...para no perder la forma.
25 de mayo de 2014
20 de mayo de 2014
El viaje de Ida
El mes pasado vi Ida de Pawel
Pawlikowski y le he dado varias vueltas desde entonces. Discreta, es
una de esas obras que gana con segundas miradas y despierta la
reflexión sosegada sobre la historia, el modo de narrarla, las capacidades de la imagen y el punto de vista.
Toda la obra es
una apuesta arriesgada, comenzando por un guión lineal,
carente de saltos temporales, elipsis, o empleo del espacio “en
off”, a primera vista se nos antoja cerrado y simple, pero al
digerirlo es rotundo y estructurado en varios niveles, que nos
permiten una lectura múltiple.
¿Cuánto tiempo es soportable la
traición a nuestras propias raíces? Las que necesitamos para seguir
vivos. ¿Hasta dónde se puede colaborar con el olvido programado y
la amnesia interesada? Cuando el pasado llama a la puerta con el
rostro de nuestros seres más queridos y más negados.
Wanda, una juez bien instalada en el
partido comunista polaco de los años 60 del pasado siglo tropieza de
golpe con estas preguntas, ocultadas en la niebla de sus cigarrillos,
disimuladas entre vapores etílicos y pegajoso sudor ajeno.
La repentina aparición de su única
familia, Anna, una sobrina a punto de hacer sus votos en un convento,
será el catalizador de un pasado tercamente empeñado en no
desaparecer, ni de su vida, ni de una Polonia que, aprovechando la
ocupación nazi, se reveló egoístamente antisemita.
Desde ese momento, un viaje callado
hacia la identidad de las dos mujeres, se abre entre bosques nevados,
aldeas perdidas y ciudades provincianas. Deuda para la tía y pasmado
asombro para su sobrina Anna, que se descubrirá como Ida, una niña
judía.
El pago de su doble deuda no libera a
Wanda, al contrario, la enfrenta al que tal vez fuera el más grave
problema de la Polonia de la guerra fría, el mortal aburrimiento que
invadía incluso el paisaje nevado. “La conciencia aburrida muere
lentamente de aerofagia: cuando el tedio la deja a solas con su
destino le descubre, al mismo tiempo, su estrechez y su vana
hinchazón; el peso de la existencia sólo era soportable cuando la
sociedad, la acción y la renovación de las sensaciones nos la
hacían imperceptible.” Nos advierte Jankélévitch.
No voy a desvelar quién vencerá,
Anna o Ida, el narcótico de la fe o el del pequeño lujo de Wanda,
es decir, si es más soportable el aburrimiento extramuros o el del
patio conventual. Tendréis que verla.
Rodada en blanco y negro, con una
fotografía casi fija, sin apenas movimientos de cámara, sin
recurrir al plano-contraplano, y casi sin primeros planos. Encuadres
cuidadosamente estudiados y construidos, en los que destaca la
pequeñez de la figura humana, atenuada por un espacio que la supera
amplia y verticalmente. A ello contribuye su formato 4:3, ahora en
desuso ante el panorámico. Según avanza el guión la figura humana
crece y la cámara llega a moverse, informando del desarrollo
personal y las dudas de la protagonista.
Los escasos diálogos y el empleo
diegético de la música consiguen potenciar tanto las palabras como
las seleccionadas melodías que se escuchan dentro de la película,
pero sobre todo contribuyen a que sean las imágenes quienes evoquen,
despierten la curiosidad y el sentido, sin caer en un discurso verbal
redundante para explicar situaciones y contextos.
Los ecos de Dreyer, Murnau y Bresson
envuelven, pero no ahogan, esta obra en la que Pawlikowski
ha logrado una delicadeza y rotundidad inusuales en el cine actual.
2 de mayo de 2014
Respuestas y Preguntas
La pregunta es una opción, determinarse por una dirección desconocida y explorarla.
La respuesta, por contra, es un lugar en sombra bajo donde sentarse y calmar nuestro miedo adolescente.
Preguntas y respuestas obedecen a dos actitudes vitales divergentes, cuya raíz se hunde en nuestros afectos y emociones, más allá de la razón.
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