10 de enero de 2018

El sacrificio de un ciervo sagrado


Una mano invisible agarra con fuerza el cuenco de palomitas y lo vacía en tu asombrada boca. Pero si eres capaz de tragarlas, como el señor que tenía un par de butacas por delante, una segunda mano te arroja el vaso del refresco sobre la cabeza. O abandonas la sala o tienes necesariamente que pensar, y hacerlo contra el cómodo transcurrir de tus convicciones, contra lo acostumbrado en tu civilizada sociedad del siglo XXI. Este es el efecto que te produce la visión de la última película de Yorgos Lanthimos, El sacrificio de un ciervo sagrado.
Su anterior película, Langosta, fue coproducción internacional de gran presupuesto y actores de fama (Colin Farrell y Rachel Weisz) que lo sacó del cine griego. Temía que ésta, una producción británico-irlandesa todavía más ambiciosa (con actrices de relumbrón como Nicole Kidman y Alicia Silverstone), cortase sus alas creativas, era inevitable. Mi temor se ha disipado; El sacrificio de un ciervo sagrado es una bofetada a traición que te despierta del trillado mundo audiovisual de las pantallas.
Visualmente la película está filmada con planos arriesgados: la cámara sigue a los actores desde lo alto y cuando toma primeros planos lo suele hacer situada a la altura del vientre, de tus vísceras. La luz es fría, incluso la de los exteriores, como fríos son los ambientes en que transcurre, lo mismo da una casa, el hospital o la ciudad. La interpretación es pretendidamente hierática, casi de autómatas, incapaces de zambullirse en la acción que llevan a cabo, sea una conversación vanal, hacer el amor o secuestrar a alguien. Nada de ello es casual, comenzando por el efecto de situarte en un plano mental desacostumbrado.
Una figura clásica se esconde tras cada fotograma y, para darte pistas están el título y el comentario de un profesor sobre el excelente trabajo que la hija de los protagonistas hizo sobre el mito de Ifigenia. Pero Lanthimos no se conforma con vestir al estilo del siglo XIX esta vieja historia de su cultura griega -que también es la tuya-, sino que la emplea para poner en cuestión tu presente. Más allá de la racionalidad del principio de identidad y sobre todo, de la moral tardocristiana vigente.
Los protagonistas son una pareja de médicos, especialista en oftalmología ella, y en cirugía cardíaca él, con dos hijos, varón y hembra -la parejita-. Una de las aplicaciones científicas más valoradas en occidente, la medicina y dentro de esta, la especialidad reina, la cardiocirugía. Posición social y económica óptima, lo que te parecen modelos envidiables de vida.
 
Y sin embargo todo es frío en la película, desde la luz, hasta los diálogos, pasando por las escenas de amor y sexo. Un frío universo de autómatas que han de tener sus válvulas de escape ante tanta perfección. Válvulas egoístas que aprecias en los cuatro personajes, cada uno a su modo.
Y una de ellas es la que lleva al cardiólogo, ese pequeño dios capaz de arreglar la simbólica máquina de tu vida, a cometer un error que acaba con la vida de un paciente. Ni legal, ni profesional, ni socialmente tiene efectos negativos para él. Sin embargo, se produce una consecuencia inesperada: Artemisa, en forma de culpa, y de adolescente huérfano, surge como una fuerza imparable e incomprensible desde la racional perfección de nuestra sociedad tecnologizada. Culpa que atenaza al cirujano y le exige un sacrificio, lo más parecido a la justicia. No a la social, la de leyes y judicaturas, sino a la divina, que ha de ser forzosamente humana. Nacida del mismo interior, de su frio y vacío interior humano.
Y esa culpa te muestra que, al menos, el protagonista todavía está vivo. Aún no se ha convertido del todo en autómata, en zombi como los que habitan en tu decadente cultura, que es también la mía.
Gracias Yorgos por atreverte a hacer cine, a hacerme pensar.

12 comentarios:

clara dijo...

Puedo levantar la mano en señal de aprobación y festejo por tu escrito, no puedo aplaudir porque desentonaría con la frialdad antipasional de la homenajeada cinta.

M. A. Velasco León dijo...

También puedes aplaudir gélidamente, estilo nórdico.

David Porcel Dieste dijo...

Muy interesante la reflexión que planteas. Desde que de adolescente vi Delitos y faltas, de nuestro querido Woody Allen (cuyo genio incombustible se continua en Wonder wheel), siempre me he preguntado si la culpa es hija de la cultura (de la Ley, con mayúsculas) o si, más bien, la cultura nace de la culpa. ¿Acaso la Ley no es ya suficiente sacrificio? Apunta alto la cinta. Habrá que verla. Gracias

M. A. Velasco León dijo...

Hay otra película de Woody que se centra por completo en la culpa, El sueño de Cassandra. La última no la he visto.
Creo que cultura y culpa van ligadas. Fuera de la primera no puede darse para el hombre la segunda, como no puede darse nada. ¿La Ley ha de necesitar de la culpa como de un efecto o nace para disminuir el riesgo de culpa? Por ello no hay cultura que carezca de Ley.
Recordemos al viejo Freud, y su Malestar en la cultura o Totem y tabú.
Salud

David Porcel Dieste dijo...

Estaba pensando en relatos fundacionales, como el Génesis: es la culpa (de ceder a la tentación, de desoír la Ley del Padre) la que hace aparecer la necesidad del esfuerzo, de la ley y de la cultura. En este caso, como en tantos otros metarrelatos, la cultura es hija de la culpa, de aquella culpa ancestral quizá despertada por el solo hecho de saberse existiendo.

M. A. Velasco León dijo...

Tal como yo lo entiendo: según esos relatos, es hija del pecado(según los mitos del origen del humano y su condición de mortal sufriente). La culpa viene después de cometer éste. EL primero es acción; la segunda, el sentimiento consiguiente. Acción que genera, en efecto, la separación de la animalidad, la aparición de la autoconciencia y con ella de la concienci moral y la culpa. Esta implica sus construcciones necesarias, como las que señalas (cultuar, ley...)

David Porcel Dieste dijo...

Cito a Safranski: "En la medida en que este árbol prohibido se halla entre los demás árboles, el conocimiento del bien y del mal ha sido concedido ya al hombre. Éste sabe, al menos, que es malo comer del árbol del conocimiento. Por tanto, ya antes de comer de él, ha sido conducido por la prohibición a la distinción entre el bien y el mal (...) el hombre no perdió su inocencia paradisíaca cuando comió del árbol del conocimiento, sino en el momento mismo en que se le hizo la prohibición." (El mal o el drama de la libertad)

David Porcel Dieste dijo...

La culpabilidad nace en el mismo momento en que con la primera prohibición se interpela a la libertad del hombre, y no tras el acto de desobediencia de éste. Pues el "No" prohibitivo de Dios suscita la libertad del hombre, se dirige a ella, queriéndola conducir, dando ya lugar por tanto a la obediencia y a la culpa, que ya adquieren significado.

M. A. Velasco León dijo...

EL "No" prohibitivo más que dirigirse a la libertad, la genera. Porque con la prohibición aparece la mala conciencia, es decir, la moral. La general ha de estar ya presente, cuando menos al nivel animal, pero esta segunda, que al desdoblarse se toma por objeto a sí misma -se convierte en juez y parte- es lo que construye la humanidad. Podemos decir que es todo un lote, un juego de implicaciones constructivas: sin conciencia segunda no es posible prohibición, ni desobediencia -o su contrario-, ni culpa.
Un par de libros de Jankélévitch vienen como anillo al dedo: " La mala conciencia" y "La paradoja de la moral"

David Porcel Dieste dijo...

Entiendo el "No" como una interpelación, como tal, presupone ya una relación de poder constituida entre un emisor y un receptor (no es por la prohibición por lo que se establecen las relaciones de poder, sino porque ya existen éstas puede darse la prohibición) No te hace padre el hecho de prohibir al hijo, sino que, más bien, porque eres padre, puedes prohibir al hijo. Que el receptor entienda el mensaje sólo puede significar que conoce su lugar y, por tanto, el lugar del Padre. Entiendo que hay un entramado significativo previo a la Prohibición, solo que, en efecto, esa prohibición primera nos sitúa en una disyuntiva que antes no existía, y por la que la desobediencia y la culpa cobran realidad y significado (la segunda consciencia a la que te refieres). Diríamos que el "No" es la primera manifestación del Padre, su primera afirmación. Decir "No" es como decir: "Que sepas que soy tu Padre", con lo que ello conlleva: que eres tú el hijo y que puedes ser un buen hijo o un mal hijo (que eres culpable si no cumples el mandato y obediente si lo cumples)... Pero todo este juego de implicaciones y significaciones se produce con anterioridad al acto mismo de desobediencia, quedando en segundo plano respecto a la cuestión del origen de la moral y la culpa. De hecho, el acto de desobediencia es, en este sentido, tan irrelevante que, en ocasiones, se comporta como una mera interpelación, en esta ocasión del hijo al padre: "Sé que soy tu hijo pero quiero que seas más mi padre", "desobedezco porque quiero que seas mi padre, que te preocupes por mí", etc.

M. A. Velasco León dijo...

¡Muy bien pensado! me ha gustado mucho la parte final. Pero tengo que discrepar en cuanto a que haya unas relaciones de poder previas entendidas en sentido humano. Si son las relaciones que se pueden establecer entre dos animales o entre un animal y su dueño, sí que me parecen posibles (e incluso necesarias) pero propiamente humanas no. Porque ya estaríamos en la situación posterior, ya estaríamos tratando con lo que somos en lugar de explicar su génesis. La prohibición, el "No", la desobediencia, la culpa son resultado de un nivel de conciencia y una capacidad simbólica que, de estar ausentes impedirían cualquier relación de poder: cualquier paternidad, cualquier deseo del hijo hacia su padre. Es decir, que en nosotros surgieron, a saber cómo, por qué y para qué (caso de haberlos)el simbolismo y la autoconciencia, cuyo precio fue la necesidad de lo que llamamos pecado y culpa. Es decir, la pérdida de la inocencia (que no se sabe tal, porque de lo contrario ya no sería inocencia).
Como en "2001 odisea del espacio" cuando el mono queda embelesado a la vez que asustado por el monolito. Lo de menos es lo que ha producido, lo de más es la conciencia de producirlo y la búsqueda de su sentido.
Que, al fin y al cabo, es lo que ahora mismo estamos haciendo nosotros.

David Porcel Dieste dijo...

De hecho, precisamente porque los entramados significativos son previos a cualquier relación humana, como la filial, también estarán presentes en las relaciones de poder. En cualquier caso, si los científicos todavía no saben cómo plantear la pregunta por el origen del universo, no ya sólo no responderla, imagina lo que ocurrirá con la cuestión del origen del lenguaje, cuando todavía no está claro qué es el lenguaje humano ni si se puede saber qué es el lenguaje humano.