Thomas Cook, que fundó la primera empresa de viajes turísticos a mitad del siglo XVIII, abominaría de esta película sin dudarlo. Quien divulgó el viaje entre la clase media inglesa, lo hizo como un juego doblemente amañado: por un lado, generaba la falsa ilusión de aventura en el cliente, y por otro, sabía que la banca siempre gana. Rechazaría -sabe Dios con qué artes-las dudas sembradas por Grand Tour, y la invitación que ofrece al espectador despierto a reflexionar sobre el sentido, finalidad, posibilidades y desenlace del viaje.
En la oscuridad de la sala asistimos, desde el título hasta los créditos, a un juego múltiple y continuo, aunque limpio esta vez:
Argumentalmente, una pareja juega al ratón y el gato a lo largo del sureste asiático; en apariencia él es el ratón, pero tal vez sus fugitivas artes sean el modo de atrapar a su perseguidora gata. Sin embargo, ninguno de los dos ha contado con el destino, siempre imprevisible, especialmente cuando se viaja.
Estructuralmente, el director juega a la con/fusión de géneros, danzando entre el documental y el relato de ficción, como lo hace también entre los tiempos, pasado y presente, para que nosotros seamos capaces de ver un futuro no rodado por la cámara.
Técnicamente, juega combinando el blanco y negro con el color, no por capricho, ni por prurito intelectual, sino para destacar los diversos niveles del relato planteado al espectador. Porque Gomes va más allá de contar una historia, y se atreve a sugerir, más que a hablar, sobre el arte mismo de narrar.
¿Qué otros relatos son más antiguos, y universales, que los de viajes? Un viaje tan múltiple como hermoso, tan serio que, continuamente, hace brotar sonrisas en nuestros labios, es el que Gomes nos propone en Grand Tour. Disfrutadlo.