29 de septiembre de 2014

El congreso

 ¿Podemos calificar de engaño a una vida volcada en lo virtual? Habitada por seres ficticios convertidos en modelo y objeto de deseo, e incluso de amor. Formar parte de una realidad que no existe sino en la propia imaginación, pero es la que hemos preferido, ¿resulta un modo de alienación? Son algunas de las preguntas que El congreso, de Ari Folman, me ha suscitado. La apuesta formal es valiente, con dos partes separadas por la puesta en escena, la primera con actores reales y la segunda donde domina la animación. No sólo la forma, sino también la temática, comenzando por el relato de Stanisław Lem, Congreso de futurología, en que se inspira, se aventura fuera de las convenciones de Hollywood.
A primera vista la película es el sueño de un friki que quiere construir una realidad virtual a la carta. Y lo es, tanto como una reflexión sobre el cine mismo, una mirada crítica hacia la industria y los grandes productores. El malicioso nombre de estudios “Miramount” resulta incluso demasiado patente. También crítica, aunque más benévola, hacia el papel de actores y representantes. Harvey Keitel borda su personaje, desvelando la ambigua relación entre actriz y representante. Ambos nos ofrecen una secuencia memorable tanto a nivel visual, como interpretativa y conceptual. Se trata de la digitalización de la actriz con el fin de perennizarla en su maduro esplendor, sin necesidad de cirugías ni retoques, haciéndola pasar a otro plano de realidad, el virtual. Plano que, paradójicamente, ya es el habitado por cualquier actriz o actor, mas con la inevitable erosión temporal.
Ella, Robin Wright se interpreta a sí misma, produciendo un desdoblamiento entre personaje y actriz, entre realidad y ficción, nuevamente. ¿Dónde comienza una y acaba la otra?, ¿en cuál preferimos habitar?, si es que somos capaces de saber en cuál de ellos nos encontramos. Y este es el tema principal de toda la película, inevitablemente unido al problema de la libertad, y no el de las tortuosas relaciones entre lo digital y lo real, dominante en el relato de Lem (aunque en este no deja de ser una buena excusa para criticar el totalitarismo soviético).
En una secuencia la hija de Robin dice que el tecnofatalismo no conduce a ninguna parte, pero Folman parece inclinarse hacia él en su película. Y sin embargo está construyendo un mundo de sicodelia manga, un homenaje lisérgico a una serie de personajes que van desde los años veinte del siglo pasado, hasta el presente. Desde Betty Boop, pasando por actores, directores (el homenaje a Kubrick y su Dr Strangelove) y géneros (en especial la ciencia ficción), hasta políticos, figuras religiosas y pintores como El Bosco. Al hacerlos desfilar por las escenas de animación y no por las rodadas con actores de carne y hueso, se nos está diciendo que han sido, y siguen siendo, tan reales como virtuales. Justamente reales porque han pasado a formar parte del universo de lo virtual. Cuando la realidad virtual encadena al humano, lo de menos es la primera, lo importante es saber cuál es el mecanismo que nos hace encadenables y averiguar si es inevitable.


He pasado por alto otra línea no menos importante, la trazada por Aaron, el hijo enfermo de la actriz, y la relación entre ambos, que nos introduce en el terreno de lo emocional. Trasciende los dos ámbitos en juego, lo físico y lo virtual, imponiéndose sobre ellos para conducir la acción a través, y más allá, de ambos. Madre e hijo se desplazan de uno a otro a lo largo de los ciento veinte minutos de la película, prefiriendo la realidad o la ficción, ya por libre decisión ya por condicionamientos. Y tan sólo la cometa roja, con la que juega Aaron, transita libre, ajena a las fronteras que nuestra razón construye entre ambos. Si la obra comienza con una escena donde el niño y su cometa infringen las reglas del mundo real, hacia el final, dentro del universo virtual, será nuevamente la cometa roja (el rojo no es color de la razón, sino de la sangre, de lo visceral, símbolo del subterráneo mundo de las emociones) el vehículo que enlaza ambos lados de las fronteras e insinúa una posible libertad. No importa el material de nuestras cadenas, sino si estamos, o no, encadenados y si cabe un margen de libertad más allá de la elección del tipo de atadura.
De la banda sonora me quedo con las dos canciones, una de Dylan y la otra de Leonard Cohen, que interpreta la misma Robin Wright (ya hizo sus pinitos cantando sólo con su guitarra en Forrest Gump).

15 de septiembre de 2014

Tiempo de verano

Es tiempo, aún, es tiempo de verano. No porque lo diga el calendario, ni los astrónomos, sino el sol y las tardes dilatadas con un transcurrir estático, las noches pesadas y los mosquitos acechantes.

El medio que nos envuelve, que forma parte nuestra como nosotros parte suya, es quien determina nuestro transcurrir, incluso el temporal. Se ha insistido sobrada y acertadamente en nuestra dimensión temporal, desde el genial Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia 1889 y Materia y memoria 1896, el tiempo se liberó del dominio de la ciencia física y la espacialización a que estaba sometido, para formar parte de lo que somos. Bergson nos plantea la durée como una dimensión constituyente del humano. No son pocos los pensadores y los literatos que han cruzado esta puerta a lo largo del pasado siglo.

Sin embargo, la dimensión espacial ha permanecido olvidada por la mayor parte de los pensadores. Hora es ya de ocuparnos de ella y en el pensamiento en español (o en riojano, si se prefiere -aunque los castellanos se quejen-) encontramos puertas entreabiertas desde hace bastante tiempo. Así, J.L. Molinuevo lleva tiempo apuntando en esta dimensión y un clásico como es Ortega ya en 1914 nos decía:

« Mi salida natural hacia el universo se abre por los puertos del Guadarrama o el campo de Ontígola. Este sector de realidad circunstante forma la otra mitad de mi persona: sólo al través de él puedo integrarme y ser plenamente yo mismo. […] la ciencia biológica más reciente estudia el organismo vivo como una unidad compuesta del cuerpo y su medio particular: de modo que el proceso vital no consiste sólo en una adaptación del cuerpo a su medio, sino también en la adaptación del medio a su cuerpo. Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo.» 
                                              Ortega y Gasset: Meditaciones del Quijote

No sólo es tiempo, sino espacio de verano.