Poco antes de la Gran Recesión del
2008 (de la cual, por cierto, aún no hemos salido) al recomendarle a
un alumno de la e.s.o. que aprovechara el tiempo, me espetó: “cuando
cumpla los dieciséis me voy a trabajar de albañil como mi hermano,
¡que cobra más que tú!”
Y en la España de ese momento tal
situación era cierta, sin cualificación profesional, sin acabar
siquiera la eso, un peón de albañil con sus horas extra, cobraba
más que un profesor de secundaria, con su licenciatura y su
oposición.
Si el sueldo mide la importancia de un
oficio -calvinismo imperante unido al economicismo-, entonces un
profesor, sea de primaria, secundaria o universidad, no parece tener
mucha.
Por
otra parte, la devaluación de la función social del docente resulta
inevitable si no se entiende cuál es esa función, y a día de hoy,
comenzando por la mayor parte de los políticos, se ignora el para
qué de la educación. Lo cual nos encara ante la raíz de todo
nuestro problema, una ausencia presente en
nuestras escuelas, institutos, universidades, en nuestro sistema
educativo entero y en nuestra misma concepción de la educación: la
ausencia
de proyecto,
de ideal de humano y de sociedad; la ausencia de utopía.
Sin
meta resulta igualmente absurdo hablar de progreso como hablar de
regreso, porque el horizonte se ha tornado parte de un decorado que
tan solo sirve para generar una falsa ilusión, o para ocultar un
angustioso vacío -nihilismo, sentenció Nietzsche- Y es que nuestra
especie para vivir, en vez de arrastrarse inercialmente en una
existencia lastrada por la nada, precisa de futuro, el cual implica
sentido y por tanto, metas, proyectos, ideales. Otro asunto es el
origen del necesario sentido, el cual nace de nosotros mismos y
nuestra relación con el medio, no lo olvidemos, pero esto nos
llevaría demasiado lejos.
De momento, la inercia nos mantiene
apoyados en el viejo proyecto ilustrado, el de la emancipación a
través del conocimiento racional, que exije dotar al humano de la
herramienta básica, la lectoescritura que le permite acceder al
conocimiento. La práctica, sin embargo, lo muestra tan ruinoso, como
ineficaz, pues hoy el problema no es el acceso, sino la saturación
de información, y los nuevos códigos en que se apoya, las imágenes.
Sin embargo, no se dota de una “lectoescritura de la imagen”, de
una educación icónica, para no estar indefensos ante las tic. Unas
tecnologías donde la imagen apela directamente al sentimiento y la
emoción, para guiar al usuario hacia el conformismo individualista,
estando así implicadas directamente en la disolución de los lazos
que generan comunidad, pues falsean las relaciones humanas generando
afectos ilusorios y efímeros.
Tampoco, en consecuencia, es
suficiente la mera razón ante la situación presente, pues las tic
funcionan más al modo de los viejos mitos que al la joven
racionalidad. Sin embargo, parecemos ciegos ante la necesidad de
educar tanto en lo emocional, como en lo icónico a ello ligado.
Si no sabemos cómo queremos ser, ni
en qué mundo queremos vivir, estamos condenados, no ya a ser y vivir
como de hecho lo estamos haciendo, sino como las circunstancias
mandan y como los deseos inconfesados, que siempre van a salto de
mata, improvisan torpemente.
Otra consecuencia de la ausencia de
proyecto es la pérdida de la esperanza, sentimiento imprescindible
si queremos seguir siendo humanos e incluso seguir existiendo
simplemente.
Espinosa no entendió la esperanza,
la creyó una pasión triste y bloqueante porque en realidad hablaba
del conformismo, el que está bien atado por el deseo de una solución
que cambie el presente por arte de magia, sin intervención nuestra.
Tal vez sea cuestión de terminología, pero la pasión que critica
podría llamarse fatalismo engañado, y está en las antípodas
de la esperanza, la cual es mirada alegre, consciente del camino y
sus dificultades, pero a la par confiada en lograr su meta, la cual
ha sido fijada por el mismo hombre esperanzado.
Todo ministro de educación debería
leer a Bloch en vez de los informes de la OCDE, los de Pisa, los del
Consejo Escolar del Estado o las estadísticas de su ministerio. Las
leyes de educación no están guiadas por la esperanza, no enfrentan
el futuro, sino que reaccionan lentas y mal al pasado, de manera que
consagran el presente. No cuestionan si tal como se está desplegando
hasta hoy la sociedad de la información es deseable o no, si ha de
cambiarse, y en este caso, cómo, simplemente aspiran a que los
estudiantes se suban a ella como usuarios eficaces.
Más todavía, colaboran con su
funcionamiento al estimarla el cauce, cada vez más necesario, para
la marcha del propio sistema educativo. No se plantean qué es, ni
cómo ha de funcionar el mercado, o la economía en general, tan solo
tratan de formar ciudadanos funcionales para un mercado concreto ya
en funcionamiento, y trabajadores que satisfagan las necesidades de
una economía dictadora de las leyes de nuestra sociedad.
No sopesan si el actual orden de
prioridades vitales nos conviene o nos interesa, simplemente lo
perpetúan en los planes de estudios y en los currículos de las
diferentes asignaturas. Todo lo más, hacen declaración de buenas
intenciones en los preámbulos de la ley, que luego su desarrollo se
encargará de imposibilitar. Como al hablar de la formación de
ciudadanos críticos, democráticos y responsables, cuando luego
vacían a la escuela de todo funcionamiento democrático, anulan la
capacidad decisoria de los Consejos Escolares y de los Claustros de
profesores, esclerotizan la participación del alumnado y los padres,
desoyen cualquier propuesta, petición o reivindicación. O al llamar
al fomento de la igualdad, de la integración y la inclusión, cuando
luego se financia una red concertada excluyente, desigualadora y que
se sacude de encima a todo alumno con necesidades especiales del tipo
que sean. O cuando proponen el trabajo colaborativo, el aprender a
aprender y en la práctica premian la competencia feroz, el
individualismo, la pugna por los resultados numéricos y la titulitis
(de la cual varios de nuestros políticos han manifestado graves
síntomas).
Si tenemos futuro, es para orientar y
encauzar el presente, no para huir de él. El pensamiento utópico
no es sueño veleidoso, ni fuga de la realidad, sino su motor de
cambio, es esperanza. La única que puede sacarnos de la presente
distopía en que estamos inmersos. Por eso el futuro en la educación
es la base necesaria que le da sentido y evita su giro en el vacío.