21 de febrero de 2021

Pandemia educativa (3ª parte)


El crecimiento desmesurado de las urbes en las sociedades del siglo XX y del XXI, está eliminando los espacios de socialización entre pares. Fuera de occidente esta hipertrofia no va unida a la obsesión por la seguridad y el control de los hijos, permitiendo espacios de libertad, aunque también de peligro múltiple. Pero cuando confluyen los dos factores, como sucede en occidente y en nuestro páis, la necesaria parte de la socialización que ha de darse entre iguales queda seriamente alterada, y produce enormes distorsiones en el funcionamiento del sistema educativo.

Cuando los espacios de libertad y contacto desaparecen por el crecimiento de las ciudades y el consiguiente aumento de las distancias físicas, que provoca un gran volumen de tráfico rodado.

Cuando las facilidades para cuidar a los hijos no existen, y la llamada conciliación familiar para los padres trabajadores es una necesidad cuya satisfacción el estado pospone indefinidamente.

Cuando la disminución, casi desaparición, del control social da carta de impunidad a conductas antisociales en adolescentes y no contribuye a socializar a los niños.

Cuando las redes sociales se anteponen al contacto físico, no solo de los niños y adolescentes, sino incluso de lo mismos padres.

Cuando todo esto sucede, las necesidades buscan camino para su satisfacción y lo han encontrado, más allá del breve tiempo de los recreos, en las aulas de colegios, institutos e incluso de facultades universitarias. (En estas últimas por el progresivo retardo de la maduración socioafectiva)

Si no hay otros espacios y otros tiempos para el necesario contacto, para el encuentro, las aulas se convierten en el nuevo lugar de socialización entre pares, necesario para que se construyan como seres sociales de carne y hueso.

Lo vemos en su deseo de acudir cada mañana al centro educativo y ser cuantos más mejor en cada aula para disfrutar de verdad, para estar vivos.

Lo vemos en sus comportamientos espontáneos ajenos a la necesidad de distancia social, y a la frialdad del no contacto, aunque estemos en plena pandemia.

Lo vemos en los padres que, incluso teletrabajando en muchos casos, necesitan a sus hijos en la escuela porque así son mucho más llevaderos en casa.

Y lo vemos en las medidas políticas, que priman la promoción de cada curso y el porcentaje de aprobados sobre la formación y el aprendizaje. No tratan de construir ciudadanos, sino de ahorrar una partida dedicada a la conciliación.

Lo vemos en unos padres doblemente engañados -y autoengañados- al tener a sus hijos recogidos y al ver los buenos resultados que obtienen.

14 de febrero de 2021

Pandemia y educación (2ª parte)

Otra verdad que aflora es la falta de interes por la educación de nuestras autoridades, que disimulan cada vez más a duras penas. No es extraño si tenemos en cuenta que la política lleva años profesionalizada (como señaló Max Weber hace ya más de un siglo hablando de la burocratización social y los tipos de político) y quien ha abrazado este oficio no quiere ir al paro, sino seguir ocupando cargos.

El político profesional piensa a cuatro años vista y las inversiones educativas no se lucen a tan corto plazo.

Esta falta de interés se une a la confianza en la maquinaria del estado y su inercial funcionamiento. Nuestros políticos de oficio dan por sentada la rutinaria marcha de las ruedas burocráticas, sin reparar en ello siquiera, y cuando alguna se avería, a menudo por simple falta de mantenimiento, la parchean improvisadamente.

En el caso de la educación hay que añadir el generoso y voluntario trabajo que la mayoría de los docentes realizan, muy por encima del que su función administrativa exige.

¿Por qué siguió funcionando el sistema educativo entre marzo y junio de 2020, los meses del Estado de Alarma? No fue por la preocupación y el buen obrar del Ministerio, ni de las Consejerías de Educación, sino por la tarea de los docentes. Sus casas convertidas en aulas, su tiempo abierto a dudas y consultas en jornadas interminables, sus propios medios materiales a disposición de la enseñanza, ordenadores, conexiones a internet, teléfonos, espacios, calefacciones, electricidad ... Todo ello a cambio de ingratitud y burla por parte de unos políticos que juegan a enfrentarlos con los padres y la sociedad, dando una imagen tal falsa como irreal de su labor.

También señaló Max Weber que en los estados modernos es el funcionariado, y no los políticos, quien hace que este marche, quien mantiene girando las ruedas de las instituciones. Hemos visto lo mismo en sanidad durante el estado de alarma, la cual ha seguido funcionando a pesar de las actuaciones políticas.

Este desinterés por la educación ha llegado a su paroxismo al considerar la absoluta necesidad de tener abiertos los centros escolares, al menos entre la infantil y el bachillerato, no por lo que puedan aprender ni por la formación que vayan a recibir los alumnos, sino para tenerlos cuidados, recogidos, custodiados. Liberando así a los padres para que puedan trabajar, teletrabajar en muchos casos, sin preocuparse de sus hijos.

Lo que lleva años gestándose, la enseñanza-guardería, se ha mostrado a las claras gracias al covid-19. Educar es caro, no se luce a cuatro años y además es inutil. Con tener recogidos a los niños y entretenidos a los adolescentes y jóvenes -sin que suspendan demasiado para contentar a sus padres- es suficiente. Para qué van a preocuparse de más nuestros gobernantes si han aceptado que nuestro país sea un macrocomplejo turístico. En el Spanish resort ¿quién necesita otra cosa sino gente simpática, con gracejo, dedicada a la hosteleria y la restauración?