La costumbre de
simultanear varios libros de lectura tiene grandes ventajas, los
libros que me gustan duran más. Hago como los niños que dosifican
sus golosinas preferidas para alargar su fruicción, aun a costa de
hacerla menos explosiva. También pegas, porque los personajes y sus
historias no son puros, acaban influidos unos por otros al cohabitar
mi tiempo y mi espacio.
Uno de los libros recien
acabado es Sendero hacia la libertad, de Julián Escuer
Fustero (editado y prologado por Herminio Lafoz). Más de
cuatrocientas páginas escritas por un obrero del metal, agricultor
aficionado, mexicano nacido aragonés en 1917, en las que narra
recuerdos desde su infancia hasta su llegada a Veracruz (Méjico) en
1942. Testimonio de una época convulsa en nuestro país, la Segunda
República, la guerra civil y los primeros años de la dictadura.
Una mirada en primera
persona y a pie de calle, no desde la distancia de quien ocupa cargos
o maneja resortes de poder. Tampoco está mediada por la distancia
del observador, ya sea intelectual, historiador o periodista. Por
ello, la de Julián, resulta tan viva y próxima para cualquier
lector.
Libro necesario para
restaurar la microhistoria, la historia familiar, local, regional,
esa que resultó secuestrada por casi cuarenta años de silencio
impuesto, custodiado por el miedo. La que hemos debido reconstruir a
duras penas, incluso contra las instituciones “democráticas” de
nuestra actual España, gracias a testimonios como este.
Sorprendido en zona
“nacional” al estallar la guerra, inicia un periplo que lo lleva
desde Zaragoza hasta Barcelona y las baterías de la Costa Brava. El
fin de la guerra lo empuja a Francia, donde pasará por cuatro campos
de concentarción distintos, Saint Cyprian, Agde, Gurs y Septfonds,
hasta lograr llegar como trabajador a una fábrica de Saint Nazaire
para, desde allí, ser devuelto a España por los nazis. Salva la
vida y acaba recluido en el campo de concentración de Miranda de
Ebro, para ser enviado al Batallón disciplinario nº 1 de Punta
Carnero, en Gibraltar. Logra escapar y vía Zaragoza (el camino más
corto no es el más directo en una huida), cruza a Portugal, desde
donde logrará, ¡al fin! embarcar rumbo a Méjico.
Hay material, cuando
menos, para una gran película de aventuras. Una que cante las ganas
de vivir, la resolución y el ingenio humano para ir saliendo de
situaciones cada vez más complejas.
Uno de los rasgos más
notables de las memorias de Julián es que, a pesar de lo sufrido,
están gobernadas por unas ganas de vivir, y de hacerlo en libertad,
contagiosas. Un vitalismo optimista que reduce muchos de nuestros
actuales problemas al rango de fruslerías.
Pacifista, a partir de la
sin razón de nuestra guerra y sus consecuencias es capaz de
trascender la circunstancia y construir un alegato antibelicista y
antifanático de todo tipo:
“Esta maldita guerra
que dura ya más de dos años está dejando a España en la ruina
total. Ruina económica, ruina social y ruina moral en cada
individuo.¿Podrán volver a ser hombres esos inocentes que pelean
como fieras rabiosas, ante la disyuntiva de morir o matar? ¿Y esas
mujeres, casi niñas muchas de ellas, que se han entregado por unas
migajas de pan?, nunca olvidarán esta tragedia, pero, ¿podrán
vencer el trauma que esto les dejará? Los que, como yo, si tenemos
la suerte de que no nos toque la metralla, ¿cuántos años habrán
de pasar para que no nos atormenten los recuerdos?... ¿Quienes son
los culpables y por qué, sin pararse a mirar ni importarles las
consecuencias, nos lanzaron a esta catástrofe general? Esos
“quienes” no sienten remordimiento ni pena. Al contrario, son los
que en la retaguardia celebran los triunfos con fiestas, mientras en
los campos de batalla se recoge a los muertos y a los heridos.”
(pág. 187-188)