Hace unos días, incluí entre las prendas que no suelo enseñar en público una de color rojo; comí apresurado doce uvas al ritmo de doce campanadas; brindé con cava y luego expresé mis deseos de felicidad para el nuevo año. He oído que en otros lugares comen lentejas, pasean con una maleta, rompen platos, se regalan galletitas y mil otras acciones tan extrañas como las nuestras. Todas ellas apuntan al mismo fin, atraer la buena suerte para los trescientos sesenta y cinco días siguientes. Son costumbres supersticiosas, de las practicadas para atraer algún tipo de bien. Como solemos creer a la vez que si no las realizamos, los males y las desgracias caerán sobre nosotros, las podemos considerar rituales apotropaicos, es decir, los que se practican para alejar los males.
Somos parte de una cultura en la cual lo probado científicamente resulta más seguro que la palabrita del niño Jesús. Nos autodesignamos sociedad del conocimiento, por supuesto del nacido de la ciencia, ¡el único seguro! Sin embargo, en esta sociedad los rituales ancestrales siguen tan vivos como siempre lo han estado desde tiempos paleolíticos. Hay una diferencia, entonces eran abiertos y tenían un sentido claro para sus practicantes, mientras que ahora, bien han de ser practicados a escondidas, pues ¿quién quiere aparecer como supersticioso ante los demás?, bien han sido integrados en los usos sociales, siempre que muevan la maquinaria económica y aporten cohesión afectivo-social o de clase.
El hombre del Paleolítico, el hombre tribal previo a la aparición de las primeras civilizaciones arcaicas, no basaba su vida en conocimientos abstractos, sino en los sucesos, ligados siempre al territorio que habitaba. su espacio estaba poblado de espíritus, con frecuencia dispuestos a encarnarse, y transido de fuerzas mágicas cuyo signo era siempre ambivalente. Por ello sus rituales buscaban tanto aplacar el peligro que podían suponer, como propiciar su favor.
Hoy, en cambio, nuestro entorno se ha desarraigado espacial y afectivamente, se ha hecho abstracto y, de ese modo, objeto de estudio y de enseñanza. Estamos tan atentos a su total colonización, armados de conceptos siempre transmisibles de modo teórico, que ni siquiera caemos en la cuenta de nuestros rituales. Son amortiguadores necesarios ante una realidad demasiado ardua, demasiado fría y estéril para la vida cotidiana, la de puertas adentro de uno mismo y la compartida con el entorno cercano. Prácticas que denuncian el gélido espacio geometrizado en el cual nos hemos ido encerrando, y se burlan de sus estrechos márgenes, en los que no podemos ser humanos.
La ausente raíz de nuestra especie rebrota en estos rituales, nuevos en sus formas, antiguos en su fondo (apotropaicos y propiciatorios como los paleolíticos), que siguen practicándose de un modo vivo, casi desesperado, sin darnos cuenta de lo que estamos haciendo.
2 comentarios:
Me parece acertadísimo lo que cuentas. Muchas ceces he pensado en la persistencia del pensamiento mágico hoy en día. El miedo, la esperanza, son tan humanos, que como dices, permanecen esas "Prácticas que denuncian el gélido espacio geometrizado en el cual nos hemos ido encerrando".
Muy buen artículo
Mágico y mediatizado por las redes sociales, que añaden la ilusión de un territorio sagrado pero virtual.
Muchas gracias, Robin, por tus palabras.
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