“La
vida lo pondrá en su sitio”, “La vida pone a cada uno en su
lugar”. ¿Quién no ha escuchado estas frases a quien toma una
decisión que evita un aparente perjuicio para alguien? Por ejemplo,
para un alumno al cual hay que evaluar negativamente, sobre todo si
esa calificación implica repetir curso. El razonamiento resulta
convincente: la vida es una señora estricta y justa a quién tarde o
temprano todos hemos de enfrentarnos, ¿quién soy yo para apropiarme
de su labor? Como ventajas añadidas, la vida está facilitando mis
obligaciones presentes, evitándome problemas de conciencia, e
incluso librándome de trastornos burocrático-administrativos (como
una reclamación).
Gracias
a la señora Vida puedo ir a mi casa satisfecho y conciliar un
sueño tranquilo. ¡Todo es miel sobre hojuelas! Lástima que el
menor roce sufrido por esta plácida superficie me descubre una
realidad muy otra: no existe tal señora, como tampoco el sitio de
cada uno.
Para
empezar, resulta que la señora Vida ni habita en ninguna
parte, ni pasea por nuestras calles porque no es nadie sino una
proyección. La vida es un sustantivo nacido de un verbo que expresa
una acción, la de vivir, la cual todos llevamos a cabo desde el
nacimiento hasta la muerte, y esta sí que es nuestra realidad, como
nos mostró Ortega y Gasset. Vivimos y en nuestro vivir aparecen un
sinfín de otras personas que hacen lo mismo, de modo que nuestros
vivires se cruzan y entrelazan. Además de personas también
estructuras sociales, jurídicas y administrativas forman parte de
nuestras vivencias y condicionan nuestro vivir. Esa realidad es la
que sustantivizamos llamándola vida y, si nos descuidamos, un
animismo infantil nos empuja a personalizarla y atribuirle ciertas
cualidades idealizadas, de modo que nuestro vivir con sus
obligaciones resulta mucho más cómodo, además de inconsciente.
Algunas
de estas circunstancias nos exigen tomar decisiones y asumir
obligaciones que no siempre son cómodas ni nos resultan agradables.
Ante ello, Sartre planteaba dos modos fundamentales de optar: la mala
fe y la autenticidad. El primero no ha de confundirse con la mentira,
no se trata de que seamos hipócritas y echemos el incómodo muerto a
esa pobre señora llamada Vida, no, se trata de autoengaño.
Un sutil mecanismo de nuestra psique para aliviar la carga de unas
obligaciones inseparables del trabajo al cual nos dedicamos libre y
voluntariamente. Del mismo modo que vivir en una ciudad con servicios
de agua, vertidos, alumbrado público... es inseparable de pagar unos
impuestos para mantenerlos, el trabajo de profesor en nuestra
sociedad, entre otras cosas, lleva consigo tanto el enseñar como el
juzgar si los alumnos han aprendido, es decir, evaluar.
Hemos
de asumir nuestra libertad y sus obligaciones, con todos los dolores
y quebraderos que pueda implicar, no sólo con sus ventajas, o
dedicarnos a otra cosa, si queremos llevar una existencia auténtica.
Para
continuar, tampoco existe el sitio de cada cual en el que la vida,
tarde o temprano, lo situará. Este razonamiento esconde la confianza
en un destino preestablecido, con la consiguiente liberación de
responsabilidades y preocupaciones por mi parte.
Vivimos
y, es decir el vivir construye el futuro tanto
como es hijo de nuestra historia. Mis decisiones, en las que están
otros implicados, repercuten en ellos y construyen el que será su
sitio junto a sus decisiones. Todas ellas están condicionadas por lo
que he vivido, en lo cual aparecieron tanto mis decisiones como las
de otros que formaban parte de mi vivir, de mi circunstancia. De
manera que entre pasado y futuro, nuestro tiempo es nuestro destino,
nos sigue enseñando Ortega. Amar nuestro tiempo, arrostrar
nuestra circunstancia, esta es la tarea ética que nos va
construyendo en un sentido u otro, que va construyendo nuestro sitio
y el de quienes nos rodean.
Cada
uno de nosotros somos la vida, esa extraña señora, y hemos de poner
en su sitio lo que nos corresponde y a quién nos corresponde, ni
más, ni menos. Decía también Ortega que la vida es el conjunto de
las circunstancias, bien, pues formamos parte de las circunstancias
de nuestros alumnos, para lo fácil y para lo difícil. Lo mismo que
formamos parte,¡voluntariamente!, de poner en su sitio el valor de
unas titulaciones que capacitan para realizar ciertos estudios y
trabajos. No es propio de un profesor auténtico devaluar
titulaciones regalándolas de modo arbitrario, por muy buena que sea
la intención con que lo hagamos. Deberíamos hablar más de
Ortega y Gasset, también a nuestros alumnos.