5 de noviembre de 2015

borracho, pero lúcido

 

Nos empujan hacia precipicios a los que nos prohíben caer. Instalados en la corrección de una sociedad neurótica y neurotizante que guarda no poca relación con la vivida por Joseph Roth.
Vi la adaptación al cine que hizo Ermanno Olmi de La leyenda del santo bebedor y un amigo me habló del relato, que compré enseguida, y me mostró un paisaje que no ha dejado de seducirme desde aquel momento. El paisaje de Roth, judío de entreguerras en el gran imperio Austrohúngaro, al que siempre estuvo sentimentalmente ligado, al que defendió durante la gran guerra. Tímidamente, mas ¿quién conoce la fuerza de los miedos ajenos? si aun la de los propios nos sorprende.
Peregrino forzado en el occidente europeo tras el auge del nazismo, acabó sus días en los cafés de París, unos meses antes de estallar la segunda parte de la guerra mundial, enredado entre nostalgias de un mundo perdido y copas de absenta. La cirrosis le privó del final de su compañera, perdida en el revés de la esquizofrenia, suprimida por las leyes de la aktion T4 y el de su familia, un campo de concentración.
Poco antes, escribe este relato en el que nos habla de sí mismo, porque Andreas, su protagonista, es el propio Roth. Venido del este y convertido en un clochard borracho. A pesar de no tener recursos económicos, de que su amor perdido fue la causa de su ruina y siempre ha sido irrecuperable, porque nunca fue suya, Andreas conserva intactos, sin embargo, fidelidad y compromiso. Tanto en el propósito de restituir el dinero milagrosamente recibido, como en la defensa de la mujer amada. Roth, su alter ego, tolerado por su talento, y el disimulo de su condición judía, dentro de un imperio que nunca fue suyo y al cual permaneció fiel, hasta se convertirse al catolicismo y militar en organizaciones trasnochadas, que propugnaban el resurgir imperial de la casa de Habsburgo.
Dóciles a la mano que los maltrata, hado caprichoso que los ha arrastrado a su consciente ruina física y social, apestada de vapores anisados y alientos dulzones, en breves noches sin luces del alba. Empeñados en cumplir un deber que saben imposible; erróneos supervivientes abocados a su inevitable autodestrucción. Andreas abandona la sala de cine ante el benévolo giro argumental que salva al protagonista, condenado a perecer. Roth no puede sino luchar, conociendo de antemano su derrota, como Carl Joseph al final de La marcha Radetzky. No pueden sino aceptar una única salvación, un único milagro que proviene del alcohol.
Andreas acepta el primer milagro consciente de la complejidad y el riesgo de hacerlo. «Porque no hay nada a lo que más fácilmente se acostumbre una persona que a los milagros, cuando los ha conocido una, dos, tres veces. Sí, la naturaleza del hombre le lleva a enfadarse cuando no obtiene de forma continuada lo que parece haberle prometido un azar casual y pasajero.»
Roth, igualmente desea la sonrisa de un hado al que hemos caído en gracia, aunque sea por breve tiempo y la encuentra, por última vez, entre bebidas y amigos. Primero por ojos de Andreas en una mesa del café Tournon y por los suyos luego, víctima de un delirium tremens.
«Así soy realmente: maligno, borracho, pero lúcido.» Escribió de sí mismo al pie del improvisado retrato con dos copas de absenta y un sifón, una noche, como tantas, salvada por el alcohol.
Monárquicos de la restauración y revolucionarios antifascistas lo acompañaron, entre pugnas de rabinos y sacerdotes católicos por oficiar la ceremonia de un entierro que resultó su último y burlón milagro.
Juegos de bebedores con final feliz, tanto, que empujan el deseo de otro bebedor:
«Denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte» concluía Carlos Barral en el prólogo a la edición de Anagrama.
Hoy no puedo recomendar este libro sin resultar sospechoso, irresponsable fomentador de hábitos nocivos para la salud, que suponen un alto coste económico a nuestra sociedad. Argumento ya viejo, tanto al menos como las leyes de eutanasia forzosa en la Alemania de los años treinta.