25 de septiembre de 2017

Pueblos y afectos

J. Álvarez Junco, historiador, señala que la democracia -se refiere a la de los actuales Estados de Derecho- da por sentada una cuestión previa decisiva, la definición del demos, del pueblo que la compone. Lejos de ser racionales, los motivos en los que ese demos se fundamenta son los lazos afectivos, los sentimientos. Razón no le falta, porque es la historia y sus extraños avatares la que ha generado los presentes pueblos, las actuales naciones -si lo preferimos-.
Tradición que nos hace sentir como propios, amables y entrañables, unos modos de vida que no han de ser los mejores, ni siquiera racionales, ni razonables en muchas ocasiones, pero el hombre, como decía Ortega, tiene historia, no naturaleza, y menos naturaleza racional -añadamos-
Es el lazo emocional surgido de la tradición el fundamento de nuestras identidades grupales, incluso en mayor medida que la lengua, porque esta puede ser compartida por tradiciones diferentes y aun enfrentadas y porque se convierte en nuestra madre por un uso nacido, justamente, de la tradición.
Todos los nacionalismos sin excepción, nacen del sentimiento, no de la razón, y esto es inevitable; premisa con la cual hemos de practicar el juego político y democrático.
El sentimiento de lo español, es decir nuestra identidad grupal, desde finales del siglo XIX, al menos, es la historia de una familia con dos ramas enfrentadas. La terrible dictadura franquista agudizó estos sentimientos divergentes respecto a lo español y propició, por rebote, los sentimientos de identificación con otras identidades nacionales alternativas. Nuestra modélica transición en vez de buscar una nueva identidad como pueblo, echó más leña al fuego del enfrentamiento y hemos seguido en esta línea política los últimos cuarenta años. ¿Quién puede identificar como parte de su mismo pueblo a los herederos directos de los rectores de la dictadura? ¿Quién puede asumir como propios unos símbolos que monopolizó durante cuarenta años? Este camino ha conducido a una identidad del pueblo español necesariamente débil.
No contenta con ello, la modélica transición procedió a realizar una irracional estructuración de nuestro estado en un sistema autonómico tan desigual como desigualador: Navarra y País Vasco, con sus fueros y las ventajosas posibilidades que otorgan, componen las regiones de categoría extra. Cataluña y Galicia a las que desde el principio se les reconoció su nacionalidad y Andalucía, enseguida sumada a ellas, componen la categoría primera. El resto son de segunda, excepto Canarias, Ceuta y Melilla que escapan a esta clasificación. ¡Demasiados años ha resistido la situación sin explotar por algún sitio! (No tengo en cuenta las vías violentas, ya que estaban condenadas al fracaso en un contexto democrático).
Necesitamos inteligencia emocional para gestionar unos afectos presentes y operantes. Ignorarlos o recurrir a mecanismos de defensa, como la racionalización, tan sólo conducen a situaciones como la presente. Y hemos de ejercerla desde abajo, desde el pueblo, base de la convivencia organizada. Mientras no enfrentemos las emociones colectivas para construir, apoyándonos en lo común, seguiremos a merced de unos políticos que las encaran con la torpeza y miopía característica del mentiroso, que busca su provecho inmediato.

8 de septiembre de 2017

El encanto de los viajes



Antonio Azorín, un pequeño filósofo, nos confiesa:
“Vamos a partir; la diligencia está presta. ¿Adónde vamos? No lo sé; este es el mayor encanto de los viajes...
Yo no he podido ver una diligencia a punto de partir sin sentir vivos deseos de montar en ella; no he podido ver un barco enfilando la boca del puerto sin experimentar el ansia de hallarme en él, colocado en la proa, frente a la inmensidad desconocida.
Vamos a partir. ¿Adónde vamos? No lo sé; este es el mayor placer de los viajes...”
Y, sin embargo, el viaje da miedo. Un miedo velado que aflora como inquietud infundada, comezón en las vísceras y una multiplicada lentitud en los preparativos. La maleta nunca está completa; a punto de cerrarla recordamos un objeto necesario o una ropa conveniente que debemos meter. La abrimos otra vez y recolocamos su contenido para adecuar los nuevos ocupantes o para desalojar los que, en ese momento, nos parecen superfluos. Cuando -¡por fin!- vamos con prisa hacia el tren o el autobús, surgen las decisiones equivocadas: ir caminando con un tiempo tan justo; coger taxi con calles cortadas o desvíos por obras; esperar el autobús urbano, que se retrasa ...
Pensaréis: “No quieres viajar”, “Resistencia al cambio, plasmada en el viaje”, “Miedo a lo desconocido”...
No, no es eso; si lo fuese perdería con frecuencia el tren o el autobús, y sólo recuerdo una vez que me haya sucedido esto. Deseo el viaje tanto como lo temo; los retrasos son un juego inconfesado, una apuesta arriesgada que se desea ganar, como toda apuesta, y en la que el inconsciente calcula siempre más certeramente que la conciencia.
Hubiera deseado ser como Antonio Azorín, porque -estoy seguro- sentía gran temor, por eso ocultaba su miedo inconsciente lanzándose de cabeza, para no dar tiempo a sentirlo en sus entrañas.
Hay también, como sucedía a mis padres, el mayor placer en partir rumbo a lo conocido, considerando los viajes algo agradable, sí, pero superfluo; una posibilidad entre las muchas que la vida ofrece, situada muy abajo en su orden de prioridades.
Si el miedo al viaje es miedo a lo desconocido, a la novedad, al cambio, no es menos cierto que el deseo compulsivo de viajar suele esconder miedo al compromiso, al enraizamiento, a enfrentar lo cotidiano.
En occidente ¿quién no viaja hoy por vacaciones?, ¿quién no hace turismo? Mas estos viajes frecuentes del turista esconden, además, miedo al aburrimiento, espantado con la ilusión del cambio, de la aventura. Y, sin embargo, reproducen lo cotidiano en una realidad falsificada, de cartón piedra, en la cual repetir sus costumbres sin dificultad. El turista quiere un cómodo transporte, que le hablen su idioma, que le den sus comidas y bebidas habituales, su confortable habitación, ... En suma, que cambien, por un módico precio, el telón de fondo de su rutinaria cotidianeidad. Sus destinos tampoco son desconocidos, los han visto en folletos, en programas de la tele, se los han recomendado sus conocidos.
¿Dónde queda el encanto inquieto de Antonio Azorín?
Tal vez mis padres no andaban descaminados.