Una de esas palabras que, con aire inocente, nos han ido envenenando es la palabra consumo, del verbo consumir y su inevitable derivado consumidor. Y lo han hecho disfrazadas de noble intención: cuidar de nuestros derechos, informarnos y protegernos en lo referido a las relaciones comerciales que todo ciudadano lleva a cabo habitualmente.
Primero se llama
productos de consumo a lo que satisface necesidades, luego también a
los caprichos y lo superfluo, para acabar hablando del consumo de
bienes y servicios como la educación, la sanidad o la red de agua potable de
nuestra ciudad.
Sin notarlo hemos sido
desplazados desde la categoría de ciudadanos, habitantes de lo común,
hasta la de consumidores, habitantes de lo privado. Se ha mercantilizado
la relación con nuestros semejantes y con nuestro medio social;
todas las relaciones humanas han resultado objeto de intercambio
comercial, de consumo.
Apresados por la jerga de
la economía de mercado, el mecanismo del hábito hace que se
contaminen nuestras ideas y nuestros usos. Así, admitimos como normal
lo que antes nos hubiese parecido intolerable o descabellado: se nos
convierte en consumidores de servicios comunitarios como la educación,
la sanidad o la administración de justicia. No se preocupa uno de
educar a sus hijos y colaborar con la escuela, sino que consume
educación; no participa en el tejido social de su barrio, ni de su
ciudad, sino que consume bienes y servicios urbanos como el de
basuras, alumbrado o alcantarillado.
Todo
ello se hace desde la óptica de lo privado, porque el consumidor
siempre es privado, en un mercado que también lo es, al cual acude
para comprar bienes y servicios según sus necesidades
y capacidad adquisitiva. Y esta perspectiva mental resulta ser el veneno para cualquier relación basada en un ideal ciudadano y comunitario.
Últimamente, bajo el
escudo de “la crisis”, estamos presenciando el siguiente paso:
como los bienes son escasos, parece lógico que el reparto no
sea igualitario, sino regido por la libre oferta y demanda, único
modo de volver a crecer y salir de esta situación. De la condición de ciudadanos fuimos desplazándonos a la de consumidores, como fase intermedia, para llegar por fin a la de siervos.
Nos dejamos engañar
olvidando que un consumidor no es sino quien gasta, destruye,
extingue, de manera que también lo consumido se convierte en
producto necesariamente caduco, con independencia de si continúa
desempeñando su función. Este carácter efímero de cualquier “bien
de consumo” resulta devastador para el planeta, que no es
ilimitado, y choca frontalmente con la noción de “consumo
sostenible”, desenmascarándola. Al igual que el “consumo
responsable” no son sino quimeras destructivas, cuya solución pasa
por romper con la inercia y abandonar la contaminación implícita en el
término mismo, consumo.
No somos consumidores
sino humanos, ciudadanos que satisfacen necesidades junto a otros
humanos, en un planeta habitado por seres vivos e inertes, con los
cuales hemos de contar, puesto que se trata de la misma nave.
Cuando de pequeño hacía
alguna trastada o me portaba mal, mi madre me decía que la consumía.
He comprobado que la Academia sigue indicando entre los significados
de consumir: “coloquialmente.
Desazonar, apurar, afligir.” Por eso, el consumo me consume.
2 comentarios:
Sí, en el artículo que escribí y publicaron en la revista Ábaco, y en relación con la filosofía de Heidegger y Jünger, describo el proceso de transformación y de aletargamiento que aquí describes, y que se fundamenta en un reduccionismo ontológico que alcanza a lo cotidiano y más próximo, como es el lenguaje coloquial. Excelente entrada, da que pensar. Saludos
Sin percatarnos, de modo solapado, la lengua coloquial se va contaminando hasta quedar intoxicada. Por ello es preciso volver la cabeza peiódicamente y mantener viva la memoria.
Muchas gracias David por tus palabras.
Salud
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