En
el surgimiento filogenético de las lenguas, y con ellas de los
mitos, se fueron atravesando varios momentos: inicialmente, el género
homo fue elevándose lenta y progresivamente respecto al nivel de
conciencia del resto de los simios, y nuestra especie, frente a las
demás ramas de homínidos, comenzó a despegarse de la vivencia
inmediata, aunque de manera
limitada todavía, debido a la ausencia de una lengua con la cual
articular y dar sentido a este nuevo modo de vivenciarse.
Tal
despegue cristalizó en un momento de elemental representación de su
vivencia, el de la formalización
mágico-ritual.
En él, como describe Cencillo, el humano comenzó
a escenificar dramáticamente las vivencias experimentadas como
relevantes y a darles expresión mediante gestos y mímica. Estas
dramatizaciones se acompañaban de sonidos nacidos de nuestros
órganos fonadores, con lo cual, se fue acostumbrando
a repetir unos sonidos constantes, compartidos por la comunidad y
empleados en la representación de dichas vivencias. Este debió ser
el origen hablado de las lenguas. De hecho, en el siglo veinte
todavía se han conocido lenguas del África subsahariana en las
cuales el significado de los signos sonoros se completa mediante
gestos y posturas. Restos simplificados de rituales ancestrales,
necesarios para dar sentido pleno a la realidad.
En
el momento siguiente se fue gestando el simbolismo mítico: el
humano, a partir del habla primitiva, fue construyendo y dominando la
técnica del símbolo, el cual va más allá de lo inmanente de la
dramatización gestual, dando lugar a un mecanismo representacional
apoyado en imágenes objetivas. No quiere ello decir que los gestos,
movimientos y ritmos desapareciesen, sino que ahora se les añadía
una nueva dimensión, la simbólica.
Hablamos
aquí de imágenes objetivas en un doble sentido, el primero por
separarse del gesto y el mimo, constituyendo una auténtica
representación mental. El segundo, contrapuesto a subjetivo, al
referir la representación a una serie de realidades naturales que
adquieren un significado que las sobrepasa, convirtiéndose así en
genuinas imágenes simbólicas. El oso, el ciervo, la serpiente, el
águila, el jaguar, el sol, el rayo, el fuego, el agua, el monte, la
cueva … ya no eran su mera realidad natural, sino que representaban
la fuerza, la comida, la caza, el peligro, la muerte, la vida …
despertando poco a poco en nuestra especie una reflexión sobre la
realidad y su modo de habitarla. Por supuesto, no era un pensamiento
conceptual, el cual no había surgido todavía, sino una reflexión
afectiva y simpática con la vivencia y los actores en ella
implicados. Por tanto, el simbolismo originario, inseparable de lo
sensible, fue poco a poco ampliándose desde los rituales corporales,
todavía inmanentes, hasta seres naturales como los indicados, los
cuales quedaban investidos de significado transempírico.
Las
lenguas son resultado de este proceso simbolizador y debieron ir
construyéndose a lo largo de estos dos últimos momentos, brotando
tanto de las formalizaciones mágico-rituales como de la
simbolización mítica. Con el paso del tiempo, el acúmulo de
experiencias cada vez más ricas y complejas (pues se enlazaban con
símbolos que las trascendían), iba
cambiando la realidad de las nuevas generaciones, que ya se
encontraban un suelo más tramado sobre el cual seguir construyendo
la realidad humana. Sin duda ambos momentos fueron
extraordinariamente lentos en su gestación y en ellos se construyó
el mecanismo simbolizador, la principal herramienta adaptativa del
homo sapiens, forjadora de nuestra identidad específica.
Lévi-Strauss
estableció un paralelismo entre los mitos y las lenguas, siendo los
mitemas
las unidades mínimas de significado que funcionan como las de un
sistema lingüístico. Por eso el mito es una reflexión simbólica
indisoluble de la lengua hablada pero afectiva y simpática, no
conceptual, que parte desde las imágenes sensibles y construye un
significado profundo de la vivencia de lo real, el cual se entendió
como transempírico, oculto tras la intrascendente cotidianidad.