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1 de mayo de 2020

Trabajo-pereza

No tiene mucho sentido celebrar el Día del Trabajo. ¿Quién es ese señor, ese tal Trabajo?
La palabra trabajo es la sustantivización de una acción, una actividad propia del ser humano que nos ha permitido continuar como especie sobre el planeta y en tal sentido no es buena ni mala, no es un derecho ni una obligación impuesta, es, sencillamente, imprescindible, como lo es el respirar.
Sin embargo esta necesaria actividad humana suele ser entendida como una actividad remunerada que sirve como medio para vivir, o sobrevivir, en la sociedad actual. Quien realiza esta acción de trabajar se llama trabajadora o trabajador y por eso el 1º de mayo no debe ser llamado día del Trabajo sino día de la Trabajadora y el Trabajador.
Desde esta segunda perspectiva, los trabajadores constituyen una clase y es la lucha de tal clase por reivindicar una retribución justa y unas condiciones dignas para su actividad lo que el 1º de mayo celebramos.
Sin embargo, quiero reivindicar aquí otro punto de vista, que mire bajo el horizonte de la justicia y dignidad laboral para cuestionarla.
Un cubano de nacimiento, casado con Laura Marx, la segunda hija de Karl (las tres hijas de Marx son figuras tristes, como los tigres del trabalenguas. Hubieron de habitar eclipsadas vital y emocionalmente en un mundo de varones, fueron además ocultadas intelectualmente por la enorme sombra de su padre, y en el caso de Laura también por la de su marido. Sin embargo tanto su producción intelectual como su activismo político son dignos de estudio, pero esta es otra cuestión). Un cubano, decía, llamado Paul Lafargue en su obra de 1880 “El derecho a la pereza” puede abrirnos nuevos horizontes:

Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de las naciones donde domina la civilización capitalista....esta locura es el amor al trabajo.
La imposición legal del trabajo es demasiado penosa, exige demasiada violencia y hace demasiado ruido; el hambre, por el contrario, es no solo una presión apacible, silenciosa, incesante, sino que, en tanto el móvil más natural del trabajo y la industria, provoca los esfuerzos más poderosos.

Hoy para muchos no es el hambre, que también, sino la hipoteca, el coche, las vacaciones... la razón que empuja a reivindicar el trabajo como un derecho y una necesidad. Se lucha por un trabajo digno en lugar de un trabajo necesario y en consecuencia la vida de los trabajadores y del planeta entero se resiente, enferma, resulta amenazada. 
 
Los filósofos, los economistas burgueses,... todos han entonado sus cánticos nauseabundos en honor al dios Progreso, el hijo primogénito del Trabajo.

Esta pareja de dogmas propios de nuestra época son el objetivo verdadero del combate que nos libere y permita la continuidad del planeta, pero parecemos seguir ciegos ante el problema. 
No se trata de un capricho, sino de un mandato divino: Jehová, el dios barbado y huraño, dio a sus adoradores el supremo ejemplo de pereza ideal; después de seis día de trabajo descansó por toda la eternidad.
Nunca una orden, siendo tan dulce, fue tan desobedecida. Empecemos a cumplirla de una vez.

29 de septiembre de 2014

El congreso

 ¿Podemos calificar de engaño a una vida volcada en lo virtual? Habitada por seres ficticios convertidos en modelo y objeto de deseo, e incluso de amor. Formar parte de una realidad que no existe sino en la propia imaginación, pero es la que hemos preferido, ¿resulta un modo de alienación? Son algunas de las preguntas que El congreso, de Ari Folman, me ha suscitado. La apuesta formal es valiente, con dos partes separadas por la puesta en escena, la primera con actores reales y la segunda donde domina la animación. No sólo la forma, sino también la temática, comenzando por el relato de Stanisław Lem, Congreso de futurología, en que se inspira, se aventura fuera de las convenciones de Hollywood.
A primera vista la película es el sueño de un friki que quiere construir una realidad virtual a la carta. Y lo es, tanto como una reflexión sobre el cine mismo, una mirada crítica hacia la industria y los grandes productores. El malicioso nombre de estudios “Miramount” resulta incluso demasiado patente. También crítica, aunque más benévola, hacia el papel de actores y representantes. Harvey Keitel borda su personaje, desvelando la ambigua relación entre actriz y representante. Ambos nos ofrecen una secuencia memorable tanto a nivel visual, como interpretativa y conceptual. Se trata de la digitalización de la actriz con el fin de perennizarla en su maduro esplendor, sin necesidad de cirugías ni retoques, haciéndola pasar a otro plano de realidad, el virtual. Plano que, paradójicamente, ya es el habitado por cualquier actriz o actor, mas con la inevitable erosión temporal.
Ella, Robin Wright se interpreta a sí misma, produciendo un desdoblamiento entre personaje y actriz, entre realidad y ficción, nuevamente. ¿Dónde comienza una y acaba la otra?, ¿en cuál preferimos habitar?, si es que somos capaces de saber en cuál de ellos nos encontramos. Y este es el tema principal de toda la película, inevitablemente unido al problema de la libertad, y no el de las tortuosas relaciones entre lo digital y lo real, dominante en el relato de Lem (aunque en este no deja de ser una buena excusa para criticar el totalitarismo soviético).
En una secuencia la hija de Robin dice que el tecnofatalismo no conduce a ninguna parte, pero Folman parece inclinarse hacia él en su película. Y sin embargo está construyendo un mundo de sicodelia manga, un homenaje lisérgico a una serie de personajes que van desde los años veinte del siglo pasado, hasta el presente. Desde Betty Boop, pasando por actores, directores (el homenaje a Kubrick y su Dr Strangelove) y géneros (en especial la ciencia ficción), hasta políticos, figuras religiosas y pintores como El Bosco. Al hacerlos desfilar por las escenas de animación y no por las rodadas con actores de carne y hueso, se nos está diciendo que han sido, y siguen siendo, tan reales como virtuales. Justamente reales porque han pasado a formar parte del universo de lo virtual. Cuando la realidad virtual encadena al humano, lo de menos es la primera, lo importante es saber cuál es el mecanismo que nos hace encadenables y averiguar si es inevitable.


He pasado por alto otra línea no menos importante, la trazada por Aaron, el hijo enfermo de la actriz, y la relación entre ambos, que nos introduce en el terreno de lo emocional. Trasciende los dos ámbitos en juego, lo físico y lo virtual, imponiéndose sobre ellos para conducir la acción a través, y más allá, de ambos. Madre e hijo se desplazan de uno a otro a lo largo de los ciento veinte minutos de la película, prefiriendo la realidad o la ficción, ya por libre decisión ya por condicionamientos. Y tan sólo la cometa roja, con la que juega Aaron, transita libre, ajena a las fronteras que nuestra razón construye entre ambos. Si la obra comienza con una escena donde el niño y su cometa infringen las reglas del mundo real, hacia el final, dentro del universo virtual, será nuevamente la cometa roja (el rojo no es color de la razón, sino de la sangre, de lo visceral, símbolo del subterráneo mundo de las emociones) el vehículo que enlaza ambos lados de las fronteras e insinúa una posible libertad. No importa el material de nuestras cadenas, sino si estamos, o no, encadenados y si cabe un margen de libertad más allá de la elección del tipo de atadura.
De la banda sonora me quedo con las dos canciones, una de Dylan y la otra de Leonard Cohen, que interpreta la misma Robin Wright (ya hizo sus pinitos cantando sólo con su guitarra en Forrest Gump).

12 de enero de 2014

La marca "hispánica"


No aguanto más los sermones referidos a la necesidad de cuidar y potenciar la marca España como medio importante en la salida de la crisis. En realidad no es sino otra estrategia para el engaño social a la que nuestros políticos recurren cuando no tienen otras cortinas de humo a mano. Lo mismo para acallar críticas fundamentadas, pues perjudican nuestra marca en el extranjero, que para justificar la creciente explotación laboral y social, pues hemos de ser una marca competitiva (dicho sea, baratita).
Capítulo aparte merecen las consideraciones patrióticas de todo signo. Que si España, esa entidad grande, libre y una, resulta ultrajada, devaluándola hasta la vulgaridad de marca comercial. Que si la idea está cargada de centralismo político, y en su lugar debería haber tantas marcas como identidades histéricas hay en la península.
De la marca España, no veo el problema urgente en “España”, sino en la “marca”. Estamos ante otra de esas palabras -expresión en este caso- que son un paso más en la construcción de una realidad aplastante desde la economía de mercado. Y contra esta dictadura mal disimulada, que nos contamina con una continua inoculación de jerga económicista, deberíamos estar luchando sin fatiga.
El colmo de esta perversión de la realidad es que se está haciendo tan zaborreramente y con tal miopía respecto a su inoportunidad, que la imagen de nuestra marca "España” a la vista de las noticias internacionales que protagonizamos día tras día, es sinónimo de fraude, chapuza, estafa y abuso. Vamos, ¡una marca de calidad!

10 de noviembre de 2013

El consumo me consume


Una de esas palabras que, con aire inocente, nos han ido envenenando es la palabra consumo, del verbo consumir y su inevitable derivado consumidor. Y lo han hecho disfrazadas de noble intención: cuidar de nuestros derechos, informarnos y protegernos en lo referido a las relaciones comerciales que todo ciudadano lleva a cabo habitualmente.
Primero se llama productos de consumo a lo que satisface necesidades, luego también a los caprichos y lo superfluo, para acabar hablando del consumo de bienes y servicios como la educación, la sanidad o la red de agua potable de nuestra ciudad.
Sin notarlo hemos sido desplazados desde la categoría de ciudadanos, habitantes de lo común, hasta la de consumidores, habitantes de lo privado. Se ha mercantilizado la relación con nuestros semejantes y con nuestro medio social; todas las relaciones humanas han resultado objeto de intercambio comercial, de consumo.
Apresados por la jerga de la economía de mercado, el mecanismo del hábito hace que se contaminen nuestras ideas y nuestros usos. Así, admitimos como normal lo que antes nos hubiese parecido intolerable o descabellado: se nos convierte en consumidores de servicios comunitarios como la educación, la sanidad o la administración de justicia. No se preocupa uno de educar a sus hijos y colaborar con la escuela, sino que consume educación; no participa en el tejido social de su barrio, ni de su ciudad, sino que consume bienes y servicios urbanos como el de basuras, alumbrado o alcantarillado.
Todo ello se hace desde la óptica de lo privado, porque el consumidor siempre es privado, en un mercado que también lo es, al cual acude para comprar bienes y servicios según sus necesidades y capacidad adquisitiva. Y esta perspectiva mental resulta ser el veneno para cualquier relación basada en un ideal ciudadano y comunitario.
Últimamente, bajo el escudo de “la crisis”, estamos presenciando el siguiente paso: como los bienes son escasos, parece lógico que el reparto no sea igualitario, sino regido por la libre oferta y demanda, único modo de volver a crecer y salir de esta situación. De la condición de ciudadanos fuimos desplazándonos a la de consumidores, como fase intermedia, para llegar por fin a la de siervos.
Nos dejamos engañar olvidando que un consumidor no es sino quien gasta, destruye, extingue, de manera que también lo consumido se convierte en producto necesariamente caduco, con independencia de si continúa desempeñando su función. Este carácter efímero de cualquier “bien de consumo” resulta devastador para el planeta, que no es ilimitado, y choca frontalmente con la noción de “consumo sostenible”, desenmascarándola. Al igual que el “consumo responsable” no son sino quimeras destructivas, cuya solución pasa por romper con la inercia y abandonar la contaminación implícita en el término mismo, consumo.
No somos consumidores sino humanos, ciudadanos que satisfacen necesidades junto a otros humanos, en un planeta habitado por seres vivos e inertes, con los cuales hemos de contar, puesto que se trata de la misma nave.
Cuando de pequeño hacía alguna trastada o me portaba mal, mi madre me decía que la consumía. He comprobado que la Academia sigue indicando entre los significados de consumir: “coloquialmente. Desazonar, apurar, afligir.” Por eso, el consumo me consume.

4 de septiembre de 2013

Democarcia y varietés


Hay cosas en la vida que, por más esperadas, no dejan de sorprender y alterar el estómago y el alma. Refugiarse en un pueblo perdido no es mal remedio, hasta que un buen día de agosto -uno ya no se acordaba- llegan las fiestas patronales.

Procesiones, verbenas, actividades gastronómicas y rondas no me apasionan, pero tienen su aquel. Lo malo es la nueva moda que estos últimos años sustituye la sesión de concierto para los abuelos, una actuación, digamos de “varietés”, que recuerda espantosamente los programas de la tv de mi infancia. Aquella indigerible mezcla de cantantes melódicos, chicas del ballet ligeras de ropa, contadores de chistes entre verdes y marrones, animadoras del público escapadas de revistas de los años 40 y algún número estilo magia borrás. Lo desazonante no es el espectáculo, sino que el público ¡con cura incluido! aplauda y se ría.
Estoy convencido, se trata de una estrategia programada, tal vez por alguna agencia de inteligencia, para adocenar la sociedad. Más peligrosa que el fútbol porque encanta especialmente a los abuelos, que son legión a la hora de votar. La sombra de Íñigo, José Luis Moreno, Valerio Lazarov, … esbirros al servicio del oscuro señor dinero, sigue rodeándonos.
Es descorazonador, pero mientras existan este tipo de programas, los mismos con la dictadura de Franco, con la UCD, el PSOE, el PP, y con las tv autonómicas, será imposible una verdadera democracia entre nosotros. Seguro.