7 de marzo de 2021

Mercado educativo


Hace tiempo que nuestro mundo, cada vez más globalizado, se puso las gafas del reduccionismo economicista y ve la realidad, sea la social o la personal, del color de las transacciones económicas. El reduccionismo se duplica al calarse la visera del modelo económico de mercado, cuya sombra se nos vende como la única capaz de proteger la mirada.

Este modo de abordar la realidad no solo impide una adecuada visión de la misma, sino que además la altera y transforma desde sus creencias, las cuales nunca ha justificado.

Cuando esta mirada economicista recae sobre la eduación, la reduce a una relación mercantil en la cual tan solo algunos ciudadanos, los alumnos y sus padres, son clientes del sistema educativo producido y ofertado por el estado. No solo impide que entendamos el papel que esta desempeña en la sociedad y su función en el proceso socializador del humano, sino que pervierte el funcionamiento del sistema educativo en su conjunto, al pretender regirlo por las leyes del mercado.

Todo buen empresario quiere vender y puesto que el cliente siempre lleva la razón, nuestros dirigentes buscan hacer su producto atractivo para la clientela cediendo sistemáticamente en dos áreas: las demandas, como la de más días lectivos (asimilados a días de cuidado de hijos), y los problemas, como el del fracaso escolar (asimilado con el número de suspensos y, por causa de estos, con la repetición de curso).

Nuestras autoridades educativas, culpan reiteradamente a los docentes y les imputan toda responsabilidad respecto a ambas áreas. Actuando como esos jefes que siempre culpabilizan a sus subalternos para así dejar a salvo su autoridad y competencia.

De este modo generan un enfrentamiento entre empleados/vendedores, papel al cual reducen a los docentes, y usuarios/consumidores, papel al cual reducen a padres y alumnos, que pervierte las relaciones dentro de la escuela. Así, la dinámica docente/estudiante se envuelve con una hostilidad que se extiende también a la dinámica docente/padres y, en la misma lógica mercantilista, se prolonga en una creciente judicialización, como si de un conflicto de intereses se tratase. La relación maestro/alumno, ayudados ambos por los padres, no encaja en la perspectiva economicista.

No consideran si las demandas competen al estado, como tampoco analizan si los problemas realmente son tales. El temor a dar una mala imagen como gestores de la empresa se lo impide, y ceden ante cualquier demanda respaldada por asociaciones de padres o por grupos de poder, especialmente si viene jaleada por los medios de comunicación. Ello impide el análisis de las causas y la búsqueda de las soluciones para los  problemas reales. La racionalidad y la conveniencia de lo demandado para el conjunto de la sociedad, pasan a segundo plano ante el ruido mediático que perjudica al negocio educativo.

Estas gafas y esta visera ocultan la necesaria función de la educación para el conjunto de la sociedad, no sólo para quienes en el presente son padres con hijos estudiantes. Hacen olvidar que la formación es diferente de la titulación y, para colmo, reducen la escuela a un negocio de venta de títulos: el de primaria, e.s.o., bachillerato, grados profesionales y universitarios, hasta los de postgrado, con el título rey, el del master (no resulta extraño que más de uno lo adquiera de modo fraudulento, quien sabe con qué oculto pago).

La educación presenta una riqueza tan grande, una complejidad de factores, actores y objetivos, además de una importancia tan decisiva para la sociedad, que no puede entenderse ni practicarse desde la miope visión economicista.