El paisaje implica espacio, un espacio donde estamos inmersos y, por tanto, articulados en una relación mutua que nos absorbe. Ante un cuadro, una fotografía o una ventana -no deja de ser un cuadro hiperrealista- somos espectadores, seres ajenos con el poder de desconectar, porque se trata de una representación. Frente a la parcialidad de la mirada, el paisaje obliga la totalidad de nuestros sentidos, y también nuestra sensibilidad entera. Su contemplación exige una participación inmersa, “las perspectivas se multiplican, el paisaje entra a través de todos los sentidos en la subjetividad, y la relación cognoscitiva adquiere una multidimensionalidad simultánea ...” decía Luis Cencillo en el año 1971.
Teniendo que estar
dentro, no habrá paisaje si no lo contemplamos como espectáculo, si
no resultamos, a la vez, ajenos a ese espacio que nos implica.
Actores y espectadores a un mismo tiempo, si no queremos dar paso
bien a su representación gráfica, -pictórica, fotográfica o
cinética- bien a su desaparición -cerrados los ojos de espectador,
la mirada estética-.
El horizonte, elemento
necesario de esta inmersión parcial, implica el viaje como condición
de su renovación y perpetuación. Siempre estático, perennemente
esquivo, perseguimos su lejana hermosura, y en este acto, resulta
tan modificado como puesto a salvo. La distancia que separa fondo
estático y aproximación imperfecta, alumbra la perspectiva,
forzosamente cambiante, transitada por el semiactor, semiespectador
que lo construye.
Un último elemento
cierra esta trinidad, es la duración del proceso. Deteniéndose y haciendo surgir las figuras en cada pausa, la mirada construye el
camino infinito hacia el fondo. Y con esta obligada dilatación se
trama, en la urdimbre espacial, la realidad existencial de todo
paisaje.