En la mitología griega las sirenas
no eran mitad peces, sino mitad aves. Aún así, estaban
inseparablemente ligadas al mar, a sus aguas y a cuantos las
transitaban. Este mito enmarca la película de Sorrentino de
principio a fin. Ignorarlo cercenará buena parte de su contenido y
restará claves decisivas para su comprensión. O tal vez no.
Parthenope
era
una sirena
que, junto
a sus
hermanas Leucosia
y Ligea,
cautivaban a cuantos marineros
caían dentro del
círculo
de sus encantos.
Irremediablemente los conducían al
naufragio, vital y de sus naves. Pero el astuto Odiseo,
advertido por Circe
y siguiendo
sus
consejos, logró zafarse de
su
trampa. Ellas
no pudieron soportar el
fracaso de su seducción, y
sintieron
tal deshonra que murieron de
vergüenza.
Parthenope, la más bella de
las tres, fue arrastrada por la
corriente hasta el islote de Megaride, donde se construyó un templo
en su honor,
y en torno a él una aldea que se transformó en una gran
ciudad, la actual Nápoles.
La
protagonista, siéndolo, no
es una mujer, sino la sirena
del mito. Por eso mismo
Parthenope es Nápoles, y
viceversa, Nápoles es la
sirena
que protagoniza la película, ligada
al agua desde su nacimiento hasta su
desconocido su
final. Todo es agua,
origen y sustento de cuanto existe, señaló Tales de Mileto; y
puesto que todo está lleno de dioses -dice en
otro
fragmento- el agua es dios.
Parthenope es agua, diosa necesaria para cuantos en ella han nacido y
cuantos por ella se dejan cautivar y la habitan. Sin embargo,
son bien conocidos
el exceso y la volubilidad de las deidades griegas, tanto para lo
bueno como para lo malo.
Heráclito
parece participar en otro
de los diálogos de la
película: La
belleza es como la guerra, abre todas las puertas.
Poco después,
subraya que Parthenope
no se ha
aprovechado de
su belleza, con la cual
podía haber logrado cuanto hubiese querido.
La joven será
objeto codiciado, deseado
para satisfacer el egoísta impulso de poseer la
belleza que ni tenemos, ni hemos sido capaces
de crear. Por
lo cual, una
vez alcanzada
será vomitada
con fuerza, más
temprano que tarde, puesto que
siempre nos será
ajena. Ante
esta
cosificación, provocada por ser ella
lo que es, la más singular
sirena, su
defensa consiste en no aprovecharse, no
emplear
en su propio beneficio
aquello que no puede evitar ser.
Lo
cual
no significa que renuncie a su
encanto, a
esa parte
del ineludible destino que le
ha tocado en suerte.
Su
atractivo no
entiende de fronteras;
mujer o varón, joven o viejo, pobre o rico, hetero
u homo,
consagrado o seglar, incluso familiar o ajeno, cae
rendido ante ella. Su
propio hermano, Raimondo,
quedará enredado entre sus
encantos y los de Sandrino -su
primer amor- hasta naufragar,
como los marinos forzados a
pasar entre Escila
y Caribdis. Esta
pesada
carga tornará
a Parthenope consciente de la dificultad, tal
vez de la imposibilidad, de
enlazar amor y libertad. Llegando
a una dura
conclusión: la libertad no
puede tener otra compañera sino la soledad.

Indefinida,
confusa, grotesca, y a pesar de todo, siempre digna. Nápoles duda
entre sus inevitables pretendientes y sus amores, como duda entre un
futuro dedicado al séptimo arte, siendo actriz, o dedicado al
conocimiento más complejo y evanescente que puede adquirirse, el del
ser humano, siendo antropóloga. Escoge lo segundo, tal vez porque el
catedrático de la facultad donde estudia no cae rendido a sus pies y
la desea, sino que la trata como a un igual. El profesor, junto a
Cheever, -el escritor estadounidense que conoce en Capri- son las
únicas personas que así la consideran, y con ellos se entabla una
relación de genuino amor platónico: deseo de una belleza que está
por encima de la sensible. Lo cual -paradójicamente- supone un
cuestionamiento de la propia película, porque Sorrentino, como en La
gran belleza, en La juventud, y en buena parte de Fue
la mano de Dios, ha buscado la hermosura sensible en cada
secuencia, en cada plano incluso.
Fluctúa
también entre permanecer en su ciudad, en sí misma, o alejarse
convirtiéndose en otro lugar y otra persona, aunque siempre con la
vista puesta en el mar que la baña, del cual ha nacido y al que
retornará. Sus contradicciones son omnipresentes, como muestran los
diferentes personajes que la componen: desde la camorra y sus
familias, hasta la iglesia y sus cardenales, custodios del milagro de
la renovación de la sangre de su patrón, san Gennaro; pasando por
una burguesía que desea universalizarse mediante un arte de
vanguardia que no entiende lo más mínimo, a la par que venera a sus
cómicos más provincianos.

El director nos ha mostrado a una
sirena en la cima de su juventud durante todo el metraje, salvo los
últimos minutos, en que la ha presentado hermosa pero ya
septuagenaria. Como ha mostrado una ciudad, igual de hermosa y
cautivadora. La cámara se ha recreado en ella de principio a fin,
salvo la secuencia desarrollada en Capri, que no deja de ser un
apéndice suyo, o su imagen en un espejo cóncavo. Pero cerca ya del
final, y sin dejar de acariciarla embelesada, -como un burdo mirón-
nos muestra a su profesor sellando el pacto de inteligencia que ambos
mantienen implícito. Parthenope ha formulado con insistencia una
pregunta a lo largo de varias secuencias, ¿qué es la
antropología?, y su profesor, al fin, responde: La
antropología significa ver verdaderamente. Ver es lo más difícil,
porque sólo se ve con corrección cuando todo el resto desaparece. Y
el resto es la juventud, la pasión y, por qué no, el amor. Solamente
entonces le desvela la hermosura de su hijo, la cual habéis de
conocer vosotros mismos. Solamente entonces queda consagrada la
paradoja que la sirena encarna. Su distante abatimiento, y a la par
su cercana vitalidad, que llega hasta el arrebato y la muerte.
Sorrentino
ha sido tan amante deseoso de la ciudad, como aprendiz de sirena que
trata de cautivarnos con su belleza. Conmigo lo ha conseguido, y
durante ciento treinta y seis minutos he sido Odiseo, salvado por la
argucia de una butaca en la oscuridad. Un mirón deseante y tramposo,
incapaz de lanzarse a las aguas sin fondo de la belleza.