Cuando
las historias que relatan nuestros miedos ancestrales son ilustradas,
se alumbran extraños pobladores de la noche que acaban siendo
figuras canónicas con el paso del tiempo. Tal sucedió en Japón
entre los siglos XV y XVI con el gran rollo horizontal del Desfile
nocturno de los cien demonios, atribuido a Tosa
Mitsunobu. Se trata de las primeras representaciones gráficas del
universo fantástico japonés, que ha marcado su iconografía del
miedo hasta nuestros días.
El
rollo nos muestra en primer lugar demonios y ogros muy similares a
los que encontramos en nuestra cultura, de forma humana con cuernos
en la cabeza, dientes afilados y garras amenazantes, los oni.
Los siguen criaturas fantásticas de diversas formas, la mayoría
animales, pero también los hay medio humanos medio animales, o
solamente humanos con marcadas deformidades, los yokai. Por
último aparecen objetos cotidianos
que han adquirido autonomía, los tsukumogami.
El rollo se cierra con los rayos del sol disolviendo el
fantasmagórico desfile.
Si
el clima marca a sus habitantes, como señala Tetsuro Watsuji,
entonces Japón, una tierra de clima subtropical húmedo con grandes
zonas monzónicas, configurará un tipo de humano para el cual la
naturaleza resulte tan benigna como maléfica, pero siempre
necesaria. Si añadimos el sintoismo dominante en las tierras del sol
naciente, no resultará extraño que sus miedos sigan proyectándose
ante todo en seres naturales, especialmente animales, aunque corra ya
el siglo XVI. Lobos, perros, mapaches, gatos, comadrejas y
serpientes, deformes para potenciar sus poderes y humanizados en sus
comportamientos, como muestran sus vestimentas, desfilan en la noche
junto a otros demonios mitad animal, mitad humano.
En
nuestra cultura también se ha dado la mezcla de humano y animal,
pensemos en los minotauros, centauros, licántropos, sirenas, mujeres
pantera, e incluso sus versiones benignas como el hombre araña o la
mujer gato. Tanto en oriente como en occidente son la manifestación
de una constante que se remonta a mitos paleolíticos de todo el
planeta: el humano amplía su poder gracias al animal, considerado un
ser superior a nosotros.
Llama
la atención en este Desfile nocturno de los cien demonios
y en los muchos rollos posteriores que bebieron de él -claros
antecedentes de los actuales manga- la falta de truculencia y
explicitud en las acciones de sus pavorosos habitantes. Tan sólo una
imagen mostraba un demonio devorando a un humano, pero sin sangre ni
casquería. Esta pulcra representación potencia más los miedos,
pues el impacto de la explicitud es fugaz y enseguida da paso a la
costumbre y al cansancio, como sucede en la iconografía occidental
del miedo desde los años setenta del pasado siglo, especialmente en
el cine. El manga, el anime y el cine de miedo nipones siguen siendo
más pulcros y certeros que sus equivalentes occidentales, por ello
son inquietantes y perturbadores en lugar de previsiblemente
asustadores.
Cuando
su aspecto los dota de una ambivalencia que permite considerarlos
tiernos y adorables, sin dejar por ello de ser peligrosos, los yokai
pasan a ser kawaii,
animales deformes y temibles, pero adorables a la vez. Este paso me
ha permitido ver con nuevos ojos algunos anime
que han sido populares entre nosotros como Pokémon
y Digimon, y me han
ayudado a entender el origen de iconos del cine occidental como los
Gremlins.
Una
tierra rodeada por el mar, con lluvia copiosa buena parte del año,
salpicada de ríos y lagos, ha de tener un cuidado extremo con los
kappa, monstruosas criaturas de agua, que acechan
cotidianamente. Entre nosotros tenemos las sirenas, el Kraken o esa
monstruosa ballena llamada Leviatán, surgidos a partir de la
navegación marítima, pero también en lagos y rios como la Hidra y
las ondinas.
El
miedo a lo cercano representado en el Desfile
alcanza incluso los objetos domésticos de uso cotidiano,
sobre todo si tienen muchos años. La religión tradicional japonesa
es el Sintoismo, en el cual encontramos un marcado animismo que va
más allá de la naturaleza, sus criaturas y todas sus fuerzas, hasta
los objetos inanimados, que no dejan de ser hijos de una naturaleza
manipulada por manos humanas o sobrenaturales. Cuando la vida de
estos objetos se torna amenazadora, por el mal uso, el abandono o su
gran longevidad, se transforman en
un nuevo tipo de criatura terrible, los tsukumogami. En
este último grupo encuentro una terrible plasmación del miedo que
es infrecuente en occidente, no sólo en las fechas del Desfile,
sino ahora mismo. Estos objetos inanimados destruyen la normalidad
constituida de lo cotidiano transformándola en monstruosidad. Si
buena parte de los seres que hacen habitable y cómoda la vida se
tornan extraños, e incluso peligrosos, el caos comienza a adueñarse
de nuestra realidad y el cosmos se torna en pesadilla. ¿Acaso puede
concebirse un miedo mayor?
Gracias a la Academia de Bellas Artes de San Fernando y a la
Fundación Japón por habernos mostrado esta cara del miedo en
la exposición Yokai, iconografía de lo fantástico.