Esta
explicación va más allá de lo español, me diréis, sirviendo para
cualquier ser humano, y no puedo sino daros la razón. Aunque todo
problema humano es singular, entre ellos pueden verse claros
paralelismos y similitudes, los cuales pasamos por alto justamente
porque el de España es el nuestro, es nuestro problema concreto. No
se si podrá resolverse, pero sí que su comprensión pasa por esta
cura de humildad, la cual exige verlo como una consecuencia de las
características de nuestra especie, y en concreto de las que fue
generando la andadura del humano occidental.
Del
predominio de afectos ancestrales, que anteponen a todo la
supervivencia propia, nace el egoísmo, el sadismo, la agresividad
hacia el ajeno, e incluso hacia el propio cuando la circunstancia me
plantea la alternativa. Mas junto a estos afectos hay otros igual de
ancestrales que nos empujan hacia los demás, y son la fuente del
altruismo, el amor y el cuidado hacia el próximo, llegando también
a extenderse hasta el ajeno. En el camino hacia este último, es
decir, la extensión de la fraternidad hasta dar lugar a los derechos
humanos, han jugado un papel decisivo tanto la aparición de la
racionalidad nacida en Grecia, como el ecumenismo de la religión
judeocristiana.
Los
afectos egoístas dan lugar a una tendencia a la supervivencia en el
sentido más directo e inmediato, incapaz de ver más allá aun a
costa del “pan para hoy y hambre para mañana.” Concretados por
el desarrollo singular de nuestra sociedad, han dado lugar a esa
falta de comprensión de lo común, es decir, lo de todos, tan
frecuente entre nosotros y que sería la característica principal de
una de las Españas.
Una
España no entiende cómo lo público, es decir, algo “de nadie”,
debe ser considerado y tratado como lo que es mío, pues lo estima
tierra baldía que tan sólo sirve para ser esquilmada de un modo u
otro. De ahí nace la apropiación del espacio público, que va desde
colgar mis lazos, del color que sean, exhibir mis símbolos, poner mí
música a todo volumen, tirar mi basura o los excrementos de mi
perro, hasta adueñarme de parte de ese espacio convirtiéndolo
“legalmente” en mi propiedad. Entre los dos extremos podéis
tropezar con una multitud de modos que siempre tienen en común la
concepción de lo público como un maná milagroso a mi servicio.
El
mi
puede abrirse, incluyendo primero a los
míos,
es decir, los que son sangre de mi sangre, la familia, y segundo a
los
nuestros,
los de mi clan o tribu -la pestilente plaga de los cotarros y
cofradías, la llamaba Unamuno a finales del XIX-. Esta España
proyecta su miopía para lo común sobre el resto de los humanos,
según el viejo refrán “cree el ladrón que son todos de su misma
condición”. Para ella no aprovecharse de lo público es una
conducta de tontos ingenuos.
Los
grupos enfrentados políticamente cierran filas ante quienes son de
fuera de mi pueblo, o de mi nación y los convierten en chivos
expiatorios para salvar a los
nuestros,
y así regresar a su enfrentamiento una vez las aguas vuelven a su
cauce. Ante los de mi
sangre
cae por tierra toda racionalidad, toda lógica y no queda en pie sino
un sentimiento primitivo, entre la posesión y la defensa, ciego ante
cualquier evidencia que muestre los errores o injusticias realizados
por ellos. La ideología política se cambia cuando mi
familia
emparenta con otra más poderosa y los enfrentamientos enquistados
desde hace siglos entre pueblos vecinos, o entre familias, siguen hoy
llegando a las manos o a las armas.
5 comentarios:
Quizá toda esa lógica y racionalidad sucumba ante la necesidad de una identidad. Necesitamos ser algo, alguien, de algún lado. Si para forjar una identidad tenemos que pasar por encima del respeto a los otros y a lo público, se hará.
A lo mejor el miedo que radica en el fondo es no ser o estar "en tierra de nadie".
Cierto, la necesidad de pertenencia es una constante y no se puede pasar por alto. El problema está en combinarla con la racionalidad y construir identidades que no sean devastadoras para quienes se sitúan fuera de ellas. No creo que la alternativa sea identidad o respeto.
Gracias por tu aportación.
No, de hecho no debería haber alternativa al respeto.
El miedo o la necesidad de pertenencia, como muy bien dices, son terribles cuando construyen discursos racionales para legitimarse. Hay ejemplos en la historia no tan lejana.
Muy interesante tu punto de vista.
Eros y tánatos, Jekyll y Hyde, tú o yo, están sin duda ahí. Otra cosa, efectivamente, es lo que hagamos con ellos. ¿Dejamos a Hyde que haga de la suyas o no creamos laboratorios que lo despierten? El otro día leía de Jorge Semprún, en un contexto muy distinto, que la manera más efectiva para construir un marco político sólido que salvaguarde las identidades es reconociendo al enemigo. Sólo si lo calificamos de irracional y antidemocrático podremos alzar las armas de la racionalidad y la democracia para aplacarlo. Y es que sólo se camina por suelo reconocido. El problema, en efecto, es cuando pretendemos hacer castillos sin un suelo donde pisar.
Gracias por tan ilustradoras entradas.
Como dices, hay que pisar terreno firme siempre, para avanzar en el camino de las soluciones. Empezando por el suelo de considerar nuestros problemas con distancia, con frialdad. Lo mismo el identitario que cualquiera otro nacido de la convivencia social.
No creo que sean especialidades de nuestro pueblo el cainismo, la impulsividad, ni la irracionalidad. Como tampoco son nuestra exclusiva el coraje, el desinterés y el heroísmo. Seamos más humildes en la consideración de nuestros defectos para alumbrar el camino de su mejora y evitemos la autocomplacencia que tan sólo alimenta el orgullo.
Gracias a tí por tu comentario.
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