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31 de enero de 2021

Pandemia socrática


 Quienes nos dedicamos a la educación estamos viendo el lado socrático de la pandemia. Como Sócrates, que decía tener el oficio de su madre, partera, pero ayudando a alumbrar conocimientos en lugar de niños, la pandemia está destapando viejas enseñanzas, temas conocidos que parecen adquirir novedad circunstancial. A la vez, está evidenciando debilidades nacidas de la concepción postmoderna o líquida -como señaló Bauman- de la política. Para quien quiera verlo, pues así somos los humanos corazones.

La semipresencialidad, con sus días alternos de asistencia por mitades de cada curso a partir de tercero, ha reducido el tamaño del grupo de alumnos, destapando una de estas viejas novedades: con menos alumnos por aula el aprendizaje resulta más efectivo; la cercanía del pequeño grupo permite trabajar de un modo más personalizado, lo cual redunda en la eficacia de la enseñanza. Este principio básico era de sobra conocido por todos los que nos dedicamos a enseñar, y sin embargo, muchos docentes lo habían olvidado tras años de bombardeo institucional. Expertos educativos, gurús interpuestos por nuestras autoridades para dinamizar a un profesorado anclado en viejas rutinas y desmotivado ante los nuevos retos del comienzo de siglo, llevan décadas escupiendo en nuestras caras el mensaje salvador del sistema educativo.

Estos oráculos no cesaron de anunciar la venida de las herramientas informáticas y el e-learning, con sus sacramentales pizarras digitales, tablets y plataformas docentes como edmodo, moodle, classroom y otras, puestas en marcha por algunas autonomías. 

En los nuevos libros sagrados se habla sin cesar de metacognición, motivación y gamificación, también de integración e inclusión, pero sobre todas las cosas, de innovación, competencia digital, cambio metodológico y tecnologías educativas.

Las tecnologías de la información son hoy nuestro viático hacia la salvación y no existe camino fuera de ellas.

A la par, estos profetas de congresos y cursos de formación nos empujan al arrepentimiento y la conversión, denunciando publicamente nuestros pecados:

¿Crees en el Collaborative eLearning?

¿Has frecuentado la flipped classroom?

¿Trabajas con PBL (Project-based learning)?

¿Dónde está el design thinking en tus clases?

¿No caminas por el ámbito STEAM (Science, Technology, Engineering and Math + Arts and Design)?

¿Has creado alguna escape room en tu aula?

Bajo el peso de estas preguntas nos decubrimos pecadores, sobre todo por omisión. Terrible pecado que nos torna, sin saberlo, sicarios de un oscuro señor y sembradores del mal, es decir, del fracaso escolar y de la crisis del sistema educativo. Porque no caben medias tintas, y si no abrazamos la nueva fe, si no somos apóstoles encendidos de la nueva verdad, estamos traicionando la educación. El docente que no está conmigo, está contra mí, y es causante de la crisis del sistema educativo.

Por fortuna para la mayoría, el contagio ideológico y el emocional son tan inseparables de nuestra especie que cobramos conciencia de nuestra culpa, y avergonzados corremos a confesarnos con el community manager de nuestro centro, dispuestos a abrazar la nueva fe. Y quien no se contagia del fervor lo simula, por si acaso, no vaya a terminar señalado con el dedo por pecador irredento, o en boca de todos por loco trasnochado.

 Tal vez debamos leer a escondidas autores heréticos como Saint-Exupèry para reencontrarnos con el pasaje en que el Principito se encuentra con un monarca absoluto en el primer planeta que visita, que le dice:

- Si ordenara a un general volar de una flor a otra como una mariposa, o escribir una tragedia, o convertirse en ave marina, y si el general no ejecutara la orden recibida, ¿quién estaría en falta, él o yo?

- Sería usted - dijo con firmeza el principito.

               Quien tenga oidos, que entienda.


12 de abril de 2020

Redes de dos caras

 Estos días encerrados las redes sociales están siendo tabla de salvación para más de uno, a punto de ahogarse entre las paredes de su casa transformada en piscina profunda, casi abisal. ¿Qué hubiese sido de nosotros, de una parte del trabajo, de la educación, sin ellas?
¡Benditas redes! que conectan y enlazan personas distantes, saltando por sus nudos trenzados con impulsos eléctricos.
Y sin embargo, no puedo evitar ver su otra cara, la de la red que atrapa, bloquea y de la cual es imposible liberarse a no ser que la cortes.
Más allá de los efectos producidos por las redes sociales, como la saturación que nos genera tamaño exceso de información, y en consecuencia la desinformación práctica producida. No hay quien fije la atención en medio de un torbellino de datos donde los últimos van sentando groseramente sus posaderas sobre los anteriores, sin otro ánimo que sobresalir, pero como el movimiento es incesante, ocupar la cúspide es, a la fuerza, un momento tan efímero como necesario. No busquemos otro criterio para establecer una jerarquía, las noticias falsas son seguidas por cabales artículos de opinión, noticias actuales o trasnochadas -pero con la urgencia de quien cree haber descubierto América hace un rato-, ingeniosos montajes, nuevos artículos que opinan lo contrario de los anteriores, imágenes divertidas, otras de pésimo gusto, videos ocurrentes, otros lacrimógenos, y los peores sin duda, los de gatitos. Todos atropellados en el mismo grupo, pero ¿quién tiene un solo grupo de wasape? Así que elevemos potencialmente este tropel antedicho. Si Santos Discépolo, hace casi cien años, cantaba al siglo veinte por ser cambalache que todo lo revolvía en un sinsentido, ¡qué tango no nos regalaría ahora!
Más allá de sus efectos, quería decir, no me gustan, ni wasap, ni tuiter, ni instagran. Serán manías que el encierro hace aflorar, pero, os lo confieso, soy oral y lo he sido siempre, cuando menos, desde que mis recuerdos alcanzan.
Los correos en cambio, ahí acertaron con el nombre, son como las cartas postales pero sin el placer de chupar y fijar el sello con cuidado en el sobre, y sin sus aromas tan diferentes: el que tenían las de los fumadores y las de quienes se habían perfumado antes de escribir, el de los sobres naranjas o el de aquellos con doble papel -el interior gris oscuro- que celosamente preservaban su contenido, y el aroma acre de los de luto, con su ribete continuo de tinta negra.

Los correos quería decir, sí que me gustan, porque son conversación escrita cuando la presencia resulta imposible. Conversación diferida en la cual la espera supone un elemento imprescindible, que no entenderá quien se haya habituado a la actual exigencia de inmediatez a la que nos someten las redes. La espera supone una actitud paciente, un grado de incertidumbre junto a otro de esperanza y la simpar alegría de la llegada. Mitigado, desde luego, pues el tiempo del proceso mecánico y humano desde el buzón, pasando por la estafeta, los trenes … hasta el cartero con su robusta cartera de cuero al costado, se ha sustituido por impulsos eléctricos desde una máquina hasta otra, pero afortunadamente la mayoría de la gente mira el correo tan sólo una vez al día o incluso menos.
Amo la voz, sus inflexiones, su timbre, su variable volumen, sus dobleces disimuladas y las intencionadas, sus problemas de dicción -tan entrañables-, sus muletillas amigas, y sus silencios, sus poderosos silencios. Algo de ello queda en los correos, pero nada encuentro en las redes, empapadas de la sequedad de la imagen, del vacío de los videos y la frialdad de los artículos. Amo la voz viva, esa que, yo no se si será por miedo, es una proscrita en las redes sociales, que empujan a dejar el teléfono sin sonido de llamada, no vaya a colarse y las enrede.

29 de septiembre de 2014

El congreso

 ¿Podemos calificar de engaño a una vida volcada en lo virtual? Habitada por seres ficticios convertidos en modelo y objeto de deseo, e incluso de amor. Formar parte de una realidad que no existe sino en la propia imaginación, pero es la que hemos preferido, ¿resulta un modo de alienación? Son algunas de las preguntas que El congreso, de Ari Folman, me ha suscitado. La apuesta formal es valiente, con dos partes separadas por la puesta en escena, la primera con actores reales y la segunda donde domina la animación. No sólo la forma, sino también la temática, comenzando por el relato de Stanisław Lem, Congreso de futurología, en que se inspira, se aventura fuera de las convenciones de Hollywood.
A primera vista la película es el sueño de un friki que quiere construir una realidad virtual a la carta. Y lo es, tanto como una reflexión sobre el cine mismo, una mirada crítica hacia la industria y los grandes productores. El malicioso nombre de estudios “Miramount” resulta incluso demasiado patente. También crítica, aunque más benévola, hacia el papel de actores y representantes. Harvey Keitel borda su personaje, desvelando la ambigua relación entre actriz y representante. Ambos nos ofrecen una secuencia memorable tanto a nivel visual, como interpretativa y conceptual. Se trata de la digitalización de la actriz con el fin de perennizarla en su maduro esplendor, sin necesidad de cirugías ni retoques, haciéndola pasar a otro plano de realidad, el virtual. Plano que, paradójicamente, ya es el habitado por cualquier actriz o actor, mas con la inevitable erosión temporal.
Ella, Robin Wright se interpreta a sí misma, produciendo un desdoblamiento entre personaje y actriz, entre realidad y ficción, nuevamente. ¿Dónde comienza una y acaba la otra?, ¿en cuál preferimos habitar?, si es que somos capaces de saber en cuál de ellos nos encontramos. Y este es el tema principal de toda la película, inevitablemente unido al problema de la libertad, y no el de las tortuosas relaciones entre lo digital y lo real, dominante en el relato de Lem (aunque en este no deja de ser una buena excusa para criticar el totalitarismo soviético).
En una secuencia la hija de Robin dice que el tecnofatalismo no conduce a ninguna parte, pero Folman parece inclinarse hacia él en su película. Y sin embargo está construyendo un mundo de sicodelia manga, un homenaje lisérgico a una serie de personajes que van desde los años veinte del siglo pasado, hasta el presente. Desde Betty Boop, pasando por actores, directores (el homenaje a Kubrick y su Dr Strangelove) y géneros (en especial la ciencia ficción), hasta políticos, figuras religiosas y pintores como El Bosco. Al hacerlos desfilar por las escenas de animación y no por las rodadas con actores de carne y hueso, se nos está diciendo que han sido, y siguen siendo, tan reales como virtuales. Justamente reales porque han pasado a formar parte del universo de lo virtual. Cuando la realidad virtual encadena al humano, lo de menos es la primera, lo importante es saber cuál es el mecanismo que nos hace encadenables y averiguar si es inevitable.


He pasado por alto otra línea no menos importante, la trazada por Aaron, el hijo enfermo de la actriz, y la relación entre ambos, que nos introduce en el terreno de lo emocional. Trasciende los dos ámbitos en juego, lo físico y lo virtual, imponiéndose sobre ellos para conducir la acción a través, y más allá, de ambos. Madre e hijo se desplazan de uno a otro a lo largo de los ciento veinte minutos de la película, prefiriendo la realidad o la ficción, ya por libre decisión ya por condicionamientos. Y tan sólo la cometa roja, con la que juega Aaron, transita libre, ajena a las fronteras que nuestra razón construye entre ambos. Si la obra comienza con una escena donde el niño y su cometa infringen las reglas del mundo real, hacia el final, dentro del universo virtual, será nuevamente la cometa roja (el rojo no es color de la razón, sino de la sangre, de lo visceral, símbolo del subterráneo mundo de las emociones) el vehículo que enlaza ambos lados de las fronteras e insinúa una posible libertad. No importa el material de nuestras cadenas, sino si estamos, o no, encadenados y si cabe un margen de libertad más allá de la elección del tipo de atadura.
De la banda sonora me quedo con las dos canciones, una de Dylan y la otra de Leonard Cohen, que interpreta la misma Robin Wright (ya hizo sus pinitos cantando sólo con su guitarra en Forrest Gump).