Nos
empujan hacia precipicios a los que nos prohíben caer. Instalados en
la corrección de una sociedad neurótica y neurotizante que guarda
no poca relación con la vivida por Joseph Roth.
Vi
la adaptación al cine que hizo Ermanno Olmi de La leyenda del
santo bebedor y un amigo me habló del relato, que compré
enseguida, y me mostró un paisaje que no ha dejado de seducirme
desde aquel momento. El paisaje de Roth, judío de entreguerras en el
gran imperio Austrohúngaro, al que siempre estuvo sentimentalmente
ligado, al que defendió durante la gran guerra. Tímidamente, mas
¿quién conoce la fuerza de los miedos ajenos? si aun la de los
propios nos sorprende.
Peregrino
forzado en el occidente europeo tras el auge del nazismo, acabó sus
días en los cafés de París, unos meses antes de estallar la
segunda parte de la guerra mundial, enredado entre nostalgias de un
mundo perdido y copas de absenta. La cirrosis le privó del final de
su compañera, perdida en el revés de la esquizofrenia, suprimida
por las leyes de la aktion T4 y el de su familia, un campo de
concentración.
Poco
antes, escribe este relato en el que nos habla de sí mismo, porque
Andreas, su protagonista, es el propio Roth. Venido del este y
convertido en un clochard borracho. A pesar de no tener recursos
económicos, de que su amor perdido fue la causa de su ruina y
siempre ha sido irrecuperable, porque nunca fue suya, Andreas
conserva intactos, sin embargo, fidelidad y compromiso. Tanto en el
propósito de restituir el dinero milagrosamente recibido, como en la
defensa de la mujer amada. Roth, su alter ego, tolerado por su
talento, y el disimulo de su condición judía, dentro de un imperio
que nunca fue suyo y al cual permaneció fiel, hasta se convertirse
al catolicismo y militar en organizaciones trasnochadas, que
propugnaban el resurgir imperial de la casa de Habsburgo.
Dóciles
a la mano que los maltrata, hado caprichoso que los ha arrastrado a
su consciente ruina física y social, apestada de vapores anisados y
alientos dulzones, en breves noches sin luces del alba. Empeñados en
cumplir un deber que saben imposible; erróneos supervivientes
abocados a su inevitable autodestrucción. Andreas abandona la sala
de cine ante el benévolo giro argumental que salva al protagonista,
condenado a perecer. Roth no puede sino luchar, conociendo de
antemano su derrota, como Carl
Joseph al final de La
marcha Radetzky.
No pueden sino aceptar
una única salvación, un único milagro que proviene del alcohol.
Andreas
acepta el primer milagro consciente de la complejidad y el riesgo de
hacerlo. «Porque no hay nada a lo que más fácilmente se acostumbre
una persona que a los milagros, cuando los ha conocido una, dos, tres
veces. Sí, la naturaleza del hombre le lleva a enfadarse cuando no
obtiene de forma continuada lo que parece haberle prometido un azar
casual y pasajero.»
Roth,
igualmente desea la sonrisa de un hado al que hemos caído en gracia,
aunque sea por breve tiempo y la encuentra, por última vez, entre
bebidas y amigos. Primero por ojos de Andreas en una mesa del café
Tournon y por los suyos luego, víctima de un delirium tremens.
«Así
soy realmente: maligno, borracho, pero lúcido.»
Escribió de sí mismo al pie del improvisado retrato con dos copas
de absenta y un sifón, una noche, como tantas, salvada por el
alcohol.
Monárquicos
de la restauración y revolucionarios antifascistas lo acompañaron,
entre pugnas de rabinos y sacerdotes católicos por oficiar la
ceremonia de un entierro que resultó su último y burlón milagro.
Juegos
de bebedores con final feliz, tanto, que empujan el deseo de otro
bebedor:
«Denos
Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte»
concluía Carlos Barral en el prólogo a la edición de Anagrama.
Hoy
no puedo recomendar este libro sin resultar sospechoso, irresponsable
fomentador de hábitos nocivos para la salud, que suponen un alto
coste económico a nuestra sociedad. Argumento ya viejo, tanto al
menos como las leyes de eutanasia forzosa en la Alemania de los años
treinta.
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