2 de octubre de 2018

Españas (2)

Esta explicación va más allá de lo español, me diréis, sirviendo para cualquier ser humano, y no puedo sino daros la razón. Aunque todo problema humano es singular, entre ellos pueden verse claros paralelismos y similitudes, los cuales pasamos por alto justamente porque el de España es el nuestro, es nuestro problema concreto. No se si podrá resolverse, pero sí que su comprensión pasa por esta cura de humildad, la cual exige verlo como una consecuencia de las características de nuestra especie, y en concreto de las que fue generando la andadura del humano occidental.
Del predominio de afectos ancestrales, que anteponen a todo la supervivencia propia, nace el egoísmo, el sadismo, la agresividad hacia el ajeno, e incluso hacia el propio cuando la circunstancia me plantea la alternativa. Mas junto a estos afectos hay otros igual de ancestrales que nos empujan hacia los demás, y son la fuente del altruismo, el amor y el cuidado hacia el próximo, llegando también a extenderse hasta el ajeno. En el camino hacia este último, es decir, la extensión de la fraternidad hasta dar lugar a los derechos humanos, han jugado un papel decisivo tanto la aparición de la racionalidad nacida en Grecia, como el ecumenismo de la religión judeocristiana.
Los afectos egoístas dan lugar a una tendencia a la supervivencia en el sentido más directo e inmediato, incapaz de ver más allá aun a costa del “pan para hoy y hambre para mañana.” Concretados por el desarrollo singular de nuestra sociedad, han dado lugar a esa falta de comprensión de lo común, es decir, lo de todos, tan frecuente entre nosotros y que sería la característica principal de una de las Españas.
Una España no entiende cómo lo público, es decir, algo “de nadie”, debe ser considerado y tratado como lo que es mío, pues lo estima tierra baldía que tan sólo sirve para ser esquilmada de un modo u otro. De ahí nace la apropiación del espacio público, que va desde colgar mis lazos, del color que sean, exhibir mis símbolos, poner mí música a todo volumen, tirar mi basura o los excrementos de mi perro, hasta adueñarme de parte de ese espacio convirtiéndolo “legalmente” en mi propiedad. Entre los dos extremos podéis tropezar con una multitud de modos que siempre tienen en común la concepción de lo público como un maná milagroso a mi servicio.
El mi puede abrirse, incluyendo primero a los míos, es decir, los que son sangre de mi sangre, la familia, y segundo a los nuestros, los de mi clan o tribu -la pestilente plaga de los cotarros y cofradías, la llamaba Unamuno a finales del XIX-. Esta España proyecta su miopía para lo común sobre el resto de los humanos, según el viejo refrán “cree el ladrón que son todos de su misma condición”. Para ella no aprovecharse de lo público es una conducta de tontos ingenuos.
Los grupos enfrentados políticamente cierran filas ante quienes son de fuera de mi pueblo, o de mi nación y los convierten en chivos expiatorios para salvar a los nuestros, y así regresar a su enfrentamiento una vez las aguas vuelven a su cauce. Ante los de mi sangre cae por tierra toda racionalidad, toda lógica y no queda en pie sino un sentimiento primitivo, entre la posesión y la defensa, ciego ante cualquier evidencia que muestre los errores o injusticias realizados por ellos. La ideología política se cambia cuando mi familia emparenta con otra más poderosa y los enfrentamientos enquistados desde hace siglos entre pueblos vecinos, o entre familias, siguen hoy llegando a las manos o a las armas.

5 comentarios:

Robin de los bosques dijo...

Quizá toda esa lógica y racionalidad sucumba ante la necesidad de una identidad. Necesitamos ser algo, alguien, de algún lado. Si para forjar una identidad tenemos que pasar por encima del respeto a los otros y a lo público, se hará.
A lo mejor el miedo que radica en el fondo es no ser o estar "en tierra de nadie".

M. A. Velasco León dijo...

Cierto, la necesidad de pertenencia es una constante y no se puede pasar por alto. El problema está en combinarla con la racionalidad y construir identidades que no sean devastadoras para quienes se sitúan fuera de ellas. No creo que la alternativa sea identidad o respeto.
Gracias por tu aportación.

Robin de los bosques dijo...

No, de hecho no debería haber alternativa al respeto.
El miedo o la necesidad de pertenencia, como muy bien dices, son terribles cuando construyen discursos racionales para legitimarse. Hay ejemplos en la historia no tan lejana.
Muy interesante tu punto de vista.

David Porcel Dieste dijo...

Eros y tánatos, Jekyll y Hyde, tú o yo, están sin duda ahí. Otra cosa, efectivamente, es lo que hagamos con ellos. ¿Dejamos a Hyde que haga de la suyas o no creamos laboratorios que lo despierten? El otro día leía de Jorge Semprún, en un contexto muy distinto, que la manera más efectiva para construir un marco político sólido que salvaguarde las identidades es reconociendo al enemigo. Sólo si lo calificamos de irracional y antidemocrático podremos alzar las armas de la racionalidad y la democracia para aplacarlo. Y es que sólo se camina por suelo reconocido. El problema, en efecto, es cuando pretendemos hacer castillos sin un suelo donde pisar.
Gracias por tan ilustradoras entradas.

M. A. Velasco León dijo...

Como dices, hay que pisar terreno firme siempre, para avanzar en el camino de las soluciones. Empezando por el suelo de considerar nuestros problemas con distancia, con frialdad. Lo mismo el identitario que cualquiera otro nacido de la convivencia social.
No creo que sean especialidades de nuestro pueblo el cainismo, la impulsividad, ni la irracionalidad. Como tampoco son nuestra exclusiva el coraje, el desinterés y el heroísmo. Seamos más humildes en la consideración de nuestros defectos para alumbrar el camino de su mejora y evitemos la autocomplacencia que tan sólo alimenta el orgullo.
Gracias a tí por tu comentario.