8 de septiembre de 2019

La Vida, esa señora


“La vida lo pondrá en su sitio”, “La vida pone a cada uno en su lugar”. ¿Quién no ha escuchado estas frases a quien toma una decisión que evita un aparente perjuicio para alguien? Por ejemplo, para un alumno al cual hay que evaluar negativamente, sobre todo si esa calificación implica repetir curso. El razonamiento resulta convincente: la vida es una señora estricta y justa a quién tarde o temprano todos hemos de enfrentarnos, ¿quién soy yo para apropiarme de su labor? Como ventajas añadidas, la vida está facilitando mis obligaciones presentes, evitándome problemas de conciencia, e incluso librándome de trastornos burocrático-administrativos (como una reclamación).
Gracias a la señora Vida puedo ir a mi casa satisfecho y conciliar un sueño tranquilo. ¡Todo es miel sobre hojuelas! Lástima que el menor roce sufrido por esta plácida superficie me descubre una realidad muy otra: no existe tal señora, como tampoco el sitio de cada uno.
Para empezar, resulta que la señora Vida ni habita en ninguna parte, ni pasea por nuestras calles porque no es nadie sino una proyección. La vida es un sustantivo nacido de un verbo que expresa una acción, la de vivir, la cual todos llevamos a cabo desde el nacimiento hasta la muerte, y esta sí que es nuestra realidad, como nos mostró Ortega y Gasset. Vivimos y en nuestro vivir aparecen un sinfín de otras personas que hacen lo mismo, de modo que nuestros vivires se cruzan y entrelazan. Además de personas también estructuras sociales, jurídicas y administrativas forman parte de nuestras vivencias y condicionan nuestro vivir. Esa realidad es la que sustantivizamos llamándola vida y, si nos descuidamos, un animismo infantil nos empuja a personalizarla y atribuirle ciertas cualidades idealizadas, de modo que nuestro vivir con sus obligaciones resulta mucho más cómodo, además de inconsciente.
Algunas de estas circunstancias nos exigen tomar decisiones y asumir obligaciones que no siempre son cómodas ni nos resultan agradables. Ante ello, Sartre planteaba dos modos fundamentales de optar: la mala fe y la autenticidad. El primero no ha de confundirse con la mentira, no se trata de que seamos hipócritas y echemos el incómodo muerto a esa pobre señora llamada Vida, no, se trata de autoengaño. Un sutil mecanismo de nuestra psique para aliviar la carga de unas obligaciones inseparables del trabajo al cual nos dedicamos libre y voluntariamente. Del mismo modo que vivir en una ciudad con servicios de agua, vertidos, alumbrado público... es inseparable de pagar unos impuestos para mantenerlos, el trabajo de profesor en nuestra sociedad, entre otras cosas, lleva consigo tanto el enseñar como el juzgar si los alumnos han aprendido, es decir, evaluar.

Hemos de asumir nuestra libertad y sus obligaciones, con todos los dolores y quebraderos que pueda implicar, no sólo con sus ventajas, o dedicarnos a otra cosa, si queremos llevar una existencia auténtica.
Para continuar, tampoco existe el sitio de cada cual en el que la vida, tarde o temprano, lo situará. Este razonamiento esconde la confianza en un destino preestablecido, con la consiguiente liberación de responsabilidades y preocupaciones por mi parte.
Vivimos y, es decir el vivir construye el futuro tanto como es hijo de nuestra historia. Mis decisiones, en las que están otros implicados, repercuten en ellos y construyen el que será su sitio junto a sus decisiones. Todas ellas están condicionadas por lo que he vivido, en lo cual aparecieron tanto mis decisiones como las de otros que formaban parte de mi vivir, de mi circunstancia. De manera que entre pasado y futuro, nuestro tiempo es nuestro destino, nos sigue enseñando Ortega. Amar nuestro tiempo, arrostrar nuestra circunstancia, esta es la tarea ética que nos va construyendo en un sentido u otro, que va construyendo nuestro sitio y el de quienes nos rodean.
Cada uno de nosotros somos la vida, esa extraña señora, y hemos de poner en su sitio lo que nos corresponde y a quién nos corresponde, ni más, ni menos. Decía también Ortega que la vida es el conjunto de las circunstancias, bien, pues formamos parte de las circunstancias de nuestros alumnos, para lo fácil y para lo difícil. Lo mismo que formamos parte,¡voluntariamente!, de poner en su sitio el valor de unas titulaciones que capacitan para realizar ciertos estudios y trabajos. No es propio de un profesor auténtico devaluar titulaciones regalándolas de modo arbitrario, por muy buena que sea la intención con que lo hagamos. Deberíamos hablar más de Ortega y Gasset, también a nuestros alumnos.