Una
mano invisible agarra con fuerza el cuenco de palomitas y lo vacía
en tu asombrada boca. Pero si eres capaz de tragarlas, como el señor
que tenía un par de butacas por delante, una segunda mano te arroja
el vaso del refresco sobre la cabeza. O abandonas la sala o tienes
necesariamente que pensar, y hacerlo contra el cómodo transcurrir de
tus convicciones, contra lo acostumbrado en tu civilizada sociedad
del siglo XXI. Este es el efecto que te produce la visión de la
última película de Yorgos Lanthimos, El sacrificio de un ciervo
sagrado.
Su
anterior película, Langosta, fue coproducción internacional
de gran presupuesto y actores de fama (Colin Farrell y Rachel Weisz)
que lo sacó del cine griego. Temía que ésta, una producción
británico-irlandesa todavía más ambiciosa (con actrices de
relumbrón como Nicole Kidman y Alicia Silverstone), cortase sus alas
creativas, era inevitable. Mi temor se ha disipado; El sacrificio
de un ciervo sagrado es una bofetada a traición que te despierta
del trillado mundo audiovisual de las pantallas.
Visualmente
la película está filmada con planos arriesgados: la cámara sigue a
los actores desde lo alto y cuando toma primeros planos lo suele
hacer situada a la altura del vientre, de tus vísceras. La luz es
fría, incluso la de los exteriores, como fríos son los ambientes en
que transcurre, lo mismo da una casa, el hospital o la ciudad. La
interpretación es pretendidamente hierática, casi de autómatas,
incapaces de zambullirse en la acción que llevan a cabo, sea una
conversación vanal, hacer el amor o secuestrar a alguien. Nada de
ello es casual, comenzando por el efecto de situarte en un plano
mental desacostumbrado.
Una
figura clásica se esconde tras cada fotograma y, para darte pistas
están el título y el comentario de un profesor sobre el excelente
trabajo que la hija de los protagonistas hizo sobre el mito de
Ifigenia. Pero Lanthimos no se conforma con vestir al estilo del
siglo XIX esta vieja historia de su cultura griega -que también es
la tuya-, sino que la emplea para poner en cuestión tu presente. Más
allá de la racionalidad del principio de identidad y sobre todo, de
la moral tardocristiana vigente.
Los
protagonistas son una pareja de médicos, especialista en
oftalmología ella, y en cirugía cardíaca él, con dos hijos, varón
y hembra -la parejita-. Una de las aplicaciones científicas más
valoradas en occidente, la medicina y dentro de esta, la especialidad
reina, la cardiocirugía. Posición social y económica óptima, lo
que te parecen modelos envidiables de vida.
Y
sin embargo todo es frío en la película, desde la luz, hasta los
diálogos, pasando por las escenas de amor y sexo. Un frío universo
de autómatas que han de tener sus válvulas de escape ante tanta
perfección. Válvulas egoístas que aprecias en los cuatro
personajes, cada uno a su modo.
Y
una de ellas es la que lleva al cardiólogo, ese pequeño dios capaz
de arreglar la simbólica máquina de tu vida, a cometer un error que
acaba con la vida de un paciente. Ni legal, ni profesional, ni
socialmente tiene efectos negativos para él. Sin embargo, se produce
una consecuencia inesperada: Artemisa, en forma de culpa, y de
adolescente huérfano, surge como una fuerza imparable e
incomprensible desde la racional perfección de nuestra sociedad
tecnologizada. Culpa que atenaza al cirujano y le exige un
sacrificio, lo más parecido a la justicia. No a la social, la de
leyes y judicaturas, sino a la divina, que ha de ser forzosamente
humana. Nacida del mismo interior, de su frio y vacío interior
humano.
Y
esa culpa te muestra que, al menos, el protagonista todavía está
vivo. Aún no se ha convertido del todo en autómata, en zombi como
los que habitan en tu decadente cultura, que es también la mía.
Gracias
Yorgos por atreverte a hacer cine, a hacerme pensar.