El nacionalismo del pobre, del
oprimido, el nacionalismo kurdo o el saharaui nos inspiran una
ternura comprensiva y pueden ser contemplados con benevolencia. Muy
otro es el sentimiento inspirado por el nacionalismo del rico, del
explotador, como el catalán o el vasco, que ha crecido sobre el
sudor del emigrante y las espaldas de unas estructuras injustas, que
le han otorgado beneficios para acallarlo y fomentar otro
nacionalismo, el español.
Entiendo al kurdo perseguido hasta ser
víctima de genocidio, al saharaui sin tierra ni nacionalidad, y
los entiendo porque más allá de querer una nación, se trata de
querer recuperar la dignidad humana, e incluso de algo más elemental
todavía, se trata de supervivencia física. No soy capaz de comprender al
vasco, ni al catalán, que apoyados sobre una situación de
superioridad, pretenden seguir incrementando sus ventajas. Por ello la
autodenominada izquierda nacionalista me parece una contradicción, puesto que emplea un doble rasero, el de la justicia para los míos a costa
de la explotación de quienes no lo son.
Que certeros fueron los anarquistas al
desenmascarar los ideales de patria, nación, independencia.
Soflamas, herramientas de dominio del patrón, a costa de
sufrimiento, incluso de guerra, para el trabajador que se deja
engañar por ellas.
Hoy, los nacionalismos europeos no son
sino herramientas al servicio de neocons y de la contrarevolución
del liberalismo económico que, bajo la tapadera de la crisis, deshace los logros que lo habían tornado más humano y retrocede hasta el inicio del capitalismo industrial. Mientras los
viejos estados-nación agonizan, por efecto de la globalización
económica y su usurpación del poder político, resulta una eficaz
maniobra de distracción dividir a los ciudadanos bajo pequeñas
banderas nacionales, desviando la mirada de sus auténticos
problemas.