No
hay caminante con visión privilegiada ni olfato seguro; maleza y
podredumbre ocultan un camino inexistente que espera ser abierto.
Cualquier viaje, también el interior, lo es entre la niebla, aunque
algunos días el sol sea radiante.
El
viajero que lo inventa necesita, tanto como nosotros escucharlo,
relatar los horizontes perseguidos. Días de huida y también de
fiesta; noches de insomnio y otras breves como caricias.
Odiseo
simboliza un doble viaje, el exterior, poblado de aventuras,
peligros, y el interior, existencial, de autoconstrucción. Mas para
que exista cualquiera de ellos, el viajero ha de permanecer
identificable a pesar de su metamorfosis, como ya nos mostró el
viejo Aristóteles al atreverse a explicar el cambio.
¿Qué
otra cosa nos permite reconocer a un humano sino las huellas de su
pasado? Sin las marcas que identifican al viajero su relato no sería
sino un cuento inventado por un extraño, por alguien que carece de
identidad. Nada podría ofrecernos, salvo un pasatiempo.
También
Odiseo necesita mostrar sus huellas credenciales, pues gracias a
ellos podrá su relato ser su historia y le permitirá afrontar el
retorno, transformado por el tiempo y la ausencia.
Penélope,
la espectadora inteligente de lo narrado, puede entender la vuelta
del extraño viajero y apropiarse su historia, porque nace de un
pasado común.
Sabe,
además, que reconocer sus cicatrices permite abrir heridas nuevas,
romper el círculo monótono tejido de día y destejido de noche,
para trazar un futuro compartido.