He
revisitado El polvo del tiempo, la última parte de la gran
película-rio filmada por Theo Angelopoulos. Es la segunda parte de
una trilogía, El prado que llora, inacabada y poco difundida en nuestras Españas, donde
parece que este director no ha hecho sino La mirada de Ulises.
En ella repasa el dramático siglo veinte, tan pleno de lágrimas y
de olvidos. Sirvan las palabras del sueño relatado por uno de los
personajes como homenaje y recuerdo para nuestra engreída y
desmemoriada cultura:
«En
cada brizna de hierba había una gota de rocio que caía sobre la
tierra húmeda de vez en cuando, “ese prado -dijo el viejo- es el
nacimiento del rio”. Pasaste la mano sobre la hierba húmeda y
cuando la levantaste, algunas gotas rodaron hacia abajo sobre la
tierra, como lágrimas.»
No aguanto más los sermones referidos a la necesidad de cuidar y
potenciar la marca
Españacomo medio importante en la salida de la crisis. En realidad no es sino otra estrategia para el engaño social a la
que nuestros políticos recurren cuando no tienen otras cortinas de humo
a mano. Lo mismo para acallar críticas fundamentadas, pues
perjudican nuestra marca en el extranjero, que para justificar la
creciente explotación laboral y social, pues hemos de ser una marca
competitiva (dicho sea, baratita).
Capítulo aparte merecen las
consideraciones patrióticas de todo signo. Que si España, esa
entidad grande, libre y una, resulta ultrajada, devaluándola hasta
la vulgaridad de marca comercial. Que si la idea está cargada de
centralismo político, y en su lugar debería haber tantas marcas
como identidades histéricas hay en la península.
De la marca España, no veo el
problema urgente en “España”, sino en la “marca”. Estamos ante otra de esas palabras -expresión
en este caso- que son un paso más en la construcción de una
realidad aplastante desde la economía de mercado. Y contra esta
dictadura mal disimulada, que nos contamina con una continua
inoculación de jerga económicista, deberíamos estar luchando sin
fatiga.
El colmo de esta perversión de la
realidad es que se está haciendo tan zaborreramente y con tal miopía respecto a su
inoportunidad, que la imagen de nuestra marca "España” a la
vista de las noticias internacionales que protagonizamos día tras
día, es sinónimo de fraude, chapuza, estafa y abuso. Vamos, ¡una
marca de calidad!
No es difícil encontrarse con
filósofos difuntos en el cine, en la oscuridad de las salas se
sienten más a gusto que en las aulas donde se les venera. Esta
semana sorprendí a Kierkegaard atusándose el pelo ensimismado,
mientras contemplaba La gran belleza. No había leído, ni me
había comentado ningún amigo nada sobre ella, pero el afiche de la
película me atraía sin yo saber la causa y me alegré de haberme
dejado llevar por él.
Paolo Sorrentino, el director, ha sido
valiente atreviéndose a ir más allá de Roma y La dolce
vita, rindiéndoles un auténtico homenaje con su película.
Fellini está presente pero, a diferencia de los remakes que suelen
dejar en ridículo a su director, es Sorrentino quien firma con voz
propia la obra.
Son varias las lecturas que pueden
hacerse de este canto a la hermosura, pero la presencia de Soren en
la sala me obliga a contaros esta.
Entre otras muchas, se trata de una
alabanza y un funeral del modo de vida estético. Jep Gambardella es
don Juan, el prototipo de esta vida, preocupado por alcanzar y
mantener una belleza sensible y sensual representada en el cuerpo de
la mujer y en la ciudad de Roma. Apegado al placer sensible de cada
conquista particular, condenada de antemano a ser efímera. Es el
estadio de una belleza que, como la nada (de la cual nos habla Jep)
es pura pose fugaz, que se escapa entre los dedos dejando un poso
amargo.
En una secuencia Jep parece querer
dejar de ser don Juan para ser un marido, es decir, para saltar a una
vida situada en el estadio ético. Su relación con Ramona, su
intención de volver a escribir y las lágrimas que en el funeral
derrama (por su propia vida, no por el difunto), parecen convencernos
de que ha llegado a la desesperación de quien no sabe sino esperar,
pero es consciente a la vez de que nada llegará. Sin embrago, el paso
no se produce y el continuo giro sobre un hermoso vacío se perpetúa.
El estadio religioso ha sido desterrado
por la propia iglesia, como criticó el viejo Soren a la jerarquía
danesa y nos muestra Sorrentino mediante un acertadísimo cardenal
romano, preocupado por la gastronomía y su condición de papable, y
el continuo desfile de monjas de toda calaña.
Y sin embargo, lo tremendo, lo que nos
hace empatizar con el contenido de la película, aunque no nos
identifiquemos con tal desfile de bellas fatuidades, es su condición
de metáfora y resumen de la vieja Europa, de occidente entero. El
patético faunario de viejos resistiéndose a envejecer y a mudar,
refugiados en la perpetuación egocéntrica del vacío, somos
nosotros, quienes ocupamos las butacas. Por eso Kierkegaard se
atusaba continuamente el pelo, para distraer las lágrimas de sus
ojos.