No es difícil encontrarse con
filósofos difuntos en el cine, en la oscuridad de las salas se
sienten más a gusto que en las aulas donde se les venera. Esta
semana sorprendí a Kierkegaard atusándose el pelo ensimismado,
mientras contemplaba La gran belleza.
No había leído, ni me había comentado ningún amigo nada sobre ella, pero el afiche de la película me atraía sin yo saber la causa y me alegré de haberme dejado llevar por él.
No había leído, ni me había comentado ningún amigo nada sobre ella, pero el afiche de la película me atraía sin yo saber la causa y me alegré de haberme dejado llevar por él.
Paolo Sorrentino, el director, ha sido
valiente atreviéndose a ir más allá de Roma y La dolce
vita, rindiéndoles un auténtico homenaje con su película.
Fellini está presente pero, a diferencia de los remakes que suelen
dejar en ridículo a su director, es Sorrentino quien firma con voz
propia la obra.
Son varias las lecturas que pueden
hacerse de este canto a la hermosura, pero la presencia de Soren en
la sala me obliga a contaros esta.
Entre otras muchas, se trata de una
alabanza y un funeral del modo de vida estético. Jep Gambardella es
don Juan, el prototipo de esta vida, preocupado por alcanzar y
mantener una belleza sensible y sensual representada en el cuerpo de
la mujer y en la ciudad de Roma. Apegado al placer sensible de cada
conquista particular, condenada de antemano a ser efímera. Es el
estadio de una belleza que, como la nada (de la cual nos habla Jep)
es pura pose fugaz, que se escapa entre los dedos dejando un poso
amargo.
En una secuencia Jep parece querer
dejar de ser don Juan para ser un marido, es decir, para saltar a una
vida situada en el estadio ético. Su relación con Ramona, su
intención de volver a escribir y las lágrimas que en el funeral
derrama (por su propia vida, no por el difunto), parecen convencernos
de que ha llegado a la desesperación de quien no sabe sino esperar,
pero es consciente a la vez de que nada llegará. Sin embrago, el paso
no se produce y el continuo giro sobre un hermoso vacío se perpetúa.
El estadio religioso ha sido desterrado
por la propia iglesia, como criticó el viejo Soren a la jerarquía
danesa y nos muestra Sorrentino mediante un acertadísimo cardenal
romano, preocupado por la gastronomía y su condición de papable, y
el continuo desfile de monjas de toda calaña.
Y sin embargo, lo tremendo, lo que nos
hace empatizar con el contenido de la película, aunque no nos
identifiquemos con tal desfile de bellas fatuidades, es su condición
de metáfora y resumen de la vieja Europa, de occidente entero. El
patético faunario de viejos resistiéndose a envejecer y a mudar,
refugiados en la perpetuación egocéntrica del vacío, somos
nosotros, quienes ocupamos las butacas. Por eso Kierkegaard se
atusaba continuamente el pelo, para distraer las lágrimas de sus
ojos.
2 comentarios:
¡Qué interesante parece la película tal como la describes¡ Gracias por esta magnífica reseña y por tu invitación a verla. David
Me ha parecido una de las películas imprescindibles de los últimos años.
Si tienes ocasión no te la pierdas.
Gracias David y ...
salud
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