión pasa por esta cura de humildad, la cual exige verlo como una consecuencia de las características de nuestra especie, y en concreto de las que fue generando la andadura del humano occidental.
Del predominio de afectos ancestrales, que anteponen a todo la supervivencia propia, nace el egoísmo, el sadismo, la agresividad hacia el ajeno, e incluso hacia el propio cuando la circunstancia me plantea la alternativa. Mas junto a estos afectos hay otros igual de ancestrales que nos empujan hacia los demás, y son la fuente del altruismo, el amor y el cuidado hacia el próximo, llegando también a extenderse hasta el ajeno. En el camino hacia este último, es decir, la extensión de la fraternidad hasta dar lugar a los derechos humanos, han jugado un papel decisivo tanto la aparición de la racionalidad nacida en Grecia, como el ecumenismo de la religión judeocristiana.
Los afectos egoístas dan lugar a una tendencia a la supervivencia en el sentido más directo e inmediato, incapaz de ver más allá aun a costa del “pan para hoy y hambre para mañana.” Concretados por el desarrollo singular de nuestra sociedad, han dado lugar a esa falta de comprensión de lo común, es decir, lo de todos, tan frecuente entre nosotros y que sería la característica principal de una de las Españas.
Una España no entiende cómo lo público, es decir, algo “de nadie”, debe ser considerado y tratado como lo que es mío, pues lo estima tierra baldía que tan sólo sirve para ser esquilmada de un modo u otro. De ahí nace la apropiación del espacio público, que va desde colgar mis lazos, del color que sean, exhibir mis símbolos, poner mí música a todo volumen, tirar mi basura o los excrementos de mi perro, hasta adueñarme de parte de ese espacio convirtiéndolo “legalmente” en mi propiedad. Entre los dos extremos podéis tropezar con una multitud de modos que siempre tienen en común la concepción de lo público como un maná milagroso a mi servicio.
El mi puede abrirse, incluyendo primero a los míos, es decir, los que son sangre de mi sangre, la familia, y segundo a los nuestros, los de mi clan o tribu -la pestilente plaga de los cotarros y cofradías, la llamaba Unamuno a finales del XIX-. Esta España proyecta su miopía para lo común sobre el resto de los humanos, según el viejo refrán “cree el ladrón que son todos de su misma condición”. Para ella no aprovecharse de lo público es una conducta de tontos ingenuos.
Los grupos enfrentados políticamente cierran filas ante quienes son de fuera de mi pueblo, o de mi nación y los convierten en chivos expiatorios para salvar a los nuestros, y así regresar a su enfrentamiento una vez las aguas vuelven a su cauce. Ante los de mi sangre cae por tierra toda racionalidad, toda lógica y no queda en pie sino un sentimiento primitivo, entre la posesión y la defensa, ciego ante cualquier evidencia que muestre los errores o injusticias realizados por ellos. La ideología política se cambia cuando mi familia emparenta con otra más poderosa y los enfrentamientos enquistados desde hace siglos entre pueblos vecinos, o entre familias, siguen hoy llegando a las manos o a las armas.