En días de sol el campo de Gurs, el
que más tiempo permaneció abierto en Francia, resulta perversamente
hermoso, incluso su cementerio, donde reposan más de mil recuerdos
humanos.
Pero hoy he visitado este campo bajo
una incesante lluvia, charcos insalvables y un suelo blando donde mis
tobillos tocaban el agua y el barro se pegaba al pantalón. He
imaginado cercana la muerte, con manos húmedas y frías, vigilando
en la noche. La angustia y el dolor han mojado mi cara, bajo un cielo
sin esperanza. Y he pensado, sobre todo, en la vida. Hubo parejas que
se enamoraron en Gurs, niños que jugaban en Gurs y otros que allí
nacieron. Hubo poetas y pintores, músicos y un coro, quienes
estuvieron dispuestos a enseñar y a aprender en Gurs.
La vieja diferencia entre bíos y zoe,
magistralmente interpretada por Jankélévitch, teje extrañas telas
en nuestra especie. Zoe, el aspecto biológico, la animalidad del
estar vivo, no plantea diferencias entre lo modos de vida, entre una
suerte y otra. En cambio bíos, la vida que a uno le toca en suerte,
sienta las diferencias entre unos y otros vivientes humanos.
A primera vista, el deseo de seguir
vivo aun en las más adversas situaciones, parece obra de nuestra
biología. Considerado con más calma, la vida que seguía abriéndose
paso con fuerza en las más de 60.000 personas que sufrieron en Gurs,
no era la sóla consecuencia de un impulso biológico, como el de
esos animales agonizantes que siguen defendiéndose o huyendo. No se
trata de sobrevivir, ciegamente, sino que el deseo vital brota
fundido con nuestra biografía. En todas partes la vida humana es
hija de las razones para vivirla y ello explica su hermoso
florecimiento en lugares de futuro incierto. Explica también cómo
la falta de razones, el vacío de la biografía, extingue el deseo y
acaba con el ser viviente.
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