29 de octubre de 2017

Conectados

Cuando una llamada telefónica interrumpía momentos de sosiego, como los de la comida, los de buena mañana, o los de la noche, sólo podía indicar tres posibilidades: una mala noticia, una buenísima o que algún impertinente, carente de educación y modales, nos pedía un favor. Servidor, será por mi natural, tendía a pensar en la primera cuando en tales momentos el timbre me alarmaba. Las llamadas superfluas eran raras porque cada una costaba dinero y no estábamos para gastarlo en tonterías. Un trabajador podía descansar de su jornada con sólo no descolgar el aparato o mandar a su hijo con la consigna: “si es fulano di que no estoy en casa”. Situaciones de difícil comprensión para los más jóvenes, pero añoradas por quienes somos algo más mayores.
Con las llamadas urbanas gratuitas, poco a poco, se pasó al triunfo de la superfluidad. Llamábamos al vecino de arriba para quedar, en lugar de acercarnos a su puerta; preguntábamos lo que ya nos habían dicho y no habíamos atendido porque: ¡ya preguntaré, que es gratis!. Y, lo peor, ya no había excusa para no llamar al jefe al volver a casa, si este nos había buscado antes.
Los mensajes de texto, mucho más baratos que las llamadas desde el teléfono móvil, fueron cobrando cada vez más fuerza, pero fue la aparición del wasap la que cambió nuestros hábitos y disponibilidades ante el teléfono. Permite mandar texto, imágenes y voz ¡de modo gratuito!, con tener una red a nuestra disposición no necesitamos ni contratar datos móviles. Su resultado es la generalizada grosería que padecemos: mandamos mensajes sin pudor alguno a cualquier hora del día o de la noche, la inmensa mayoría prescindibles, y para colmo ¡exigimos una inmediata respuesta!
Varias consecuencias de esta nueva esclavitud voluntaria:
1ª.- Hemos pasado de la situación de necesidad a la situación de disponibilidad continua: de la noticia urgente o el aviso necesario, que podía saltar cualquier norma de oportunidad, hemos pasado a la obligación de estar en perpetuo estado receptivo, so pena de sufrir riesgo de exclusión social. No sólo nos tildan de antediluvianos si no respondemos con celeridad, sino que vamos siendo relegados del grupo correspondiente.
2ª.- Paralelamente, el juego de la continua disponibilidad genera un ruido perenne que elimina, en primer lugar, la capacidad de escucha: la inmediatez de lo virtual y la saturación de mensajes, imágenes, vídeos, no permite discernir lo importante de lo urgente, ni lo superficial de lo necesario. El perpetuo estado de oyente impide la menor escucha, el ruido camufla el mensaje que realmente se está transmitiendo.
Ese ruido suprime, en segundo lugar, la paciencia: la velocidad de transmisión, la búsqueda de la instantaneidad global de los mensajes, que parece aproximar emisor y receptor, bloquea la capacidad de aburrimiento en la espera. El atender a la repetición monótona de la ausencia de respuesta, acompañado por la confianza en el súbito cambio, es decir la perseverante paciencia, no tiene cabida en este flujo veloz.
Una aplicación práctica y cotidiana:
En el terreno laboral y profesional, en demasiados casos el “siempre conectados” ha supesto de hecho un “siempre vigilados” y “siempre esclavizados” por el jefe, la empresa, el trabajo. No es un servicio, ni un detalle amable que se nos ofrezcan correos corporativos o móviles de empresa. “Enslaving people” es el lema oculto de este mundo interconectado.
Y una sospecha:
¿por qué tanta gente, especialmente adolescentes y jóvenes, prefiere mandar mensajes antes que llamar? Tal vez porque hablar asusta, al generar un contacto más personal, el de la voz, que parece dar miedo. La pantalla impone una separación que la voz, penetrando en nuestro interior, en nuestra misma cabeza, anula. Los ya viejos recordamos cómo poníamos mentalmente la voz de quien las escribía a las cartas de los próximos. Aquí parece darse el movimiento contrario. El “connecting people”, tal vez supone un “disconnecting people” puesto que interpone una barrera, una distancia impersonal entre quienes se relacionan. A pesar de lo cual la relación sigue siendo necesaria, como muestra, por ejemplo, que los alumnos de cualquier edad estén deseando ir a clase. No es para escuchar al profesor, sino para establecer una relación tan necesaria como estorbada por sus redes sociales y el flujo aislador de las grandes ciudades.