Una
vieja bicicleta estática, tras años en un rincón de mi casa
recordada tan solo por el trapo del polvo, que de cuando en cuando la
visita, se ha convertido ahora en lugar frecuentado por quienes
compartimos esta reclusión bajo el mismo techo.
¡No
habré pensado veces deshacerme de ella! y todas, ¿quien sabe si
por una oscura premonición? deseché mi propuesta.
Ahora
¿quién iba a imaginarlo? cada mañana me lleva a mi instituto y
cada tarde hasta pueblos conocidos cuyo camino no sea muy empinado.
Siento el viento en la cara, el olor de los pinos me asalta de vez en
cuando al doblar una curva, y el frescor de los barrancos me abraza
al cruzar los puentes.
Todo
ello al lado de la ventana, mientras mis ojos contemplan los
autobuses urbanos circulando vacíos con su ritmo monótono y los
semáforos dan paso a peatones invisibles. ¡Simulacros!, puros
simulacros, como la vieja bicicleta. Sin ruedas, sin dirección
posible en su rígido manillar, sin luces ni timbre.
Siempre
he amado el timbre de las bicicletas sobre cualquier otra de sus
partes, incluso sobre ellas mismas, ¿cómo no va a ser un simulacro?
Y
sin embargo, estos días me hace viajar y pensar.
Mantenga
las rutinas habituales dentro de lo posible, vístase, arréglese,
cuide los horarios, fije lugares de la casa para diferentes
actividades …
Vivimos
días simulados, que transcurren como si tuvieran ruedas y manillar
que gira, como si tuvieran timbre.
Pero
¿quién iba a imaginarlo? lisiada, amputada, y convertida en
maestra, en metáfora de la vida. Porque ahora veo con claridad que
vivir es simular y poco más, darse cuenta de ello. Porque veo
también que la diferencia entre hacer ejercicio cabalgando un trasto
insulso y pasear por lugares amados, donde caras amigas nos sonríen al pasar, depende de nuestra fuerza para simular.
Un
extraño sonido me hace salir del teclado, es el timbre de mi vieja
bicicleta.