Estos
días encerrados las redes sociales están siendo tabla de salvación
para más de uno, a punto de ahogarse entre las paredes de su casa
transformada en piscina profunda, casi abisal. ¿Qué hubiese sido de
nosotros, de una parte del trabajo, de la educación, sin ellas?
¡Benditas
redes! que conectan y enlazan personas distantes, saltando por sus
nudos trenzados con impulsos eléctricos.
Y
sin embargo, no puedo evitar ver su otra cara, la de la red que
atrapa, bloquea y de la cual es imposible liberarse a no ser que la
cortes.
Más
allá de los efectos producidos por las redes sociales, como la
saturación que nos genera tamaño exceso de información, y en
consecuencia la desinformación práctica producida. No hay quien
fije la atención en medio de un torbellino de datos donde los
últimos van sentando groseramente sus posaderas sobre los
anteriores, sin otro ánimo que sobresalir, pero como el movimiento
es incesante, ocupar la cúspide es, a la fuerza, un momento tan
efímero como necesario. No busquemos otro criterio para establecer
una jerarquía, las noticias falsas son seguidas por cabales
artículos de opinión, noticias actuales o trasnochadas -pero con la
urgencia de quien cree haber descubierto América hace un rato-,
ingeniosos montajes, nuevos artículos que opinan lo contrario de los
anteriores, imágenes divertidas, otras de pésimo gusto, videos
ocurrentes, otros lacrimógenos, y los peores sin duda, los de
gatitos. Todos atropellados en el mismo grupo, pero ¿quién tiene un
solo grupo de wasape? Así que elevemos potencialmente este tropel
antedicho. Si Santos Discépolo, hace casi cien años, cantaba al
siglo veinte por ser cambalache que todo lo revolvía en un
sinsentido, ¡qué tango no nos regalaría ahora!
Más
allá de sus efectos, quería decir, no me gustan, ni wasap, ni
tuiter, ni instagran. Serán manías que el encierro hace aflorar,
pero, os lo confieso, soy oral y lo he sido siempre, cuando menos,
desde que mis recuerdos alcanzan.
Los
correos en cambio, ahí acertaron con el nombre, son como las cartas
postales pero sin el placer de chupar y fijar el sello con cuidado en
el sobre, y sin sus aromas tan diferentes: el que tenían las de los
fumadores y las de quienes se habían perfumado antes de escribir, el
de los sobres naranjas o el de aquellos con doble papel -el interior
gris oscuro- que celosamente preservaban su contenido, y el aroma
acre de los de luto, con su ribete continuo de tinta negra.
Los
correos quería decir, sí que me gustan, porque son conversación
escrita cuando la presencia resulta imposible. Conversación diferida
en la cual la espera supone un elemento imprescindible, que no
entenderá quien se haya habituado a la actual exigencia de
inmediatez a la que nos someten las redes. La espera supone una
actitud paciente, un grado de incertidumbre junto a otro de esperanza
y la simpar alegría de la llegada. Mitigado, desde luego, pues el
tiempo del proceso mecánico y humano desde el buzón, pasando por la
estafeta, los trenes … hasta el cartero con su robusta cartera de
cuero al costado, se ha sustituido por impulsos eléctricos desde una
máquina hasta otra, pero afortunadamente la mayoría de la gente
mira el correo tan sólo una vez al día o incluso menos.
Amo
la voz, sus inflexiones, su timbre, su variable volumen, sus dobleces
disimuladas y las intencionadas, sus problemas de dicción -tan
entrañables-, sus muletillas amigas, y sus silencios, sus poderosos
silencios. Algo de ello queda en los correos, pero nada encuentro en
las redes, empapadas de la sequedad de la imagen, del vacío de los
videos y la frialdad de los artículos. Amo la voz viva, esa que, yo
no se si será por miedo, es una proscrita en las redes sociales, que empujan a
dejar el teléfono sin sonido de llamada, no vaya a colarse y las enrede.