No
es mal momento, el de la molicie y los días dilatados, para
descubrir o retomar, según cada uno, la obra de Theo Angelopoulos, quien entendió el
cine como exploración de la realidad y como “forma de resistencia
ante el deteriorado mundo en que vivimos.”
Su
cine se encuentra en las antípodas del cine-evasión, producto de
consumo efímero al servicio del interés comercial e ideológico
(entendido con Marx: mentira al servicio de la dominación y opio que
distrae de la miseria cotidiana, vista ya como algo natural). Es una
obra pensada y sentida, exige un trabajo intelectual al espectador, y
no se deja deglutir junto a las palomitas y el refresco. «Yo trato
de contar historias de un modo…, a mi modo: respetando al máximo a
esa gente que las va a ver, considerando al espectador no como un
consumidor pasivo sino como otra cosa, alguien que escucha, un
interlocutor al mismo nivel.»
Exige
también una sensibilidad desprejuiciada, dispuesta a romper con
cadenas de imágenes compulsivas y sonidos atronantes. Su ritmo
pausado resultará desconcertante para los mirones de hoy en día,
sometidos a estética de videoclip e historias de anuncio televisivo.
Y es que Angelopoulos tomaba el café al estilo oriental, gota a
gota, saboreándolo y, del mismo modo, no se bebe el tiempo en sus
películas, se saborea. No menos sorprendentes serán sus bandas
sonoras para el espectador de hoy, habituado a la saturación de un
sonido hipertrofiado en las salas de cine.
Desde
estas advertencias hemos de acercarnos a su cine, dejándonos llevar
por el poder de sus imágenes y el rico contenido que encierran.
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