13 de mayo de 2020

El niño del cuento

Recuerdo haber leído con alguna de mis hijas un libro infantil en él que una madre, cuando sus hijos no se portaban bien o no querían hacer sus tareas, los amenazaba con un terrible “o si no …”
- Haz tu cama, o si no …
- Cómete la verdura, o si no …
- Cepíllate los dientes, o si no …
Lo cierto es que, leído como padre, el cuento era un tentador manual que me ofrecía el ejemplo de una astuta madre, tan eficaz como cruel al tratar a sus hijos. En cambio, supuse, para un niño que lo leyese por su cuenta era una fuente de alivio, al comprobar que su madre lo amenazaba con castigos conocidos, casi siempre los mismos, a diferencia de la malvada del cuento.
La madre no les decía lo qué vendría después, no desvelaba nunca la consecuencia del incumplimiento, lo dejaba abierto. Ahí, justamente, radicaba lo temible de su amenaza y lo eficaz de la misma.
La inconcreción de las consecuencias hacía brotar en sus hijos los miedos más ocultos, los fantasmas más temidos, los castigos más detestados, proyectándolos de golpe hacia el futuro próximo, que se tornaba constante fuente de angustia.
Así me siento, temeroso ante los más oscuros y tronantes nubarrones. Dábamos por sentado un futuro con todos sus imponderables, naturalmente, que siguen estando presentes, pero a ellos se suma ahora una insondable incertidumbre. Mis viejas creencias se descomponen, las he puesto entre paréntesis, y no puedo imaginar el, hasta ahora, predecible rumbo del mundo.
Los efectos temibles de esta pandemia, como los miedos del niño, no salen de la nada, en realidad ya estaban ahí, pero ocultos, sometidos al amistoso transcurrir de lo esperable. El paisaje que esperaba encontrar al levantar la vista se ha cubierto por la niebla, no puedo ver más allá. Es la irrupción de lo inesperado, no de lo imposible, ni de lo imprevisible, sino de lo inesperado, la fuente constante de mi actual miedo.
No puedo correr hasta mi madre, deshacer mis ojos en su regazo, mostrarle un sincero arrepentimiento. El daño ya está hecho. Solo queda buscar cuál ha sido la desobediencia, para tratar de no seguir repitiéndola, si es posible todavía.

1 de mayo de 2020

Trabajo-pereza

No tiene mucho sentido celebrar el Día del Trabajo. ¿Quién es ese señor, ese tal Trabajo?
La palabra trabajo es la sustantivización de una acción, una actividad propia del ser humano que nos ha permitido continuar como especie sobre el planeta y en tal sentido no es buena ni mala, no es un derecho ni una obligación impuesta, es, sencillamente, imprescindible, como lo es el respirar.
Sin embargo esta necesaria actividad humana suele ser entendida como una actividad remunerada que sirve como medio para vivir, o sobrevivir, en la sociedad actual. Quien realiza esta acción de trabajar se llama trabajadora o trabajador y por eso el 1º de mayo no debe ser llamado día del Trabajo sino día de la Trabajadora y el Trabajador.
Desde esta segunda perspectiva, los trabajadores constituyen una clase y es la lucha de tal clase por reivindicar una retribución justa y unas condiciones dignas para su actividad lo que el 1º de mayo celebramos.
Sin embargo, quiero reivindicar aquí otro punto de vista, que mire bajo el horizonte de la justicia y dignidad laboral para cuestionarla.
Un cubano de nacimiento, casado con Laura Marx, la segunda hija de Karl (las tres hijas de Marx son figuras tristes, como los tigres del trabalenguas. Hubieron de habitar eclipsadas vital y emocionalmente en un mundo de varones, fueron además ocultadas intelectualmente por la enorme sombra de su padre, y en el caso de Laura también por la de su marido. Sin embargo tanto su producción intelectual como su activismo político son dignos de estudio, pero esta es otra cuestión). Un cubano, decía, llamado Paul Lafargue en su obra de 1880 “El derecho a la pereza” puede abrirnos nuevos horizontes:

Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de las naciones donde domina la civilización capitalista....esta locura es el amor al trabajo.
La imposición legal del trabajo es demasiado penosa, exige demasiada violencia y hace demasiado ruido; el hambre, por el contrario, es no solo una presión apacible, silenciosa, incesante, sino que, en tanto el móvil más natural del trabajo y la industria, provoca los esfuerzos más poderosos.

Hoy para muchos no es el hambre, que también, sino la hipoteca, el coche, las vacaciones... la razón que empuja a reivindicar el trabajo como un derecho y una necesidad. Se lucha por un trabajo digno en lugar de un trabajo necesario y en consecuencia la vida de los trabajadores y del planeta entero se resiente, enferma, resulta amenazada. 
 
Los filósofos, los economistas burgueses,... todos han entonado sus cánticos nauseabundos en honor al dios Progreso, el hijo primogénito del Trabajo.

Esta pareja de dogmas propios de nuestra época son el objetivo verdadero del combate que nos libere y permita la continuidad del planeta, pero parecemos seguir ciegos ante el problema. 
No se trata de un capricho, sino de un mandato divino: Jehová, el dios barbado y huraño, dio a sus adoradores el supremo ejemplo de pereza ideal; después de seis día de trabajo descansó por toda la eternidad.
Nunca una orden, siendo tan dulce, fue tan desobedecida. Empecemos a cumplirla de una vez.