No es casual, quien llevó las
fronteras de Roma a su máxima expansión. ¡El gran emperador
hispano! Obligado primero a vivir de migajas y acabar al fin privado
de tan grosero sustento.
Del cine al aire libre de tu columna, a
la sombra que guarece miradas lascivas y encuentros clandestinos. De la sombra, al olvido.
Con
frecuencia he creído entender significados que la perspectiva de los
años me ha mostrado bien distintos. He caído en la cuenta de que la
vivencia propia, en primera persona, arroja una luz a la comprensión
que nadie, salvo ella misma, puede conceder. El tiempo y su
transcurrir, enigmáticamente desigual a lo largo de la vida,
pertenece a estos significados huérfanos de maduración.
Vladimir
Jankélévitch me enseñó que la novedad del instante, bisagra del
presente, construye el fluir temporal humano. Pero ha sido este mismo
fluir el maestro que ha logrado hacerme articular informaciones
prestadas y vivencias propias.
Es
la novedad quien construye mi vida y la hace mía, mi biografía. Mas
toda novedad depende, en primer lugar, de quien la vive, y la vida de
la infancia es tan menesterosa como insaciable de experiencias. Un
torrente casi continuo de novedad nutría mi construcción, y ni
siquiera mis juegos preferidos, mis canciones familiares, o mis
meriendas favoritas, lograban trazar una sombra de monotonía en el
transcurrir de días largos, hechos de instantes fugaces. El tiempo
resultaba, incomprensiblemente, tan grande en la espera de lo
anhelado, como diminuto en las actividades que me ocupaban. Incluso
las horas de hastío (acompañadas de moscas machadianas) eran largas
no por su transcurrir mismo, sino por la tardanza del futuro deseado,
que solía ser -con frecuencia- hacerme mayor.
La
monotonía y el aburrimiento tan sólo han sido posibles al crecer,
cuando por fin me he hecho adulto y he invertido la relación (aún
no se cómo): ahora la sucesión de instantes resulta
insoportablemente alargada, y sin embargo, al mirar atrás, me
sorprenden los años transcurridos. La luz se encendió cuando me
convertí en trabajador, no solo de los meses del verano, sino
continuado, y un día “el calor, el hastío, la fatiga le revelaban
su maldición, la del trabajo estúpido que daba ganas de
llorar, cuya monotonía interminable consigue hacer que los días
sean demasiado largos y la vida demasiado corta.” (Camus: el
tercer hombre).
Me
explico así porqué cuanto más cerca de mi niñez el tiempo se
estiraba, preñado de largas semanas e inmensos años, y cuanto más
próximo a mi adultez (e incluso ya a la vejez) más se me encoge.
El
viajar me lo confirma: cuando viajo a un lugar nuevo, aunque sea tan
sólo por una semana, los días son fugaces, plenos de novedad y
carentes de aburrimiento. Pocos días después del regreso aquella
semana se me antoja un período dilatadísimo, como si el viaje
hubiera durado meses. Sin embargo, si esa misma semana la empleo en
hacer apenas nada, los días monótonos se alargan, empapados de un
tedio taciturno, y cuando vuelvo la vista me parece que comenzó ayer
mismo.
Primo
Levi y Victor Frankl vivieron semanas fugaces compuestas por días
interminables. Cada jornada, monótona, indiferente e indiferenciada,
reducida a continua lucha por la supervivencia, carecía para ellos
de novedad alguna y, en consecuencia, era como si no transcurriese.
Estas vivencias experimentadas dentro del espacio vacío,
inhabitable, de los campos de exterminio, muestran un helador extremo
del transcurrir temporal: la cristalización del presente, donde ni
siquiera cabe el tedio. Porque la falta completa de futuro no daba
lugar al aburrimiento, sino que dejaba paso, bien a una absoluta
desolación, como sucedía a los “musulmanes”, bien a una
obstinada y mecánica supervivencia.
Me
desazona, sobre todo, barruntar que este extremo puede darse, aunque de
una forma amable, en la vida de cualquiera; en la tuya y en la mía.
En la clase del señor Germain, por
lo menos, la escuela alimentaba en ellos un hambre más esencial
todavía para el niño que para el hombre, que es el hambre de
descubrir. En otras clases les enseñaban sin duda muchas cosas, pero
un poco como se ceba a un ganso. Les presentaban un alimento ya
preparado rogándoles que tuvieran a bien tragarlo. En la clase del
señor Germain, sentían por primera vez que existían y que eran
objeto de la más alta consideración: se los juzgaba dignos de
descubrir el mundo. Camus: El primer hombre
Las últimas reformas educativas de nuestras Españas (exceptuando las del primer tercio del pasado siglo) han estado orientadas por oscuros intereses o necias sinrazones políticas.
Lejos de la más alta consideración, nuestros alumnos son concebidos como masa necesaria para el beneficio de quien manda.
En lugar de pretender que descubran el mundo, nuestras leyes parecen perseguir ocultarlo, perpetuando los prisioneros entre las sombras de la caverna. En vez de sentirse existentes, nuestra escuela los convierte en aspirantes a carceleros, cómplices de un banquete ajeno y felices con sus so(m)bras. Sin el respeto y el reconocimiento de la dignidad de todos los miembros de nuestra sociedad, nuestros sistemas educativos son perenne adoctrinamiento y la escuela una productiva factoría de gansos bien cebados.
Decía
sí, tal vez fuera no, había que remontar el tiempo a través de una
memoria en sombras, nada era seguro. La memoria de los pobres está
menos alimentada que la de los ricos, tiene menos puntos de
referencia en el espacio, puesto que rara vez dejan el lugar donde
viven, y también menos puntos de referencia en el tiempo de una vida
uniforme y gris. Tienen, claro está, la memoria del corazón, que es
la más segura, dicen, pero el corazón se gasta con la pena y el
trabajo, olvida más rápido bajo el peso de la fatiga.
Camus,
El primer hombre
Las
condiciones sociomateriales pesan al recordar, como lo hace la
atmósfera, inadvertidamente, por ello no han de ser descuidadas por
el estudioso.
La
novedad, ruptura del transcurrir cotidiano, es alimento para la
memoria, al dotarla de imprescindibles referencias. Si bien, no es
menos cierto, que estas dependen en buena parte de nuestro modo de
vivenciarlas (hay quien sufre lo extraordinario con la intensidad con
que se lava las manos, y quien sabe construir novedad con lo que a la
mayoría pasa inadvertido).
Esta
memoria racional, parece oponerse a la memoria del corazón,
emocional, ejemplificada en Proust. Sin embargo, la magdalena activa
un pasado nítido, pleno de marcos referenciales en el corazón de
Swann, lo que nos hace pensar que estas memorias se complementan.
Espacio
necesario, correlato de cualquier vivencia y cuyo descubrimiento
suele ser, a su vez, una vivencia, y tiempo interior, el de la
construcción de nuestra realidad, especialmente cuanto más próximos
al nacimiento, amueblan el corazón, incluso el gastado, construyendo
recuerdo y olvido.
Solemos
admitir que el olfato es un sentido ligado a lo emocional, y la
vista, por contra, ligada a lo racional. Y lo hacemos por inercia, la
misma que nos tiene desacostumbrados a razonar la información
olfativa, a expresarla de modo claro siquiera, mientras nos hace
olvidar que la información visual no sólo es racional, o
racionalizable, sino también emocional. Simplemente, recordemos el
papel jugado por los colores que nos rodean en nuestros estados
anímicos.
En el
proceso de adaptación al medio de nuestra especie, resultaron muy
eficaces la vista y el oído, la primera relacionada con la postura
erguida, el segundo como parte imprescindible en el manejo simbólico
de la realidad, mediante la lengua hablada. Tal vez sea esta la razón
por la que el resto de nuestros sentidos ha pasado a un segundo
plano.
La luz
ha sido modelo, metáfora privilegiada empleada en religión,
filosofía, poesía, arte y ciencias, como ha sido objeto de estudio
científico. El sonido, que permite la música, y con ella la danza,
ocupa un segundo lugar tanto en su empleo, como en su estudio. Nada de
ello sucede con olfato, gusto y tacto, los grandes olvidados, fuera
de su uso en la cultura cotidiana. Incluso seguimos manteniendo la
vieja división aristotélica que los considera tres, aunque gusto y
olfato están estrechamente enlazados, luego podrían ser tomados
como uno, y el tacto, en cambio, que registra desde placer y dolor
hasta temperatura, pasando por texturas y presiones, sigue
considerándose uno.
Es
esta falta de costumbre en su estudio lo que torna este trío en
sentidos emocionales. Al carecer de término adecuados, de teorías
construidas en torno suyo, o porque estas son muy jóvenes y todavía
no han calado en los usos ordinarios de nuestras lenguas, quedan
envueltos en un halo de irracionalización que resalta su aspecto
emocional. Por contra, la abundancia de teorización, y con ella de
palabras, alrededor de vista y oído nos hacen olvidar su poder de
generación emocional, especialmente respecto a la primera. -¡Ay! una
vez más el lenguaje como madre de nuestro mundo- Tan informativo y
racional puede resultar uno de ellos como cualquiera del resto, lo
mismo que emocionales son todos.
Se ha
interpretado el pasaje de la magdalena de Swann desde su dimensión
temporal, atentos al poder de la evocación sensorial sobre nuestra
memoria y su capacidad de trasladarnos a otro tiempo, acompañados de
un fuerte e imprevisto estado emocional. Se ha descuidado, sin
embargo, la casa gris, la plaza, las calles y la ciudad entera,
reaparecidos de pronto ante él, es decir, la detallada información
espacial, tan necesaria como la temporal. Ligadas ambas en una
memoria tan emocional como informativa, tan resultado del tiempo
vivido, como de los espacios donde se vivió.
« … me llevé a los labios una cucharada de té en el que había
echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel
trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija
mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un
placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo
causaba. … En
cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tila que
mi tía me daba … la vieja casa gris con fachada a la calle, donde
estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al
pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se
había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado
lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la
casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina y en
todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las
calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos
cuando hacía buen tiempo ... y Combray entero y sus alrededores … »
Cuando
era joven y regresaba a mi pueblo, por la hoy carretera vieja, al comenzar las cerradas curvas que descienden hasta el valle, aparecía
recortada contra el azul la silueta del Isasa conteniendo al
castillo. Justo entonces, me agitaba por dentro, desde el fondo, y lo
siguo haciendo, aunque con menor intensidad.
Cada
vez con más frecuencia los paseos me descubren paisajes de mi
infancia maltratados o borrados por un afán estúpido de novedad y
por insensatez municipal entregada a obras electoralistas y proyectos
pequeñofaraónicos; megalomanía de nuevo rico y tapado beneficio
para oscuros intereses. Una bestia invisible muerde entonces mis
entrañas a traición y parece llevarse en sus fauces una pequeña parte de mi;
carne desnuda, sin piel siquiera, de los pasillos del alma. El
encuentro ameno que nos hace habitable el espacio, se torna erial de
tránsito, enlace vacío entre dos puntos, y el paseo se convierte en
paso.
No
es nostalgia del ayer, aunque su asuencia la despierte. La vida es
cambio, pero el cambio requiere permanencia, y no tomamos conciencia
del papel jugado por nuestros lugares en la construcción de lo que
somos, hasta que alguien -humano, tiempo o destino- los arranca de
improviso. Lugares tan poblados de personas como de objetos, de
sonidos, aromas y sabores, necesarios para mantener nuestra
identidad a lo largo del continuo paseo que es la vida. Su ausencia
repentina parece convertir este paseo en un simple paso entre
nacimiento y muerte, recorrido por un extraño.
¿Podemos calificar de engaño a una
vida volcada en lo virtual? Habitada por seres ficticios convertidos
en modelo y objeto de deseo, e incluso de amor. Formar parte de una
realidad que no existe sino en la propia imaginación, pero es la que
hemos preferido, ¿resulta un modo de alienación? Son algunas de
las preguntas que El congreso, de Ari Folman, me ha suscitado.
La apuesta formal es valiente, con dos partes separadas por la puesta
en escena, la primera con actores reales y la segunda donde domina la
animación. No sólo la forma, sino también la temática, comenzando
por el relato de Stanisław Lem,Congreso de futurología,
en que se inspira, se aventura fuera de las convenciones de
Hollywood.
A
primera vista la película es el sueño de un friki que
quiere construir una realidad virtual a la carta. Y lo es, tanto como
una reflexión sobre el cine mismo, una mirada crítica hacia la
industria y los grandes productores. El malicioso nombre de estudios
“Miramount” resulta incluso demasiado patente. También crítica,
aunque más benévola, hacia el papel de actores y representantes.
Harvey Keitel borda su personaje, desvelando la ambigua relación
entre actriz y representante. Ambos nos ofrecen una secuencia
memorable tanto a nivel visual, como interpretativa y conceptual. Se
trata de la digitalización de la actriz con el fin de perennizarla
en su maduro esplendor, sin necesidad de cirugías ni retoques,
haciéndola pasar a otro plano de realidad, el virtual. Plano que,
paradójicamente, ya es el habitado por cualquier actriz o actor, mas
con la inevitable erosión temporal.
Ella, Robin Wright se interpreta a sí
misma, produciendo un desdoblamiento entre personaje y actriz, entre
realidad y ficción, nuevamente. ¿Dónde
comienza una y acaba la otra?, ¿en cuál preferimos habitar?, si es
que somos capaces de saber en cuál de ellos nos encontramos. Y este
es el tema principal de toda la película, inevitablemente unido al
problema de la libertad, y no el de las tortuosas relaciones entre lo
digital y lo real, dominante en el relato deLem (aunque en
este no deja de ser una buena excusa para criticar el totalitarismo
soviético).
En una secuencia la hija de Robin dice
que el tecnofatalismo no conduce a ninguna parte, pero Folman parece
inclinarse hacia él en su película. Y sin embargo está
construyendo un mundo de sicodelia manga, un homenaje lisérgico a
una serie de personajes que van desde los años veinte del siglo
pasado, hasta el presente. Desde Betty Boop, pasando por actores,
directores (el homenaje a Kubrick y su Dr Strangelove) y géneros
(en especial la ciencia ficción), hasta políticos, figuras
religiosas y pintores como El Bosco. Al hacerlos desfilar por las escenas de animación y no
por las rodadas con actores de carne y hueso, se nos está diciendo
que han sido, y siguen siendo, tan reales como virtuales. Justamente
reales porque han pasado a formar parte del universo de lo virtual.
Cuando la realidad virtual encadena al humano, lo de menos es la
primera, lo importante es saber cuál es el mecanismo que nos hace
encadenables y averiguar si es inevitable.
He pasado por alto otra línea no menos
importante, la trazada por Aaron, el hijo enfermo de la actriz, y la
relación entre ambos, que nos introduce en el terreno de lo
emocional. Trasciende los dos ámbitos en juego, lo físico y lo
virtual, imponiéndose sobre ellos para conducir la acción a través,
y más allá, de ambos. Madre e hijo se desplazan de uno a otro a lo
largo de los ciento veinte minutos de la película, prefiriendo la
realidad o la ficción, ya por libre decisión ya por
condicionamientos. Y tan sólo la cometa roja, con la que juega
Aaron, transita libre, ajena a las fronteras que nuestra razón
construye entre ambos. Si la obra comienza con una escena donde el
niño y su cometa infringen las reglas del mundo real, hacia el
final, dentro del universo virtual, será nuevamente la cometa roja
(el rojo no es color de la razón, sino de la sangre, de lo visceral,
símbolo del subterráneo mundo de las emociones) el vehículo que
enlaza ambos lados de las fronteras e insinúa una posible libertad.
No importa el material de nuestras cadenas, sino si estamos, o no,
encadenados y si cabe un margen de libertad más allá de la
elección del tipo de atadura.
De la banda sonora me quedo con las dos
canciones, una de Dylan y la otra de Leonard Cohen, que interpreta la
misma Robin Wright (ya hizo sus pinitos cantando sólo con su
guitarra en Forrest Gump).
Es tiempo, aún, es tiempo de verano. No porque lo
diga el calendario, ni los astrónomos, sino el sol y las tardes
dilatadas con un transcurrir estático, las noches pesadas y los
mosquitos acechantes.
El medio que nos envuelve, que forma parte
nuestra como nosotros parte suya, es quien determina nuestro
transcurrir, incluso el temporal. Se ha insistido sobrada y
acertadamente en nuestra dimensión temporal, desde el genial Ensayo
sobre los datos inmediatos de la conciencia
1889 y Materia y memoria
1896, el tiempo se liberó del dominio de la ciencia física y la
espacialización a que estaba sometido, para formar parte de lo que
somos. Bergson nos plantea la durée como una dimensión
constituyente del humano. No son pocos los pensadores y los literatos
que han cruzado esta puerta a lo largo del pasado siglo.
Sin embargo, la dimensión espacial ha
permanecido olvidada por la mayor parte de los pensadores. Hora es ya
de ocuparnos de ella y en el pensamiento en español (o en riojano,
si se prefiere -aunque los castellanos se quejen-) encontramos
puertas entreabiertas desde hace bastante tiempo. Así, J.L.
Molinuevo lleva tiempo apuntando en esta dimensión y un clásico
como es Ortega ya en 1914 nos decía:
«
Mi salida natural hacia el universo se abre por los puertos
del Guadarrama o el campo de Ontígola. Este sector de realidad
circunstante forma la otra mitad de mi persona: sólo al través de
él puedo integrarme y ser plenamente yo mismo. […] la ciencia
biológica más reciente estudia el organismo vivo como una unidad
compuesta del cuerpo y su medio particular: de modo que el proceso
vital no consiste sólo en una adaptación del cuerpo a su medio,
sino también en la adaptación del medio a su cuerpo. Yo soy yo y mi
circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo.»
No
es mal momento, el de la molicie y los días dilatados, para
descubrir o retomar, según cada uno, la obra de Theo Angelopoulos, quien entendió el
cine como exploración de la realidad y como “forma de resistencia
ante el deteriorado mundo en que vivimos.”
Su
cine se encuentra en las antípodas del cine-evasión, producto de
consumo efímero al servicio del interés comercial e ideológico
(entendido con Marx: mentira al servicio de la dominación y opio que
distrae de la miseria cotidiana, vista ya como algo natural). Es una
obra pensada y sentida, exige un trabajo intelectual al espectador, y
no se deja deglutir junto a las palomitas y el refresco. «Yo trato
de contar historias de un modo…, a mi modo: respetando al máximo a
esa gente que las va a ver, considerando al espectador no como un
consumidor pasivo sino como otra cosa, alguien que escucha, un
interlocutor al mismo nivel.»
Exige
también una sensibilidad desprejuiciada, dispuesta a romper con
cadenas de imágenes compulsivas y sonidos atronantes. Su ritmo
pausado resultará desconcertante para los mirones de hoy en día,
sometidos a estética de videoclip e historias de anuncio televisivo.
Y es que Angelopoulos tomaba el café al estilo oriental, gota a
gota, saboreándolo y, del mismo modo, no se bebe el tiempo en sus
películas, se saborea. No menos sorprendentes serán sus bandas
sonoras para el espectador de hoy, habituado a la saturación de un
sonido hipertrofiado en las salas de cine.
Desde
estas advertencias hemos de acercarnos a su cine, dejándonos llevar
por el poder de sus imágenes y el rico contenido que encierran.
A
comienzos de los años 20 Lev V. Kuleshov, profesor en el Instituto
Soviético de Cinematografía, realizó junto a algunos alumnos,
entre los que estaba Pudovkin, un experimento cuyo resultado se
conoce como “efecto Kuleshov”. La sucesión de imágenes
dispuestas mediante el montaje, dan lugar en el espectador a la
ilusión de un espacio continuo en el que se sucede la acción,
construyendo así una geografía ficticia, creada por el montador, y
una unidad de acción también construida. Tanto Pudovkin en La
madre y Tempestad sobre Asia, como Eisenstein en El
acorazado Potemkin y
Octubre, desarrollaron, sobre estos supuestos, las bases del montaje
cinematográfico.
Hemos presenciado más de una guerra construida
desde mesas de montaje, y muchos sucesos, que justificaban medidas legales y
acciones represivas, construidos mediante esta ilusión.
A través de este recurso no sólo encontramos una acción y un espacio ficticios, sino
también unas emociones construidas: la imagen previa que vemos
condiciona la interpretación de la emoción expresada por la cara
que aparece en la siguiente imagen. En consecuencia, la atribución
emocional resulta claramente mediada por el entorno, no es
sencillamente inferida de la expresión facial, que permanece la
misma, siendo interpretada en un sentido u otro, según la imagen que
la precede. Ello implica la facilidad con la que puede ser
manipulada nuestra interpretación de emociones ajenas, por ejemplo
con fines manipulativos o publicitarios.
Podemos extraer una
consecuencia, las emociones atribuidas en
los contextos de los que formamos parte activamente serán más
certeras que aquellas donde somos espectadores externos. Sin
embargo, nuestra implicación contextual a menudo es una traba para
interpretar emociones, como esos casos donde no te enteras de las
emociones que a tu alrededor despiertas, sean positivas o negativas, cuando todos se dan cuenta de
que alguien es atraído por ti menos tu.
Y con todo, una persona considerada dentro de los estándares de la
normalidad, interpreta las emociones de los otros adaptativamente (de
manera provechosa para su vida y la de quienes le rodean). Luego el
descifrado emocional sigue presentando para nosotros una complejidad
que, desde la teoría, permanece sin resolver.
Desde
que el rey de las Españas abdicó la corona, el debate sobre
monarquía o república vuelve a estar al rojo. A pesar de toda la
propaganda monárquica de los medios de comunicación y partidos
continuistas. Las críticas contra los defensores de la república, e
incluso contra quienes piden una consulta popular al respecto,
revelan con claridad oscuras intenciones. Especialmente las que
provienen de partidos y personas que se llaman de izquierda. (¡Por
cierto! el PSOE tenía aquí una ocasión llovida del cielo para
recuperar votos por ese lado, pero parece más que cegado por pactos
previos. Será que a sus instalados mandatarios no les da frio ni
calor el suicidio que este partido está llevando a cabo). Estas
críticas se pueden condensar en la siguiente: cambiar monarquía por
república es algo folclórico que entusiasma al personal pero deja
todo como está respecto a la corrupción, el descrédito de los
políticos, el funcionamiento económico …
¡Y es
cierto! pero propongo verlo desde otro ángulo:
prolongar
nuestro sistema monárquico coronando un sucesor, es el mayor símbolo
de inmovilismo y perpetuación del estado de hecho. La inequívoca
expresión de la apuesta por una sociedad de castas, desde la real
hasta la financiera, pasando por la política.
La prisa
de los partidos mayoritarios, de la casa real, de la iglesia y de
diversos grupos de poder, para cambiar la ley sucesoria y aplicarla
de inmediato, revela un plan que prolonga la ruinosa fachada
democrática de nuestro postfranquismo.
Así las
cosas, no podemos sino repudiar este símbolo y lo que simboliza.
Una secuencia de La mirada de
Ulises, resume magistralmente el último cuarto del siglo XX y la
primera década del XXI. Muestra una estatua de Lenin despiezada y
trasladada por un río, seguramente hacia algún mercado alemán del
arte o de las antigüedades. En la barcaza van tanto el final del
sueño comunista, como el rumbo de la política europea tras la
guerra fría.
La muerte de la última utopía colectiva se fue
sobrellevando porque los logros de justicia social en occidente
todavía daban de sí para un par de décadas. La intelligentsia se
ha repartido entre los desorientados y pesimistas, por un lado y los
acomodaticios y apesebrados por otro. Los políticos, bien se han
destapado como vampiros liberales, sin tratar ya de convencernos de
que eran de centro, bien han ocultado sus colmillos tras su patente
de progresía.
Otra imagen, de El paso suspendido
de la cigüeña, enseña unos trabajadores destacando con
chubasqueros amarillos sobre un cielo plomizo, que restablecen un
tendido telefónico. En ella recuperamos las relaciones sociales que
parecían extinguidas y restablecemos nuevas líneas de comunicación
ciudadana.
Despertamos a la esperanza, construimos la necesaria
utopía, sin la cual la vida carece de sentido.
El mes pasado vi Ida de Pawel
Pawlikowski y le he dado varias vueltas desde entonces. Discreta, es
una de esas obras que gana con segundas miradas y despierta la
reflexión sosegada sobre la historia, el modo de narrarla, las capacidades de la imagen y el punto de vista.
Toda la obra es
una apuesta arriesgada, comenzando por un guión lineal,
carente de saltos temporales, elipsis, o empleo del espacio “en
off”, a primera vista se nos antoja cerrado y simple, pero al
digerirlo es rotundo y estructurado en varios niveles, que nos
permiten una lectura múltiple.
¿Cuánto tiempo es soportable la
traición a nuestras propias raíces? Las que necesitamos para seguir
vivos. ¿Hasta dónde se puede colaborar con el olvido programado y
la amnesia interesada? Cuando el pasado llama a la puerta con el
rostro de nuestros seres más queridos y más negados.
Wanda, una juez bien instalada en el
partido comunista polaco de los años 60 del pasado siglo tropieza de
golpe con estas preguntas, ocultadas en la niebla de sus cigarrillos,
disimuladas entre vapores etílicos y pegajoso sudor ajeno.
La repentina aparición de su única
familia, Anna, una sobrina a punto de hacer sus votos en un convento,
será el catalizador de un pasado tercamente empeñado en no
desaparecer, ni de su vida, ni de una Polonia que, aprovechando la
ocupación nazi, se reveló egoístamente antisemita.
Desde ese momento, un viaje callado
hacia la identidad de las dos mujeres, se abre entre bosques nevados,
aldeas perdidas y ciudades provincianas. Deuda para la tía y pasmado
asombro para su sobrina Anna, que se descubrirá como Ida, una niña
judía.
El pago de su doble deuda no libera a
Wanda, al contrario, la enfrenta al que tal vez fuera el más grave
problema de la Polonia de la guerra fría, el mortal aburrimiento que
invadía incluso el paisaje nevado. “La conciencia aburrida muere
lentamente de aerofagia: cuando el tedio la deja a solas con su
destino le descubre, al mismo tiempo, su estrechez y su vana
hinchazón; el peso de la existencia sólo era soportable cuando la
sociedad, la acción y la renovación de las sensaciones nos la
hacían imperceptible.” Nos advierte Jankélévitch.
Por su parte, Anna ensayará ser Ida,
imitando a su tía “A ese Jesús tuyo le gustaba la gente como yo,
como María Magdalena ...” -le dice Wanda en una escena-
No voy a desvelar quién vencerá,
Anna o Ida, el narcótico de la fe o el del pequeño lujo de Wanda,
es decir, si es más soportable el aburrimiento extramuros o el del
patio conventual. Tendréis que verla.
Rodada en blanco y negro, con una
fotografía casi fija, sin apenas movimientos de cámara, sin
recurrir al plano-contraplano, y casi sin primeros planos. Encuadres
cuidadosamente estudiados y construidos, en los que destaca la
pequeñez de la figura humana, atenuada por un espacio que la supera
amplia y verticalmente. A ello contribuye su formato 4:3, ahora en
desuso ante el panorámico. Según avanza el guión la figura humana
crece y la cámara llega a moverse, informando del desarrollo
personal y las dudas de la protagonista.
Los escasos diálogos y el empleo
diegético de la música consiguen potenciar tanto las palabras como
las seleccionadas melodías que se escuchan dentro de la película,
pero sobre todo contribuyen a que sean las imágenes quienes evoquen,
despierten la curiosidad y el sentido, sin caer en un discurso verbal
redundante para explicar situaciones y contextos.
Los ecos de Dreyer, Murnau y Bresson
envuelven, pero no ahogan, esta obra en la que Pawlikowski
ha logrado una delicadeza y rotundidad inusuales en el cine actual.
En días de sol el campo de Gurs, el
que más tiempo permaneció abierto en Francia, resulta perversamente
hermoso, incluso su cementerio, donde reposan más de mil recuerdos
humanos.
Pero hoy he visitado este campo bajo
una incesante lluvia, charcos insalvables y un suelo blando donde mis
tobillos tocaban el agua y el barro se pegaba al pantalón. He
imaginado cercana la muerte, con manos húmedas y frías, vigilando
en la noche. La angustia y el dolor han mojado mi cara, bajo un cielo
sin esperanza. Y he pensado, sobre todo, en la vida. Hubo parejas que
se enamoraron en Gurs, niños que jugaban en Gurs y otros que allí
nacieron. Hubo poetas y pintores, músicos y un coro, quienes
estuvieron dispuestos a enseñar y a aprender en Gurs.
La vieja diferencia entre bíos y zoe,
magistralmente interpretada por Jankélévitch, teje extrañas telas
en nuestra especie. Zoe, el aspecto biológico, la animalidad del
estar vivo, no plantea diferencias entre lo modos de vida, entre una
suerte y otra. En cambio bíos, la vida que a uno le toca en suerte,
sienta las diferencias entre unos y otros vivientes humanos.
A primera vista, el deseo de seguir
vivo aun en las más adversas situaciones, parece obra de nuestra
biología. Considerado con más calma, la vida que seguía abriéndose
paso con fuerza en las más de 60.000 personas que sufrieron en Gurs,
no era la sóla consecuencia de un impulso biológico, como el de
esos animales agonizantes que siguen defendiéndose o huyendo. No se
trata de sobrevivir, ciegamente, sino que el deseo vital brota
fundido con nuestra biografía. En todas partes la vida humana es
hija de las razones para vivirla y ello explica su hermoso
florecimiento en lugares de futuro incierto. Explica también cómo
la falta de razones, el vacío de la biografía, extingue el deseo y
acaba con el ser viviente.