29 de octubre de 2025

MANOS (Visitando clásicos)

El alma debe estar repartida a lo largo de nuestro cuerpo, por eso somos capaces de realizar tantas actividades sin pensarlas, sin darnos cuenta, incluso. Las manos, especialmente, parecen condensar esta habilidad, parecen contener buena parte del alma. Atamos los cordones de nuestros zapatos mientras contemplamos el discurrir de los peatones. Nos sorprendemos, de pronto, acariciando una superficie lisa y suave, o repiqueteando con los dedos, como si nuestras manos fuesen autónomas. Escribimos pensando lo que queremos decir y cómo, mientras la mano, en un alarde psicomotor, derrama letras con sentido sobre la hoja vacía.

Tal vez no sea el alma, sino la memoria somática -la llamada memoria hábito por Bergson- quien está repartida por el cuerpo. En cualquiera de los dos casos, podemos preguntarnos: ¿qué sucede con sus partes si ese cuerpo resulta cercenado o desmembrado? Las manos ¿conservarán la habilidad que las ha caracterizado? Las del ebanista ¿seguirán siendo duchas con la madera? Las del amante ¿hábiles en sus caricias? Las del carnicero ¿separando, cuidadosamente, la carne de los huesos? Y las del asesino ¿certeras empuñando un arma o apretando un cuello?


Esta es la primera reflexión que me nació mientras contemplaba las mías propias, tras ver Las manos de Orlac.

Cómo es posible, me pregunté, que en los años veinte del pasado siglo, cuando la cirugía y los trasplantes eran todavía asuntos de ciencia ficción, cuando aún parecía más magia que óptica, y seguía siendo mudo, el cine plantease cuestiones psicológicas, morales y científicas del calibre de las que Wiene se atreve a plantear aquí, basándose en la novela de Maurice Renard. Problemas envueltos en la atmósfera delirante, y absorbente a la vez, del expresionismo alemán, del cual es uno de los padres. Como en su conocido Gabinete del Dr. Caligari, la sombra de los trastornos mentales está presente en la obra, como lo están las explicaciones racionales, que alejan su contenido del espiritismo y la superstición. Tal vez por ello la escenografía, la iluminación y los maquillajes, debieron adquirir los modos formales del expresionismo, pues los fantasmas no abandonan con facilidad las habitaciones donde se encuentran cómodos.

La película relata las tribulaciones interiores que atenazan a un pianista, Stephen Orlac, tras sufrir un desgraciado accidente de tren, en el cual resultan afectadas su cabeza y sus manos. No detallaré más del contenido de las bobinas, debéis descubrirlo vosotros al verla.

Hay una versión posterior, dirigida por Karl Freund en mil novecientos treinta y cinco, muy notable, especialmente por la actuación de Peter Lorre. Sin embargo, está más próxima a los clásicos de terror de la Universal que al embrujo y la belleza de la primera. Lo cual, por otra parte, ofrecerá un atractivo cosquilleo para buena parte del público.

Existen otras dos versiones posteriores de la novela, realizadas en la década de los sesenta, pero me parecen totalmente prescindibles.

Una tercera reflexión -¡la más urgente!- cuidad vuestras manos, y acariciad su alma suavemente, cuando apaguéis la luz para ver la película.

16 de octubre de 2025

Grand Tour

 

Thomas Cook, que fundó la primera empresa de viajes turísticos a mitad del siglo XVIII, abominaría de esta película sin dudarlo. Quien divulgó el viaje entre la clase media inglesa, lo hizo como un juego doblemente amañado: por un lado, generaba la falsa ilusión de aventura en el cliente, y por otro, sabía que la banca siempre gana. Rechazaría -sabe Dios con qué artes-las dudas sembradas por Grand Tour, y la invitación que ofrece al espectador despierto a reflexionar sobre el sentido, finalidad, posibilidades y desenlace del viaje.

En la oscuridad de la sala asistimos, desde el título hasta los créditos, a un juego múltiple y continuo, aunque limpio esta vez:

Argumentalmente, una pareja juega al ratón y el gato a lo largo del sureste asiático; en apariencia él es el ratón, pero tal vez sus fugitivas artes sean el modo de atrapar a su perseguidora gata. Sin embargo, ninguno de los dos ha contado con el destino, siempre imprevisible, especialmente cuando se viaja.

Estructuralmente, el director juega a la con/fusión de géneros, danzando entre el documental y el relato de ficción, como lo hace también entre los tiempos, pasado y presente, para que nosotros seamos capaces de ver un futuro no rodado por la cámara.

Técnicamente, juega combinando el blanco y negro con el color, no por capricho, ni por prurito intelectual, sino para destacar los diversos niveles del relato planteado al espectador. Porque Gomes va más allá de contar una historia, y se atreve a sugerir, más que a hablar, sobre el arte mismo de narrar.

¿Qué otros relatos son más antiguos, y universales, que los de viajes? Un viaje tan múltiple como hermoso, tan serio que, continuamente, hace brotar sonrisas en nuestros labios, es el que Gomes nos propone en Grand Tour. Disfrutadlo.