Cuando
una llamada telefónica interrumpía momentos de sosiego, como los de
la comida, los de buena mañana, o los de la noche, sólo podía
indicar tres posibilidades: una mala noticia, una buenísima o que
algún impertinente, carente de educación y modales, nos pedía un
favor. Servidor, será por mi natural, tendía a pensar en la primera
cuando en tales momentos el timbre me alarmaba. Las llamadas
superfluas eran raras porque cada una costaba dinero y no estábamos
para gastarlo en tonterías. Un trabajador podía descansar de su
jornada con sólo no descolgar el aparato o mandar a su hijo con la
consigna: “si es fulano di que no estoy en casa”. Situaciones de
difícil comprensión para los más jóvenes, pero añoradas por
quienes somos algo más mayores.
Con
las llamadas urbanas gratuitas, poco a poco, se pasó al triunfo de
la superfluidad. Llamábamos al vecino de arriba para quedar, en
lugar de acercarnos a su puerta; preguntábamos lo que ya nos habían
dicho y no habíamos atendido porque: ¡ya preguntaré, que es
gratis!. Y, lo peor, ya no había excusa para no llamar al jefe al
volver a casa, si este nos había buscado antes.
Los
mensajes de texto, mucho más baratos que las llamadas desde el
teléfono móvil, fueron cobrando cada vez más fuerza, pero fue la
aparición del wasap la que cambió nuestros hábitos y
disponibilidades ante el teléfono. Permite mandar texto, imágenes y
voz ¡de modo gratuito!, con tener una red a nuestra disposición no
necesitamos ni contratar datos móviles. Su resultado es la
generalizada grosería que padecemos: mandamos mensajes sin pudor
alguno a cualquier hora del día o de la noche, la inmensa mayoría
prescindibles, y para colmo ¡exigimos una inmediata respuesta!
Varias
consecuencias de esta nueva esclavitud voluntaria:
1ª.-
Hemos pasado de la situación de necesidad a la situación
de disponibilidad continua: de
la noticia urgente o el aviso necesario, que podía saltar
cualquier norma de oportunidad, hemos pasado a la obligación de
estar en perpetuo estado receptivo, so pena de sufrir riesgo de
exclusión social. No sólo nos tildan de antediluvianos si no
respondemos con celeridad, sino que vamos siendo relegados del grupo
correspondiente.
2ª.-
Paralelamente, el juego de la continua disponibilidad genera un ruido
perenne que elimina, en primer lugar, la capacidad de escucha:
la inmediatez de lo virtual y la saturación de
mensajes, imágenes, vídeos, no permite discernir lo importante de
lo urgente, ni lo superficial de lo necesario. El perpetuo estado de
oyente impide la menor escucha, el ruido camufla el mensaje que
realmente se está transmitiendo.
Ese
ruido suprime, en segundo lugar, la paciencia:
la velocidad de transmisión, la búsqueda de la instantaneidad
global de los mensajes, que parece aproximar emisor y receptor,
bloquea la capacidad de aburrimiento en la espera. El atender a la
repetición monótona de la ausencia de respuesta, acompañado por la
confianza en el súbito cambio, es decir la perseverante paciencia,
no tiene cabida en este flujo veloz.
Una
aplicación práctica y
cotidiana:
En
el terreno laboral y profesional, en demasiados casos el “siempre
conectados” ha supesto de hecho un “siempre vigilados” y
“siempre esclavizados” por el jefe, la empresa, el trabajo. No es
un servicio, ni un detalle amable que se nos ofrezcan correos
corporativos o móviles de empresa. “Enslaving
people” es el lema oculto de este
mundo interconectado.
Y
una sospecha:
¿por
qué tanta gente, especialmente adolescentes y jóvenes, prefiere
mandar mensajes antes que llamar? Tal vez porque hablar asusta, al
generar un contacto más personal, el de la voz, que parece dar
miedo. La pantalla impone una separación que la voz, penetrando en
nuestro interior, en nuestra misma cabeza, anula. Los ya viejos
recordamos cómo poníamos mentalmente la voz de quien las escribía
a las cartas de los próximos. Aquí parece darse el movimiento
contrario. El “connecting
people”, tal vez supone
un “disconnecting
people” puesto
que interpone una barrera, una distancia impersonal entre quienes se
relacionan. A pesar de lo cual la relación sigue siendo necesaria,
como muestra, por ejemplo, que los alumnos de cualquier edad estén
deseando ir a clase. No es para escuchar al profesor, sino para
establecer una relación tan necesaria como estorbada por sus redes
sociales y el flujo aislador de las grandes ciudades.