23 de julio de 2014

Visitas de verano


No es mal momento, el de la molicie y los días dilatados, para descubrir o retomar, según cada uno, la obra de Theo Angelopoulos, quien entendió el cine como exploración de la realidad y como “forma de resistencia ante el deteriorado mundo en que vivimos.”
Su cine se encuentra en las antípodas del cine-evasión, producto de consumo efímero al servicio del interés comercial e ideológico (entendido con Marx: mentira al servicio de la dominación y opio que distrae de la miseria cotidiana, vista ya como algo natural). Es una obra pensada y sentida, exige un trabajo intelectual al espectador, y no se deja deglutir junto a las palomitas y el refresco. «Yo trato de contar historias de un modo…, a mi modo: respetando al máximo a esa gente que las va a ver, considerando al espectador no como un consumidor pasivo sino como otra cosa, alguien que escucha, un interlocutor al mismo nivel.»
Exige también una sensibilidad desprejuiciada, dispuesta a romper con cadenas de imágenes compulsivas y sonidos atronantes. Su ritmo pausado resultará desconcertante para los mirones de hoy en día, sometidos a estética de videoclip e historias de anuncio televisivo. Y es que Angelopoulos tomaba el café al estilo oriental, gota a gota, saboreándolo y, del mismo modo, no se bebe el tiempo en sus películas, se saborea. No menos sorprendentes serán sus bandas sonoras para el espectador de hoy, habituado a la saturación de un sonido hipertrofiado en las salas de cine.
Desde estas advertencias hemos de acercarnos a su cine, dejándonos llevar por el poder de sus imágenes y el rico contenido que encierran.

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