8 de diciembre de 2015

Mapa a las estrellas


La sociedad futura descrita por Orwel en 1984 se apoya en un sutil mecanismo psíquico, el doblepensar. Saber, por ejemplo, que algo es mentira y sin embargo actuar como si fuese verdad, hasta las últimas consecuencias. Saberlo y luchar incluso porque esta situación se perpetúe.
Más allá de inalcanzables uvas que, por eso mismo, nunca estarán maduras. Más allá del resentimiento, agudamente señalado por Nietzsche, que no sólo envuelve lo deseado imposible de lograr, sino que lo reviste de negativa carga moral y religiosa: primero lo torna vicio, después pecado.
Más allá todavía, el zorro humano es capaz también de ignorar, de poner entre paréntesis, de ocultar, descalificar, ver como lo que no es, o no ver siquiera, la realidad ante nosotros … pero sin destruirla.
Luis Cencillo llamaba negatividad a esta característica del animal humano. Los demás, si pueden, destruyen aquello que les estorba o amenaza y, si no pueden, huyen. Nosotros, somos el único animal capaz de negar.
Por eso el emperador y sus súbditos veían un traje que sabían inexistente. Es el mismo mecanismo contemplado en el espejo, la afirmación de lo inexistente. 

¿Vivir instalados en la mentira? En Mapa a las estrellas (maps to the stars) Cronenberg nos ofrece un despiadado relato de cómo ello es posible.
Asistimos a la crítica feroz de un paraíso de cartón piedra, objeto del deseo de tantos como son presos de sus brillos postizos. La escena que marca el nivel de glamour interior de la fábrica de sueños nos muestra a la protagonista en la taza del váter, dialogando con su asistenta, presa de incómodas flatulencias.
Mas no debemos quedarnos en la cruda visión que la película ofrece de Hollywood, no es tanto un mapa de las estrellas, sino a las estrellas. Aunque resulta ser un mapa negativo, que descarta un camino y advierte de algunas sirenas que hemos de burlar: el relumbrón del star system, en realidad tremendo fuego fatuo y fétido.
Mapa que, como en casi toda su obra, ha de pasar por la carne, una de las obsesiones de Cronenberg. Desde la hija con horribles quemaduras en su cuerpo, que oculta pero conserva con cuidado; la actriz en declive, víctima de abusos en su propia familia y que no hace sino somatizar; personajes apresados por la droga, víctimas de la anorexia; absurdos psicomasajes ofrecen una farsa a la carne, que se venga adueñándose genitalmente en una limusina del sucedáneo de su deseo; hasta los modos de matar, apasionados y sucios, brutales. Carne lacerada, ajena y propia a la vez. Sin redención posible, los personajes de esta farsa están condenados a repetir un aciago destino, heredado de sus padres, que abre la película hacia lo griego con una doble referencia. Primero al núcleo de la tragedia, con la irremediable construcción de aquello a lo cual pretenden escapar. Segundo, a figuras de carne mutilada, por su propia mano o por ajena, como Edipo, Orfeo, Prometeo o Antígona; sin piedad alguna hacia ellas, ni siquiera tras su muerte, como Polinices.
El cine, constructor de espejismos, desvelado como espejismo poblado por carne irredenta e irredimible, instalada en la comodidad de una mentira alimentada desde nuestros ojos, los ojos del espectador.

5 de noviembre de 2015

borracho, pero lúcido

 

Nos empujan hacia precipicios a los que nos prohíben caer. Instalados en la corrección de una sociedad neurótica y neurotizante que guarda no poca relación con la vivida por Joseph Roth.
Vi la adaptación al cine que hizo Ermanno Olmi de La leyenda del santo bebedor y un amigo me habló del relato, que compré enseguida, y me mostró un paisaje que no ha dejado de seducirme desde aquel momento. El paisaje de Roth, judío de entreguerras en el gran imperio Austrohúngaro, al que siempre estuvo sentimentalmente ligado, al que defendió durante la gran guerra. Tímidamente, mas ¿quién conoce la fuerza de los miedos ajenos? si aun la de los propios nos sorprende.
Peregrino forzado en el occidente europeo tras el auge del nazismo, acabó sus días en los cafés de París, unos meses antes de estallar la segunda parte de la guerra mundial, enredado entre nostalgias de un mundo perdido y copas de absenta. La cirrosis le privó del final de su compañera, perdida en el revés de la esquizofrenia, suprimida por las leyes de la aktion T4 y el de su familia, un campo de concentración.
Poco antes, escribe este relato en el que nos habla de sí mismo, porque Andreas, su protagonista, es el propio Roth. Venido del este y convertido en un clochard borracho. A pesar de no tener recursos económicos, de que su amor perdido fue la causa de su ruina y siempre ha sido irrecuperable, porque nunca fue suya, Andreas conserva intactos, sin embargo, fidelidad y compromiso. Tanto en el propósito de restituir el dinero milagrosamente recibido, como en la defensa de la mujer amada. Roth, su alter ego, tolerado por su talento, y el disimulo de su condición judía, dentro de un imperio que nunca fue suyo y al cual permaneció fiel, hasta se convertirse al catolicismo y militar en organizaciones trasnochadas, que propugnaban el resurgir imperial de la casa de Habsburgo.
Dóciles a la mano que los maltrata, hado caprichoso que los ha arrastrado a su consciente ruina física y social, apestada de vapores anisados y alientos dulzones, en breves noches sin luces del alba. Empeñados en cumplir un deber que saben imposible; erróneos supervivientes abocados a su inevitable autodestrucción. Andreas abandona la sala de cine ante el benévolo giro argumental que salva al protagonista, condenado a perecer. Roth no puede sino luchar, conociendo de antemano su derrota, como Carl Joseph al final de La marcha Radetzky. No pueden sino aceptar una única salvación, un único milagro que proviene del alcohol.
Andreas acepta el primer milagro consciente de la complejidad y el riesgo de hacerlo. «Porque no hay nada a lo que más fácilmente se acostumbre una persona que a los milagros, cuando los ha conocido una, dos, tres veces. Sí, la naturaleza del hombre le lleva a enfadarse cuando no obtiene de forma continuada lo que parece haberle prometido un azar casual y pasajero.»
Roth, igualmente desea la sonrisa de un hado al que hemos caído en gracia, aunque sea por breve tiempo y la encuentra, por última vez, entre bebidas y amigos. Primero por ojos de Andreas en una mesa del café Tournon y por los suyos luego, víctima de un delirium tremens.
«Así soy realmente: maligno, borracho, pero lúcido.» Escribió de sí mismo al pie del improvisado retrato con dos copas de absenta y un sifón, una noche, como tantas, salvada por el alcohol.
Monárquicos de la restauración y revolucionarios antifascistas lo acompañaron, entre pugnas de rabinos y sacerdotes católicos por oficiar la ceremonia de un entierro que resultó su último y burlón milagro.
Juegos de bebedores con final feliz, tanto, que empujan el deseo de otro bebedor:
«Denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte» concluía Carlos Barral en el prólogo a la edición de Anagrama.
Hoy no puedo recomendar este libro sin resultar sospechoso, irresponsable fomentador de hábitos nocivos para la salud, que suponen un alto coste económico a nuestra sociedad. Argumento ya viejo, tanto al menos como las leyes de eutanasia forzosa en la Alemania de los años treinta.

31 de agosto de 2015

Erosión


¡Hay que ver cómo es el día a día de la vida! Las urgencias nos van arrastrando como un río desbordado, como un torrente cuando cae una tormenta de verano, y el paseo se convierte en marcha vertiginosa, sin reparar en el camino por el que íbamos, por el que nos gustaría ir.
Hemos de soltar lastre para no ahogarnos y recordar que lo hemos soltado, o no podremos luego recuperarlo cuando las aguas vuelven a su cauce.
No es de balde navegar por este rio: ensucia, mella y deforma lo que somos por completo. Desgasta, mas embellece, con esa hermosura nacida de la erosión, tan propia de lo vivo.

14 de junio de 2015

La cosa mejor repartida


Con los años uno va perdiendo seguridades en vez de alcanzarlas, parece mentira, pero sucede. Sin embargo hay una excepción, la sospecha creciente de que el mal no es sino un modo, o tal vez una consecuencia, de la estupidez.
Que engañado estaba el pobre don Renato cuando proclamaba: “el buen sentido (le bon sens) es la cosa mejor repartida del mundo.” La razón, en resumidas cuentas, como don universal del ser humano.
Por desgracia, un refrán popular que en otro tiempo me parecía un chiste, se me va presentando como una verdad manifiesta: “cada día que amanece el número de tontos crece.”
Mas no he de ser injusto, doy la razón a don Renato en lo referido a la intuición, porque certezas como esta se nos presentan en una captación inmediata, palmaria y aplastante, alejando cualquier suerte de duda. Son pocas, ciertamente, pero producen un picor de ojos que nos libra de cualquier escepticismo gnoseológico, no así de otros.


29 de abril de 2015

Foucault en el Guadalquivir


El brillo de una pulida calva atrajo mi mirada, gafas rectangulares, cuello alto, maqueado como de costumbre, estaba tomando un vino de naranja en el ambigú. Pedí lo mismo y me acerqué con intención de entablar conversación, ¡no podía dejar pasar la ocasión!
Hablamos del poder, no podía ser de otro modo, de su tentacular polimorfismo y de lo bien plasmado que estaba en la película. Ese oscuro tejido cubierto del polvo gris de cuarenta años de dictadura. Es cierto que la precedía largamente, pero también que su aspecto resultaba más mugriento tras ella. así en las relaciones hiladas a las orillas del Guadalquivir, tan castigadas por el rostro más identificable del poder, el de la fuerza bruta que sustentó la nueva autoridad, mercenaria y fascista, venida desde África.
-¡Un par de vinos más! por favor.
Y del poder pequeño, instalado en lo cotidiano: del miedo de las mujeres a sus propios maridos, que las lleva a mantener en secreto la declaración a los policías, pues sospechan de quienes comparten casa y cama con ellas.
 
Animados por otros dos vinos más hablamos del pueblo, sus tierras, ¡tan hermosas desde el aire! y de los oscuros vínculos tejidos en ellas por los señoritos de siempre; de nuevos señoritos que compran las cosechas producidas por el sudor ajeno a un precio abusivo, seguros de que será aceptado como último asidero para seguir malviviendo por quienes les odian y reverencian a la vez.
También de esos nuevos dominadores, que nacen a su sombra, como esas plantas que se aprovechan del manto preparado por los árboles; vampiros de la necesidad ajena, hija de la falta de horizontes y del deseo de escapar hacia una nueva vida. Explotadores sexuales de jóvenes ingenuas, que son el desencadenante de la trama de la película.
De quienes tratan de salir del juego mercando con drogas y construyen un nuevo círculo que, inevitablemente, forma intersecciones con los otros juegos de poder: guardia civil, policía, señoritos, intermediarios y proxenetas chantajistas.
Terciopelo Azul y sobre todo Twin Peaks desfilaron ante las pupilas de nuestra memoria. 
¡Que grande Lynch! exclamamos, y pedimos otras dos copitas de vino de naranja.
Discutimos sobre si el pájaro y el caballo eran más lynchianos o europeos, tirando a Buñuel; si el peinado del policía reciclado de la político-social era demasiado tópico o si lo perdonábamos por lo bien que le sentaba.


Alzamos las espadas porque la persecución nocturna por los canales entre el chrysler del policía y el dyane 6 del asesino para mí fue una pequeña maravilla, mas para él nada tenía que hacer ante las persecuciones de coches que rueda Hollywood. Así que pedimos otros dos y brindamos por las fidelidades y traiciones de la pareja de policías. Uno mujeriego, mentiroso, facha engominado y heredero del hacer de la dictadura. El otro, ejemplo de los nuevos modos, ha pactado con la prensa amarilla y se ha mostrado brutal al tratar con sospechosos. Los dos llevan un bigote muy parecido.
Otro vino más y la isla comenzó a transformarse en barco mínimo.

22 de febrero de 2015

Huellas


No hay caminante con visión privilegiada ni olfato seguro; maleza y podredumbre ocultan un camino inexistente que espera ser abierto. Cualquier viaje, también el interior, lo es entre la niebla, aunque algunos días el sol sea radiante.
El viajero que lo inventa necesita, tanto como nosotros escucharlo, relatar los horizontes perseguidos. Días de huida y también de fiesta; noches de insomnio y otras breves como caricias.
Odiseo simboliza un doble viaje, el exterior, poblado de aventuras, peligros, y el interior, existencial, de autoconstrucción. Mas para que exista cualquiera de ellos, el viajero ha de permanecer identificable a pesar de su metamorfosis, como ya nos mostró el viejo Aristóteles al atreverse a explicar el cambio.
¿Qué otra cosa nos permite reconocer a un humano sino las huellas de su pasado? Sin las marcas que identifican al viajero su relato no sería sino un cuento inventado por un extraño, por alguien que carece de identidad. Nada podría ofrecernos, salvo un pasatiempo.
También Odiseo necesita mostrar sus huellas credenciales, pues gracias a ellos podrá su relato ser su historia y le permitirá afrontar el retorno, transformado por el tiempo y la ausencia.
Penélope, la espectadora inteligente de lo narrado, puede entender la vuelta del extraño viajero y apropiarse su historia, porque nace de un pasado común.
Sabe, además, que reconocer sus cicatrices permite abrir heridas nuevas, romper el círculo monótono tejido de día y destejido de noche, para trazar un futuro compartido.

29 de enero de 2015

Paisaje




El paisaje implica espacio, un espacio donde estamos inmersos y, por tanto, articulados en una relación mutua que nos absorbe. Ante un cuadro, una fotografía o una ventana -no deja de ser un cuadro hiperrealista- somos espectadores, seres ajenos con el poder de desconectar, porque se trata de una representación. Frente a la parcialidad de la mirada, el paisaje obliga la totalidad de nuestros sentidos, y también nuestra sensibilidad entera. Su contemplación exige una participación inmersa, “las perspectivas se multiplican, el paisaje entra a través de todos los sentidos en la subjetividad, y la relación cognoscitiva adquiere una multidimensionalidad simultánea ...” decía Luis Cencillo en el año 1971.

Teniendo que estar dentro, no habrá paisaje si no lo contemplamos como espectáculo, si no resultamos, a la vez, ajenos a ese espacio que nos implica. Actores y espectadores a un mismo tiempo, si no queremos dar paso bien a su representación gráfica, -pictórica, fotográfica o cinética- bien a su desaparición -cerrados los ojos de espectador, la mirada estética-.

El horizonte, elemento necesario de esta inmersión parcial, implica el viaje como condición de su renovación y perpetuación. Siempre estático, perennemente esquivo, perseguimos su lejana hermosura, y en este acto, resulta tan modificado como puesto a salvo. La distancia que separa fondo estático y aproximación imperfecta, alumbra la perspectiva, forzosamente cambiante, transitada por el semiactor, semiespectador que lo construye.

Un último elemento cierra esta trinidad, es la duración del proceso. Deteniéndose y haciendo surgir las figuras en cada pausa, la mirada construye el camino infinito hacia el fondo. Y con esta obligada dilatación se trama, en la urdimbre espacial, la realidad existencial de todo paisaje.