15 de enero de 2022

Funkos, Warhammers y Churingas

 

Lo primero que hizo una amiga, a la que visité el otro día, fue enseñarme las figuritas de Los Ramones que ha puesto en su salón. Les ha dado un lugar de honor en la librería, justo encima de las novelas negras nórdicas, muy queridas para ella. Al verlos, vinieron a mi cabeza los muñequitos de la Guerra de las galaxias (Star Wars, para los que aún no tienen una cierta edad) que un sobrino joven tiene en su cuarto, también en un lugar resaltado, y desde entonces he prestado atención a este fenómeno de las figuras, a primera vista infantiles, en manos adultas.

Cuando vemos objetos similares en manos de los niños la explicación es sencilla, se trata de muñecos con los que repetir las acciones de los personajes que han visto en dibujos animados, series, películas y tebeos, de los cuales suelen nacer. Son juguetes, y como tales son queridos, empleados, cuidados y maltratados por unos jugadores que, con el paso del tiempo, los terminan olvidando hasta que un buen día la sorpresa surge al ordenar un trastero, al abrir cajones que llevaban años cerrados, o al subir al desván de la casa del pueblo. Nadie se sorprende de estos juegos que todos hemos practicado en la infancia, en los cuales los muñecos ocupaban un lugar privilegiado.

He descubierto que mi amiga y mi sobrino no son casos excepcionales, sino bastante más frecuentes de lo que podía imaginar. Existe todo un mundo, y un lucrativo negocio en torno a él, de figuras fijas y de figuras de acción (por cierto, el nombre es una pésima designación, pues se refiere a figuras articuladas; la acción no depende de la figura, sino de la imaginación del usuario, por eso los niños siempre han realizado mil acciones con figuras fijas, con pedazos de madera o con cualquier objeto). Suelen ser conocidas por los nombres de la empresa que inició su comercialización, como Funko o Warhammer, y no son juguetes, aunque también lo sean, pero no interesan en cuanto tales, sino en cuanto figuras de colección dirigidas a adultos. No son empleadas para jugar, ni tan solo como elemento decorativo, y sospecho hay algo más tras ellas.

Estas figuras de variopintos personajes, desde la Guerra de la galaxias, Harry Potter, El Señor de los Anillos, superhéroes norteamericanos, mangas y animes japoneses, hasta actores, cantantes y grupos musicales, ocupan un lugar preferente en la casa de sus dueños, o en su habitación, casa dentro de la casa familiar de quienes carecen de una propia. Con frecuencia se les presta una iluminación especial con algún pequeño foco dirigido hacia ellas o con una lampara. Lo más importante es que su visión tranquiliza, hace sentirse a gusto, en el hogar, a sus dueños. Infunden ánimo y reconfortan, como si en ellos estuviesen contenidas fuerzas arcanas, míticas, transmisibles por su sola presencia en la casa.

No he podido dejar de pensar en los dioses romanos de la casa, que eran de tres tipos: lares, manes y penates. Todos ellos eran pequeñas figuras protectoras del hogar, de cada individuo miembro de la familia y de las despensas domésticas. Los lares eran encarnación de verdaderas divinidades domésticas, los manes más bien del espíritu de los antepasados y los penates estaban más próximos a los genios. Las dos primeras ocupaban un lugar privilegiado y muy visible en las casas, las terceras en despensas y almacenes (e incluso en edificios públicos, pues acabaron convirtiéndose en dioses protectores de una ciudad entera).


Lo más significativo es que tales figuras-dioses formaban parte de una religiosidad privada bien diferente de la religión oficial pública, y que sin ellos nadie se sentía en casa, arropado y a gusto. Daba igual la condición social y económica de dicha casa, sus lares y sus manes resultaban necesarios para la familia que en ella habitaba, y podemos afirmar que eran constructores de hogar.

Mirando aún más lejos, la función de estas figuras latinas es equivalente a la del Churinga en el Paleolítico. Esta figura en forma de rombo de madera, óvalo, prisma o rectángulo lítico, materializaba y prolongaba la presencia de los antepasados y los héroes celestes para la tribu, infundiéndole ánimo y reconfortando a sus miembros.

Todo ello aviva mi vieja sospecha de que seguimos viviendo en el mito y en sus prácticas rituales, aunque desconociéndolo. Por supuesto, rituales adecuados a un mundo global en el que el beneficio económico se mezcla con las prácticas sociales tanto públicas como privadas, y en el cual lo que llamamos racionalidad resulta una práctica demasiado intermitente.


8 de enero de 2022

Año nuevo, rituales antiguos

 

Hace unos días, incluí entre las prendas que no suelo enseñar en público una de color rojo; comí apresurado doce uvas al ritmo de doce campanadas; brindé con cava y luego expresé mis deseos de felicidad para el nuevo año. He oído que en otros lugares comen lentejas, pasean con una maleta, rompen platos, se regalan galletitas y mil otras acciones tan extrañas como las nuestras. Todas ellas apuntan al mismo fin, atraer la buena suerte para los trescientos sesenta y cinco días siguientes. Son costumbres supersticiosas, de las practicadas para atraer algún tipo de bien. Como solemos creer a la vez que si no las realizamos, los males y las desgracias caerán sobre nosotros, las podemos considerar rituales apotropaicos, es decir, los que se practican para alejar los males.

Somos parte de una cultura en la cual lo probado científicamente resulta más seguro que la palabrita del niño Jesús. Nos autodesignamos sociedad del conocimiento, por supuesto del nacido de la ciencia, ¡el único seguro! Sin embargo, en esta sociedad los rituales ancestrales siguen tan vivos como siempre lo han estado desde tiempos paleolíticos. Hay una diferencia, entonces eran abiertos y tenían un sentido claro para sus practicantes, mientras que ahora, bien han de ser practicados a escondidas, pues ¿quién quiere aparecer como supersticioso ante los demás?, bien han sido integrados en los usos sociales, siempre que muevan la maquinaria económica y aporten cohesión afectivo-social o de clase.

El hombre del Paleolítico, el hombre tribal previo a la aparición de las primeras civilizaciones arcaicas, no basaba su vida en conocimientos abstractos, sino en los sucesos, ligados siempre al territorio que habitaba. su espacio estaba poblado de espíritus, con frecuencia dispuestos a encarnarse, y transido de fuerzas mágicas cuyo signo era siempre ambivalente. Por ello sus rituales buscaban tanto aplacar el peligro que podían suponer, como propiciar su favor.

Hoy, en cambio, nuestro entorno se ha desarraigado espacial y afectivamente, se ha hecho abstracto y, de ese modo, objeto de estudio y de enseñanza. Estamos tan atentos a su total colonización, armados de conceptos siempre transmisibles de modo teórico, que ni siquiera caemos en la cuenta de nuestros rituales. Son amortiguadores necesarios ante una realidad demasiado ardua, demasiado fría y estéril para la vida cotidiana, la de puertas adentro de uno mismo y la compartida con el entorno cercano. Prácticas que denuncian el gélido espacio geometrizado en el cual nos hemos ido encerrando, y se burlan de sus estrechos márgenes, en los que no podemos ser humanos.

La ausente raíz de nuestra especie rebrota en estos rituales, nuevos en sus formas, antiguos en su fondo (apotropaicos y propiciatorios como los paleolíticos), que siguen practicándose de un modo vivo, casi desesperado, sin darnos cuenta de lo que estamos haciendo.