La
sociedad futura descrita por Orwel en 1984 se apoya en un sutil
mecanismo psíquico, el doblepensar. Saber, por ejemplo, que algo es
mentira y sin embargo actuar como si fuese verdad, hasta las últimas
consecuencias. Saberlo y luchar incluso porque esta situación se
perpetúe.
Más
allá de inalcanzables uvas que, por eso mismo, nunca estarán
maduras. Más allá del resentimiento, agudamente señalado por
Nietzsche, que no sólo envuelve lo deseado imposible de lograr, sino
que lo reviste de negativa carga moral y religiosa: primero lo torna
vicio, después pecado.
Más
allá todavía, el zorro humano es capaz también de ignorar, de
poner entre paréntesis, de ocultar, descalificar, ver como lo que no
es, o no ver siquiera, la realidad ante nosotros … pero sin
destruirla.
Luis
Cencillo llamaba negatividad
a esta característica del animal humano. Los demás, si pueden,
destruyen aquello que les estorba o amenaza y, si no pueden, huyen.
Nosotros, somos el único animal capaz de negar.
Por
eso el emperador y sus súbditos veían un traje que sabían
inexistente. Es el mismo mecanismo contemplado en el espejo, la
afirmación de lo inexistente.
¿Vivir
instalados en la mentira? En Mapa a las estrellas (maps to
the stars) Cronenberg nos ofrece un despiadado relato de cómo
ello es posible.
Asistimos
a la crítica feroz de un paraíso de cartón piedra, objeto del
deseo de tantos como son presos de sus brillos postizos. La escena
que marca el nivel de glamour interior de la fábrica de sueños
nos muestra a la protagonista en la taza del váter, dialogando con
su asistenta, presa de incómodas flatulencias.
Mas
no debemos quedarnos en la cruda visión que la película ofrece de
Hollywood, no es tanto un mapa de las estrellas, sino a las
estrellas. Aunque resulta ser un mapa negativo, que descarta un
camino y advierte de algunas sirenas que hemos de burlar: el
relumbrón del star system, en realidad tremendo fuego fatuo y
fétido.
Mapa
que, como en casi toda su obra, ha de pasar por la carne, una de las
obsesiones de Cronenberg. Desde la hija con horribles quemaduras en
su cuerpo, que oculta pero conserva con cuidado; la actriz en
declive, víctima de abusos en su propia familia y que no hace sino
somatizar; personajes apresados por la droga, víctimas de la
anorexia; absurdos psicomasajes ofrecen una farsa a la carne, que se
venga adueñándose genitalmente en una limusina del sucedáneo de su
deseo; hasta los modos de matar, apasionados y sucios, brutales.
Carne lacerada, ajena y propia a la vez. Sin redención posible, los
personajes de esta farsa están condenados a repetir un aciago
destino, heredado de sus padres, que abre la película hacia lo
griego con una doble referencia. Primero al núcleo de la tragedia,
con la irremediable construcción de aquello a lo cual pretenden
escapar. Segundo, a figuras de carne mutilada, por su propia mano o
por ajena, como Edipo, Orfeo, Prometeo o Antígona; sin piedad alguna
hacia ellas, ni siquiera tras su muerte, como Polinices.
El
cine, constructor de espejismos, desvelado como espejismo poblado por
carne irredenta e irredimible, instalada en la comodidad de una
mentira alimentada desde nuestros ojos, los ojos del espectador.
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