¿Podemos calificar de engaño a una
vida volcada en lo virtual? Habitada por seres ficticios convertidos
en modelo y objeto de deseo, e incluso de amor. Formar parte de una
realidad que no existe sino en la propia imaginación, pero es la que
hemos preferido, ¿resulta un modo de alienación? Son algunas de
las preguntas que El congreso, de Ari Folman, me ha suscitado.
La apuesta formal es valiente, con dos partes separadas por la puesta
en escena, la primera con actores reales y la segunda donde domina la
animación. No sólo la forma, sino también la temática, comenzando
por el relato de Stanisław Lem, Congreso de futurología,
en que se inspira, se aventura fuera de las convenciones de
Hollywood.
A
primera vista la película es el sueño de un friki que
quiere construir una realidad virtual a la carta. Y lo es, tanto como
una reflexión sobre el cine mismo, una mirada crítica hacia la
industria y los grandes productores. El malicioso nombre de estudios
“Miramount” resulta incluso demasiado patente. También crítica,
aunque más benévola, hacia el papel de actores y representantes.
Harvey Keitel borda su personaje, desvelando la ambigua relación
entre actriz y representante. Ambos nos ofrecen una secuencia
memorable tanto a nivel visual, como interpretativa y conceptual. Se
trata de la digitalización de la actriz con el fin de perennizarla
en su maduro esplendor, sin necesidad de cirugías ni retoques,
haciéndola pasar a otro plano de realidad, el virtual. Plano que,
paradójicamente, ya es el habitado por cualquier actriz o actor, mas
con la inevitable erosión temporal.
Ella, Robin Wright se interpreta a sí
misma, produciendo un desdoblamiento entre personaje y actriz, entre
realidad y ficción, nuevamente. ¿Dónde
comienza una y acaba la otra?, ¿en cuál preferimos habitar?, si es
que somos capaces de saber en cuál de ellos nos encontramos. Y este
es el tema principal de toda la película, inevitablemente unido al
problema de la libertad, y no el de las tortuosas relaciones entre lo
digital y lo real, dominante en el relato de Lem (aunque en
este no deja de ser una buena excusa para criticar el totalitarismo
soviético).
En una secuencia la hija de Robin dice
que el tecnofatalismo no conduce a ninguna parte, pero Folman parece
inclinarse hacia él en su película. Y sin embargo está
construyendo un mundo de sicodelia manga, un homenaje lisérgico a
una serie de personajes que van desde los años veinte del siglo
pasado, hasta el presente. Desde Betty Boop, pasando por actores,
directores (el homenaje a Kubrick y su Dr Strangelove) y géneros
(en especial la ciencia ficción), hasta políticos, figuras
religiosas y pintores como El Bosco. Al hacerlos desfilar por las escenas de animación y no
por las rodadas con actores de carne y hueso, se nos está diciendo
que han sido, y siguen siendo, tan reales como virtuales. Justamente
reales porque han pasado a formar parte del universo de lo virtual.
Cuando la realidad virtual encadena al humano, lo de menos es la
primera, lo importante es saber cuál es el mecanismo que nos hace
encadenables y averiguar si es inevitable.
He pasado por alto otra línea no menos
importante, la trazada por Aaron, el hijo enfermo de la actriz, y la
relación entre ambos, que nos introduce en el terreno de lo
emocional. Trasciende los dos ámbitos en juego, lo físico y lo
virtual, imponiéndose sobre ellos para conducir la acción a través,
y más allá, de ambos. Madre e hijo se desplazan de uno a otro a lo
largo de los ciento veinte minutos de la película, prefiriendo la
realidad o la ficción, ya por libre decisión ya por
condicionamientos. Y tan sólo la cometa roja, con la que juega
Aaron, transita libre, ajena a las fronteras que nuestra razón
construye entre ambos. Si la obra comienza con una escena donde el
niño y su cometa infringen las reglas del mundo real, hacia el
final, dentro del universo virtual, será nuevamente la cometa roja
(el rojo no es color de la razón, sino de la sangre, de lo visceral,
símbolo del subterráneo mundo de las emociones) el vehículo que
enlaza ambos lados de las fronteras e insinúa una posible libertad.
No importa el material de nuestras cadenas, sino si estamos, o no,
encadenados y si cabe un margen de libertad más allá de la
elección del tipo de atadura.
De la banda sonora me quedo con las dos
canciones, una de Dylan y la otra de Leonard Cohen, que interpreta la
misma Robin Wright (ya hizo sus pinitos cantando sólo con su
guitarra en Forrest Gump).
2 comentarios:
Interesante reflexión la que planteas en torno a la película, y que obliga a preguntarse qué entendemos por realidad. Casualmente, estoy leyendo una historia de los autómatas que recoge el viejo mito de alcanzar la inmortalidad y la perfección a través de lo artefactual, que en este caso se concretaría en lo virtual. De todas formas, tengo la sensación de que nos da igual la procedencia de las sensaciones, si es ilusorio o real el mundo que vivimos; lo que nos importa es cómo nos afecta. Puede más el interés pragmático que el especulativo. Saludos virtuales.
Gracias David. Estoy de acuerdo con tu interesante vector, el pragmático, hoy tan en boga y que nos guste o no acaba contagiándonos para bien y para mal.
Salud
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