26 de octubre de 2019

Representación y simbolismo I

 
El lenguaje es la principal capacidad de nuestra especie, gracias a ella podemos ordenar, manejar y transformar el mundo. Esta capacidad fue generando distintas lenguas para diferentes grupos humanos, lenguas que se concretan en el habla, habitada por palabras. Ninguna lengua nació siendo herramienta para el manejo abstracto de lo real y ello por dos razones: para los humanos no hay un mundo previo desfilando ante nosotros a la espera de ser nombrado, sino que lo vamos construyendo como tal. Si lo real no existía, se estaba comenzando a perfilar, ¿cómo iba a ser nombrado? Además, y esto es decisivo, ¿de dónde habría surgido su conocimiento sin una lengua que organizase el flujo de las experiencias? No sirve argumentar que puedo tener experiencias de realidades cuyo nombre ignoro, porque quien así argumenta ya posee una lengua y la habla, por lo tanto, ya posee un mundo, aunque algunas partes del mismo le sean desconocidas. Evitemos anacronismos, estamos tratando de remontarnos al origen mismo del habla y la lengua, no proyectemos hacia atrás nuestra realidad presente.
La segunda razón, porque toda experiencia va acompañada de un estado afectivo, tanto del individuo como del grupo, gracias al cual se le irá otorgando un valor. Lo real nacía como una constelación de valores surgidos de las vivencias y las emociones que estas generaban. Debe quedar claro que la parte fundamental de las vivencias no es la material, sino la afectiva que les otorga relevancia; no se trata del hallazgo de comida o el encuentro con un animal, sino de saciar el hambre o del temor provocado por ese animal, es decir, de valores positivos o negativos, placenteros o dolorosos.
La poderosa memoria de nuestra especie proyectó hacia el futuro vivencias pasadas de especial relevancia, dando así lugar al miedo, pero también al deseo. Miedo a un dolor que puede retornar, como la muerte de los próximos y la propia, o deseo de repetición de una experiencia gratificante, como el hallazgo de comida sabrosa y copiosa o el calor del sol en un día frio. Hoy podemos desear o temer sin fundamento ni indicio alguno, porque podemos recordar de modo conceptual y reflexionar sobre lo recordado, aunque los conceptos vayan también ligados con afectos, miedos y deseos. En nuestros orígenes era imposible todavía, puesto que se estaban fundando las lenguas. Más bien sucedía que los indicios del dolor o la enfermedad, lo mismo que del sol asomando tímido entre las nubes, traían de forma vívida las pasadas experiencias a una mente poblada de afectos y todavía carente de conceptos.
Otra fuente de vivencias fundantes es la curiosidad que compartimos con otros mamíferos, la cual motivó encuentros casuales, tanto placenteros como dolorosos. La observación del interior de un hueso y el juguetear con él debió provocar el placer de un sonido, la degustación de comida propia de otras especies más de un envenenamiento, y el asombro ante el fuego más de una herida y también reconfortante calor.
Ligado a la curiosidad, todo lo que se saliese de lo acostumbrado debió ser fuente constante de perplejidad. Lo extraño y lo que contradice la vivencia habitual, desde fenómenos naturales como un eclipse o una lluvia anormalmente prolongada o torrencial, hasta el comportamiento distinto de alguien, como el abandono, el engaño o la simpatía. Especialmente este último tipo de experiencias nacidas, de la convivencia con sus congéneres, fueron tan próximas y cotidianas que, sin duda, resultaron más fundantes que las nacidas del contacto con la naturaleza. Lo mismo en la curiosidad que en la perplejidad, es el valor de la vivencia el elemento que les presta relevancia.
Por tanto, las lenguas desde su nacimiento han sido el modo como nuestra especie ha ido organizando las vivencias, tanto las de lo material envolvente como las referidas a relaciones afectivas, al quedar todas ellas investidas de un valor que se iba expresando mediante el habla. A la vez, también ordenaban los fenómenos de ambas esferas que resultaban fuente de perplejidad.
No pretendamos que las lenguas y las hablas de nuestros antepasados sean como las presentes, puesto que estaban originándose, ni que se trate de una inmadurez necesaria en el tránsito a la adultez definitiva, al modo de un evolucionismo positivista lastrado de hegelianismo. Estamos tratando de describir la construcción del mundo humano, el cual, no hace falta justificarlo, se ha ido complejizando a medida que las experiencias se acumulaban y los posibles modos de pensar iban tomando forma. Tampoco existe un isomorfismo entre la adquisición de la lengua de un humano que nace dentro de un grupo que ya la habla, y la aparición de las lenguas cuando estas aún no existían. El niño que se está construyendo como hombre no repite los pasos de la especie, aunque exista cierto paralelismo, como no puede ser de otro modo.

6 de octubre de 2019

Palabras y relatos: mundos.

Nuestra especie adapta el medio no ya a sus necesidades sino a sus fantasías. El hombre se podría definir como el viviente práxico y puede ser práxico porque es un animal hermenéutico y a su vez es animal hermenéutico (o sea, animal capaz de interpretar) porque es capaz de construir sistemas de referencia indefinidamente, que constituyen el fundamento de su razón Luis Cencillo



Si mito significa relato, narración, y logos palabra, conversación, si ambos se refieren al habla y la consiguiente narratividad humana, ¿cómo va a existir oposición entre ellos? Si señalan construcciones hermanas, hijas ambas de la misma capacidad específica: el lenguaje.

La realidad cobra forma para nosotros, del mismo modo que también la cobra el propio humano, porque el lenguaje es, ante todo, constructor de nuestra realidad y de nosotros mismos. Por lo cual, definirlo como un sistema de signos o como un vehículo de expresión y comunicación, resulta una simplificación grotesca. Claro que el lenguaje da lugar a sistemas sígnicos, a lenguas (o idiomas) que permiten articular la expresión para un grupo humano concreto, pero ante todo construye al humano mismo y lo que éste considera real. En tal sentido podemos considerarlo la mediación entre nuestra especie y su entorno.

Filogenéticamente, cuando una constelación de estímulos, diferenciada de otras y repetida varias veces, resultó investida simbólicamente, surgió el significado por primera vez para el humano, y con él surgió el mismo humano. Sin duda este fue el momento fundacional de nuestra especie, en el cual aparecen por primera vez tanto el objeto como una incipiente lengua, ambas gracias al primer uso de esa singular capacidad a la cual llamamos lenguaje. Traspasado el umbral, la acción humana -la praxis- se hizo construcción de cultura en una progresión exponenciada, cuya meta no es otra que construir un mundo. Un lugar donde surge el sentido, tanto del constructor como de lo construido y de la propia labor de construir, dialécticamente entremezclados los tres. Tomando la expresión de Cencillo, se trata de dar raíz a la intimidad desfondada que somos.

Al aumentar las agrupaciones de estímulos colonizadas por la palabra estas fueron, a su vez, constelándose entre sí para dar lugar a una totalidad. En cualquier lengua un sonido que compone una palabra, una palabra, una expresión o una frase, son imposibles aisladamente, el todo lógico-sintáctico y semántico está gravitando en cada una de ellas. De otro modo resultaría imposible el proceso de la significación y, en consecuencia, el de la construcción de cualquier relato con sentido. Comenzamos a ver por qué los relatos míticos eran inevitables, puesto que al aparecer el significado, necesita estar organizado en un todo presente para la conciencia del humano, la cual ascendió a un nivel imposible para el resto de los seres que permanecieron presos de la inmediatez de los estímulos.

No es un disparate suponer que el mito, siempre ligado a la acción ritual, es tan antiguo como las más antiguas lenguas humanas.