27 de junio de 2012

El opio del pueblo


                        Imagen de Miguel Angel Gil (inspirado en un poema-objeto de Joan Brossa)

Mi relación con el fútbol tal vez está mediada por algún pequeño trauma infantil, sublimado mediante un proceso racionalizador, a los ojos de Freud. Resentimiento, a los ojos de Nietzsche.
Cuando en la calle, o en la escuela, los dos mejores jugadores sorteaban para elegir y formar equipo, yo era de los que restaban esperando ser escogidos hasta el final. Era frecuente que me pusiesen de defensa o portero, vamos, en los típicos puestos de los mantas. Así que me aburría como una ostra y fui, poco a poco, evitando el fútbol, a no ser que no hubiera más remedio.
Tiempo más tarde, allá por quinto de e.g.b., tuve un maestro que cantaba las bondades de las prácticas deportivas pero denostaba el deporte convertido espectáculo. Es decir, el fútbol, que en esos años acaparaba el concepto de deporte.
Así que mi mente infantil despreció el fútbol como deporte, como espectáculo y como negocio. Hasta el momento, soy incapaz de verlo con ojos diferentes a los del filósofo social.
Comparto las críticas a la utilización del “deporte rey”  para distraer la atención de asuntos graves y contentar al pueblo. En nuestro país los políticos aprendieron a usarlo magistralmente con la dictadura franquista. No es casual que los fascismos se inspiraran en Roma, también en su genialidad del pan y circo.
Sin embargo, este perverso empleo tiene también una cara amable, y es la de servir de válvula de escape, de consuelo evasivo ante la cruda realidad del poder y sus abusos. Consuelo de tontos pero consuelo al fin. 
Hoy la religión ha dejado de ser opio del pueblo, sustituida por el fútbol. Por ello me dan tanta envidia quienes son capaces de dejarse encandilar por un partido televisado.
¡Yo también quiero ser un yonki!

19 de junio de 2012

El hilo cortado



En el año 2000 un grupo de profesores del zaragozano i.e.s. Elaios entran en el laberinto de una revista semestral de humanidades (“científica” habría que llamarla para recubrirla de ese aura de seriedad justificadora). Logran apoyo económico, especialmente del gobierno autonómico, para su proyecto y en mayo aparece el número uno de Laberintos, dedicado a Goethe.
No se trataba de una revista de instituto al uso, era un vehículo educativo que implicaba a profesores y alumnos. Iniciando a estos segundos en la investigación y mostrándoles que una publicación científica no les estaba vetada sino, al contrario, era también parte suya. Justamente en el apartado de la revista llamado singladuras, número tras número, alumnos de secundaria, tanto de cuarto de e.s.o. como de bachillerato, han escrito artículos que nada tienen que envidiar al resto.
Porque la excelencia, no surge de la nada, ha de cultivarse desde diferentes ámbitos y entre una variedad de humanos. Los guetos suelen ser fallidos, y más cuando son un puro montaje de defectuoso marketing, polarizado, para colmo, hacia lo “productivo”. Hablar del fomento de la excelencia no fomenta nada, son iniciativas como la de esta revista las que la llevan a cabo.
Durante casi trece años, y es un mérito haber permanecido tan dilatado espacio de tiempo, la calidad de la revista ha ido en aumento, tanto a nivel formal como de contenidos, hasta convertirse en un referente cultural dentro de nuestra comunidad y, me atrevo a decir, dentro de todas las Españas. 
Por ella han desfilado desinteresadamente artistas (José Luis Cano, Natalio Bayo, Jorge Gay, Clara Marta, Lina Vila, Patricia Almalé, Jesús Bondía, Vicente Vilarrocha, Enrique Larroy, Nelson Villalobos, Isidro Ferrer o Rubén Enciso, entre otros), escritores (Gimenez Corbatón, Ignacio Martinez de Pisón, Manuel Vilas, Ramón Acín, Antón Castro, Julia Millán, Carme Riera, Pedro Avellaned, Félix Teira o Patricia Esteban), historiadores (José Luis Acín, Herminio Lafoz, Isabel Yeste o Luis Antonio Alarcón), fotógrafos (como Gervasio Sánchez o Ana Teresa Ortega), filósofos (como Javier Aguirre, José Luis Rodriguez, Julio García Caparrós o M.A. Velasco) y otras personalidades como Vicenc Navarro, Miguel Ángel Tapia, Pérez Latorre, Carmen Magallón, Luis Antonio Gonzalez o M. Espido Freire.
El actual Gobierno de Aragón, principal patrocinador económico de la revista, ha decidido bruscamente, sin explicación, ni razón alguna, cortar el hilo de Ariadna con la esperanza de dejar morir dentro todos los pobladores de este proyecto cultural y educativo. Pero el hilo cortado no cierra la salida, puede ser condena a vagar eternamente dentro del laberinto, o puede, simplemente, hacer más largo y tortuoso el camino hacia el exterior. Por eso la muerte de la revista Laberintos (uno más entre los asesinatos que el nuevo gobierno está llevando a cabo) tal vez no tenga el final esperado, sino uno laberíntico.

14 de junio de 2012

Sendero hacia la libertad



La costumbre de simultanear varios libros de lectura tiene grandes ventajas, los libros que me gustan duran más. Hago como los niños que dosifican sus golosinas preferidas para alargar su fruicción, aun a costa de hacerla menos explosiva. También pegas, porque los personajes y sus historias no son puros, acaban influidos unos por otros al cohabitar mi tiempo y mi espacio.
Uno de los libros recien acabado es Sendero hacia la libertad, de Julián Escuer Fustero (editado y prologado por Herminio Lafoz). Más de cuatrocientas páginas escritas por un obrero del metal, agricultor aficionado, mexicano nacido aragonés en 1917, en las que narra recuerdos desde su infancia hasta su llegada a Veracruz (Méjico) en 1942. Testimonio de una época convulsa en nuestro país, la Segunda República, la guerra civil y los primeros años de la dictadura.
Una mirada en primera persona y a pie de calle, no desde la distancia de quien ocupa cargos o maneja resortes de poder. Tampoco está mediada por la distancia del observador, ya sea intelectual, historiador o periodista. Por ello, la de Julián, resulta tan viva y próxima para cualquier lector.
Libro necesario para restaurar la microhistoria, la historia familiar, local, regional, esa que resultó secuestrada por casi cuarenta años de silencio impuesto, custodiado por el miedo. La que hemos debido reconstruir a duras penas, incluso contra las instituciones “democráticas” de nuestra actual España, gracias a testimonios como este.

Sorprendido en zona “nacional” al estallar la guerra, inicia un periplo que lo lleva desde Zaragoza hasta Barcelona y las baterías de la Costa Brava. El fin de la guerra lo empuja a Francia, donde pasará por cuatro campos de concentarción distintos, Saint Cyprian, Agde, Gurs y Septfonds, hasta lograr llegar como trabajador a una fábrica de Saint Nazaire para, desde allí, ser devuelto a España por los nazis. Salva la vida y acaba recluido en el campo de concentración de Miranda de Ebro, para ser enviado al Batallón disciplinario nº 1 de Punta Carnero, en Gibraltar. Logra escapar y vía Zaragoza (el camino más corto no es el más directo en una huida), cruza a Portugal, desde donde logrará, ¡al fin! embarcar rumbo a Méjico.
Hay material, cuando menos, para una gran película de aventuras. Una que cante las ganas de vivir, la resolución y el ingenio humano para ir saliendo de situaciones cada vez más complejas.

Uno de los rasgos más notables de las memorias de Julián es que, a pesar de lo sufrido, están gobernadas por unas ganas de vivir, y de hacerlo en libertad, contagiosas. Un vitalismo optimista que reduce muchos de nuestros actuales problemas al rango de fruslerías.
Pacifista, a partir de la sin razón de nuestra guerra y sus consecuencias es capaz de trascender la circunstancia y construir un alegato antibelicista y antifanático de todo tipo:
“Esta maldita guerra que dura ya más de dos años está dejando a España en la ruina total. Ruina económica, ruina social y ruina moral en cada individuo.¿Podrán volver a ser hombres esos inocentes que pelean como fieras rabiosas, ante la disyuntiva de morir o matar? ¿Y esas mujeres, casi niñas muchas de ellas, que se han entregado por unas migajas de pan?, nunca olvidarán esta tragedia, pero, ¿podrán vencer el trauma que esto les dejará? Los que, como yo, si tenemos la suerte de que no nos toque la metralla, ¿cuántos años habrán de pasar para que no nos atormenten los recuerdos?... ¿Quienes son los culpables y por qué, sin pararse a mirar ni importarles las consecuencias, nos lanzaron a esta catástrofe general? Esos “quienes” no sienten remordimiento ni pena. Al contrario, son los que en la retaguardia celebran los triunfos con fiestas, mientras en los campos de batalla se recoge a los muertos y a los heridos.” (pág. 187-188)

9 de junio de 2012

olvídate de mí


Tengo tantas películas pendientes de ver que no siempre acierto. Anoche me decidí por una de ellas, Eternal Sunshine of the Spotless Mind (Eterno resplandor de una mente sin recuerdos), Olvídate de mi, la titularon en España. Me habían hablado de su carga filosófica y de la original historia de amor que narra.
La idea que articula el guión es buena y puede dar mucho de sí, el viejo tema de la memoria. Los recuerdos conforman y condicionan las relaciones humanas, en la película el amor entre una pareja. Si tales recuerdos desaparecen, la relación pierde su base y sus miembros devienen desconocidos. Sin embargo, y aquí está la aportación original, tomar conciencia de la desaparición de los recuerdos, otorga una fuerza sorprendente a los que todavía permanecen. Hasta el punto de luchar por evitar su borrado, generando bucles en la propia mente para esconder el recuerdo de lo vivido.

El inicio es prometedor, una historia de amor truncada cuando uno de los miembros de la pareja acude a la clínica de un doctor que borra de tu mente los recuerdos relacionados con lo que quieras olvidar. Pero en el desarrollo, la reconstrucción de la historia de amor entre los protagonistas, la película se pierde. Abusa continuamente de la analepsis (esas secuencias retrospectivas incrustadas en las del presente) y lo hace tratando de imitar la maestría de Lynch. Nos guste o no, pero Lynch sabe hacerlo; el resultado de olvídate de mí, en cambio, resulta monótono, carente de originalidad y soporífero. La historia de amor narrada no me interesa lo más mínimo, se reduce a una tortuosa relación, sin mucha verosimilitud, entre una histérica ciclotímica e inmadura y un simplón miedoso, con tendencias infantiles.
El guión de Charlie Kaufman no logra el nivel de su estupendo Cómo ser John Malkovich.
Los protagonistas son Kate Winslet, que realiza una buena interpretación y Jim Carrey, incapaz de estar a la altura.

La identidad personal, la que nos otorga toda relación con un prójimo, sustentada en la memoria y la posibilidad de mantenerla o eliminarla, es decir, de reconstruir nuestra propia identidad. Desde la acción externa (los técnicos que borran el recuerdo) y desde la interna (la respuesta del sujeto al tomar conciencia de la supresión), pueden dar juego a una sugerente mezcla de cibertecnología y psicología profunda, Philip K. Dick y Sigmund Freud. Temas apasionantes que la película deja escapar y los reduce a una tragicomedia romántica, perdida entre un buen comienzo y un aceptable final entreabierto.

6 de junio de 2012

Banalidad de la omisión

Ante la situación actual me pregunto con frecuencia por qué no estamos haciendo apenas nada. Tenemos ante nosotros el experimento griego, al que día a día nos vamos acercando y seguimos sin reaccionar. 
Un ángel invisible, como en la película de Buñuel, nos cierra el paso.
Dejamos hacer y dejamos de hacer, que es lo peor. 
Omisión provocada no por misantropía, ni por impulso autodestructor, sino por un mecanismo banal, infantil, primitivo. Cada uno confiamos en ir saliendo del paso, en que a mi no me tocará. 
Así vamos dejando que otros sean derribados y cuando nos llegue el turno no quedará nadie al que agarrarnos.