Todo hábito nace con una
acción singular, sobre todo los placenteros, esos que algunos suelen
llamar vicios. Una fuerza secreta nos empuja a repetir y, sin
darnos cuenta, el mecanismo nos sujeta con sus raíces, haciendo de
nuestra inclinación manía. El instante singular de nuestra
compulsión suele pasarnos desapercibido; no puede ser de otro modo,
si queremos gozarlo plenamente. Y ese momento fugaz, el punto del
verdadero placer, ese que salva y compensa el resto de
circunstancias, es el que alimenta y hace engrosar la cadena.
El aroma del botellín de cerveza al quitar la chapa;
el del pastel al ser mordido, cuando penetra por la nariz a la
par que por la boca; la mirada ajena, entre admirada y envidiosa, cuando
llevamos un vestido nuevo; el crujido de la cáscara de las castañas bajo nuestros
pies; el aroma que desprende el interior de un coche nuevo; los nervios que acompañan la decisión
de la apuesta; el cosquilleo ...
Cada quien disfruta el
instante de sus placeres, el dueño absoluto del resorte que impulsa
irrefrenablemente nuestras repeticiones.