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8 de noviembre de 2018

Yokai, una representación del miedo

Cuando las historias que relatan nuestros miedos ancestrales son ilustradas, se alumbran extraños pobladores de la noche que acaban siendo figuras canónicas con el paso del tiempo. Tal sucedió en Japón entre los siglos XV y XVI con el gran rollo horizontal del Desfile nocturno de los cien demonios, atribuido a Tosa Mitsunobu. Se trata de las primeras representaciones gráficas del universo fantástico japonés, que ha marcado su iconografía del miedo hasta nuestros días.
El rollo nos muestra en primer lugar demonios y ogros muy similares a los que encontramos en nuestra cultura, de forma humana con cuernos en la cabeza, dientes afilados y garras amenazantes, los oni. Los siguen criaturas fantásticas de diversas formas, la mayoría animales, pero también los hay medio humanos medio animales, o solamente humanos con marcadas deformidades, los yokai. Por último aparecen objetos cotidianos que han adquirido autonomía, los tsukumogami. El rollo se cierra con los rayos del sol disolviendo el fantasmagórico desfile.
Si el clima marca a sus habitantes, como señala Tetsuro Watsuji, entonces Japón, una tierra de clima subtropical húmedo con grandes zonas monzónicas, configurará un tipo de humano para el cual la naturaleza resulte tan benigna como maléfica, pero siempre necesaria. Si añadimos el sintoismo dominante en las tierras del sol naciente, no resultará extraño que sus miedos sigan proyectándose ante todo en seres naturales, especialmente animales, aunque corra ya el siglo XVI. Lobos, perros, mapaches, gatos, comadrejas y serpientes, deformes para potenciar sus poderes y humanizados en sus comportamientos, como muestran sus vestimentas, desfilan en la noche junto a otros demonios mitad animal, mitad humano.
En nuestra cultura también se ha dado la mezcla de humano y animal, pensemos en los minotauros, centauros, licántropos, sirenas, mujeres pantera, e incluso sus versiones benignas como el hombre araña o la mujer gato. Tanto en oriente como en occidente son la manifestación de una constante que se remonta a mitos paleolíticos de todo el planeta: el humano amplía su poder gracias al animal, considerado un ser superior a nosotros.

Llama la atención en este Desfile nocturno de los cien demonios y en los muchos rollos posteriores que bebieron de él -claros antecedentes de los actuales manga- la falta de truculencia y explicitud en las acciones de sus pavorosos habitantes. Tan sólo una imagen mostraba un demonio devorando a un humano, pero sin sangre ni casquería. Esta pulcra representación potencia más los miedos, pues el impacto de la explicitud es fugaz y enseguida da paso a la costumbre y al cansancio, como sucede en la iconografía occidental del miedo desde los años setenta del pasado siglo, especialmente en el cine. El manga, el anime y el cine de miedo nipones siguen siendo más pulcros y certeros que sus equivalentes occidentales, por ello son inquietantes y perturbadores en lugar de previsiblemente asustadores.
Cuando su aspecto los dota de una ambivalencia que permite considerarlos tiernos y adorables, sin dejar por ello de ser peligrosos, los yokai pasan a ser kawaii, animales deformes y temibles, pero adorables a la vez. Este paso me ha permitido ver con nuevos ojos algunos anime que han sido populares entre nosotros como Pokémon y Digimon, y me han ayudado a entender el origen de iconos del cine occidental como los Gremlins.
Una tierra rodeada por el mar, con lluvia copiosa buena parte del año, salpicada de ríos y lagos, ha de tener un cuidado extremo con los kappa, monstruosas criaturas de agua, que acechan cotidianamente. Entre nosotros tenemos las sirenas, el Kraken o esa monstruosa ballena llamada Leviatán, surgidos a partir de la navegación marítima, pero también en lagos y rios como la Hidra y las ondinas.

El miedo a lo cercano representado en el Desfile alcanza incluso los objetos domésticos de uso cotidiano, sobre todo si tienen muchos años. La religión tradicional japonesa es el Sintoismo, en el cual encontramos un marcado animismo que va más allá de la naturaleza, sus criaturas y todas sus fuerzas, hasta los objetos inanimados, que no dejan de ser hijos de una naturaleza manipulada por manos humanas o sobrenaturales. Cuando la vida de estos objetos se torna amenazadora, por el mal uso, el abandono o su gran longevidad, se transforman en un nuevo tipo de criatura terrible, los tsukumogami. En este último grupo encuentro una terrible plasmación del miedo que es infrecuente en occidente, no sólo en las fechas del Desfile, sino ahora mismo. Estos objetos inanimados destruyen la normalidad constituida de lo cotidiano transformándola en monstruosidad. Si buena parte de los seres que hacen habitable y cómoda la vida se tornan extraños, e incluso peligrosos, el caos comienza a adueñarse de nuestra realidad y el cosmos se torna en pesadilla. ¿Acaso puede concebirse un miedo mayor?

Gracias a la Academia de Bellas Artes de San Fernando y a la Fundación Japón por habernos mostrado esta cara del miedo en la exposición Yokai, iconografía de lo fantástico.

20 de febrero de 2013

Bestias del sur salvaje


El primer largometraje de Benh Zeitlin resultará extraño, incluso incómodo, al espectador globalmente correcto, porque plantea una diferente manera de enfrentar el mundo y la vida cotidiana, alejada de los domesticados relatos que saturan nuestros cines. Forzadamente podría incluirse dentro del género de películas sobre catástrofes, mas la crudeza de su historia y la naturalidad con la cual es encajada por sus protagonistas, la hacen escapar de los esquemas de estos dramas. Por otro lado, el trabajo de unos actores no profesionales, especialmente el de la niña que interpreta la protagonista, le aporta una frescura inusual.
Paso por alto algunos pensamientos en off, demasiado ecointelectuales, que adolecen de un exceso de racionalización, sobre todo para una niña pequeña, y me quedo con las breves descripciones de su mundo, realizadas con unas poderosas imágenes, bien hermanadas con la música. Imágenes que narran una historia de amor y apego al espacio, convertido en el verdadero centro de la historia. Fuente de sustento, de comunicación, de crecimiento y articulación de la vida entera, una vida en construcción, como la de Hushpuppy, así se llama la protagonista.
El universo espacial de “La Bañera”, en los bayous de Louisiana, construye una historia -la de una niña de seis años- tan dura como hermosa, alejada de estereotipos habituales, pero que ha de hacernos reflexionar sobre nuestra ligazón con el espacio poblado, tan desapercibida casi siempre.
Espacios dotados de una poética incomparablemente más intensa que la de Bachelard, porque son vividos y habitados voluntariamente hasta las últimas consecuencias, incluida la de ser efímeros.
He visto en la película un caso práctico de las ideas de Tetsuro Watsuji y su Antropología del espacio, donde se rompe con la hegemonía de lo temporal a la hora de explicar al ser humano, proponiendo que somos espacio.
Un cuento filosófico, imprescindible, para ilustrar mejor la comprensión de lo que somos.