Desde su aparición, el cine ha
jugado diferentes funciones en la sociedad. Mágica diversión;
válvula de escape; forja de mundos, maravillosos unos y monstruosos
otros, pero igualmente atractivos; escuela donde aprender hechos del
pasado, culturas remotas o figuras relevantes; testigo de su época,
de su sensibilidad y visión del mundo; denuncia de los problemas y
preocupaciones que nos acosan; despertador de conciencias, como ese
niño que muestra al emperador desnudo.
Por otro lado están la técnica y la
calidad artística de cada película, de modo que hay obras en las
que se unen función, calidad y técnica, como El acorazado
Potemkin, que enseñan, despiertan conciencias, son forjadoras de
la sintaxis cinematográfica y tienen gran calidad artística. Otras,
en cambio, socialmente destacan en su función, pero técnica y
artísticamente resultan deficientes, como sucede con Justi&Cia.
Algunas veces confluyen la calidad artística y el dominio de la
técnica para, como decía Unamuno, frotar con sal y vinagre las
heridas, esas que por la costumbre o por insensibilidad parecen no
doler y pasan desapercibidas, causando con el tiempo graves
enquistamientos o úlceras incurables. Estas películas son
necesarias para su época.
Durante el otoño me encontré con
unas cuantas películas de este tipo, de las cuales destaco las cuatro
que dejan muy atrás al resto.
El
informe Auschwitz (Peter
Bebjak, Eslovaquia 2021) nos muestra un hecho real y poco
conocido, la fuga de Auschwitz de dos judíos checoslovacos, Rudolf
Vrba y Alfréd Wetzler, en abril de 1944. La película narra
con una poderosa fotografía y un ritmo de estilo clásico su
angustiosa huida hasta llegar a Checoslovaquia, y las
descorazonadoras resistencias iniciales de las autoridades
internacionales de la Cruz Roja a creer los hechos descritos. Su
posición dentro del campo les permitió conocer el funcionamiento de
las cámaras de gas, y hacer un cálculo de los asesinatos
perpetrados cada día. Escaparon con sus notas y una etiqueta del
tóxico empleado, el tristemente famoso Zyklon B. Su
información a las autoridades se conoce como El informe
Vrba-Wetzler
o
El protocolo
de Auschwitz.
Lo
que hace a esta película necesaria hoy en día, es el encuadre que
Bebjak le proporciona. Se abre con una frase del filósofo Georges de
Santayana: Aquellos que no conocen su historia están condenados a
repetirla; y se cierra con una preocupante banda sonora
acompañando a los créditos: discursos y declaraciones de políticos
actuales avivando las brasas del odio. Son las voces de los
jaleadores del mal, entre los cuales distinguimos a Trump, Bolsonaro,
Viktor Orbán y Putin, entre otros.
En
momentos de auge de neofascismos en todo occidente y de negacionismo
del Holocausto (en nuestro país, de los crímenes de lesa humanidad
perpetrados por la dictadura franquista), es preciso divulgar los
hechos ocurridos y, sobre todo, entender que pueden repetirse, que un
incendio no empieza con un bosque en llamas, sino con unas chispas
-inconscientes, en el mejor de los casos- que prenden unos matojos.
Necesaria
es también Queso de cabra y te con sal, (Byambasuren
Davaa, Mongolia, 2020), del mismo director que nos sorprendió y
cautivó con su documental La historia del camello que
llora.
Quiero
destacar que estamos ante cine con mayúsculas, igual que sucedía
con El informe Auschwitz; son películas que no se pierden en
interminables metrajes -ambas rondan los noventa y cuatro minutos- ni
en complicaciones innecesarias. Cuentan limpiamente sus historias,
apoyándose ante todo en la imagen y despertando emoción y tensión,
como defendía el maestro Hitchcock. Davaa, además, nos muestra que
la poesía, cuando es verdadera, no necesita de la complicación ni
del artificio. Lo más profundo suele ser lo sencillo, por eso nos
pasa tan desapercibido.
La
película me ha mostrado una realidad que desconocía y que su
historia denuncia, la actuación de multinacionales mineras, como la
angloaustraliana Río Tinto o la canadiense Turquoise Hill
en Mongolia. Empresas que extraen
cobre y oro a costa de la destrucción del hábitat y los medios de
vida de los nómadas de las estepas, especialmente de la
región de Gobi. Generan un problema añadido debido al agua que
necesitan para lavar el mineral, unos trescientos metros cúbicos por
minuto. Para obtenerla desvían el cauce natural de los ríos y luego
la vierten, sin mucho disimulo, contaminando los acuíferos de la
región y de todo el cauce subsiguiente. El gobierno habla de
revitalizar la estepa, incluso legisla en tal sentido, pero tolera su
destrucción haciendo la vista gorda. Con unas indemnizaciones que
son calderilla para estas multinacionales, están acabando con modos
de vida ancestrales y un paisaje singular, además de contaminar el
auténtico tesoro que es el agua.
La
tercera es El agente topo (Maite Alberdi, Chile, 2020)
un documental con aspecto de ficción, también de metraje inusual en
la actualidad -¡ni siquiera llega a los noventa minutos!-, que se
ocupa del principal problema de los viejos en occidente, la soledad.
Lo hace infiltrando un agente octogenario en una residencia de
ancianos chilena y adaptándose a sus ritmos, a sus emociones y a sus
luctuosos sucesos. Con tal maestría y sensibilidad que somos
conscientes de haber contemplado la realidad, con su ternura y su
crudeza inexorable.
Alberdi
no se ocupa de toda la problemática de los ancianos internados en
residencias, nada vemos sobre el gran negocio que hoy suponen para
empresas multinacionales, que buscando el beneficio no pueden
responder ante situaciones anormales. Lo presenciamos durante la
pandemia, que supuso la muerte en soledad y con total desatención
médica de veinte mil ancianos durante el 2020, especialmente en la
comunidad de la libertad, cuya Consejería de Sanidad decretó un
protocolo que supuso la muerte ¡en tan solo veinte días! de más de
seis mil ancianos que no disponían de un seguro médico privado
-siempre ha habido clases- Ofrendados a la Parca en completa soledad
dentro de las celdas de estas empresas, defendidas por el citado
protocolo oficial. Pero ya parece haberse olvidado, vistos los
resultados de las últimas elecciones, o tal vez sea que los ancianos no
merecen atención salvo cuando son rentables. Miopes ambas visiones,
especialmente si consideramos que la vejez, más que nuestro futuro,
es nuestro presente: el 21% de la población de nuestro país tiene
más de 65 años de edad y los menores de treinta no alcanzan
siquiera el 30%
El
problema de la soledad está presente con tal fuerza en occidente que
algunos países, como Japón e Inglaterra, cuentan con un Ministerio
de Soledad. Hay dos grupos de población entre los que más se
extiende la soledad no deseada, los viejos y los adolescentes; grupos
que ofrecen las más altas tasas de suicidio; así en 2021 casi mil
personas de más de setenta años y
trescientos dieciséis de entre quince y veintinueve años se suicidaron en España.
La
cuarta que
considero, además de
buena, una película
necesaria es El olvido que seremos (Fernando
Trueba, Colombia, 2020). Se trata de una biografía parcial del
médico colombiano Héctor Abad Gómez, asesinado a tiros en 1987 en
Medellín. Ni era un político, ni tampoco un revolucionario al uso,
por origen, posición y actividad era un humanista liberal, que de
hecho militó en el Partido Liberal Colombiano. Su revolución
consistió en ser buena persona, íntegro, veraz y defensor de los
derechos humanos, especialmente del número 25, que se ocupa de la
salud y la atención médica. Luchó pacíficamente, con la palabra,
por la salud pública para todos los colombianos. Desgraciadamente,
la promoción de políticas de salud destinadas especialmente a
quienes más lo necesitan -como es lógico- en lugar de a las élites
privilegiadas, políticas que redundaban en beneficio de toda la
sociedad, era intolerable para la extrema derecha en los años
ochenta, pues destrozaba la jerarquía “natural” de la sociedad.
Hoy las derechas, extremas o moderadas, lo siguen considerando
intolerable, aunque la razón sea otra, estorban el lucrativo negocio
de las empresas sanitarias.
Trueba
presta atención por igual al compromiso socio-político de Abad y a
su vida familiar, construyendo así un relato más humano y creíble,
además de fiel al libro en que se basa y del cual adopta también el
título, escrito por el hijo pequeño del médico, Héctor
Abad Faciolince.
Cine
de calidad preocupado
por nuestro
presente y constructor de
mundos mejores. Cada
una de ellas sigue un camino diferente, desde el realismo hasta el
documental, pasando por la biografía. Disfruté
descubriendo horizontes
que desconocía con
Queso de cabra y te con
sal; recibí
una lección de historia y
de humanidad con
El olvido que seremos;
despertó
mi ternura y
sensibilidad
hacia los viejos
con
El
agente topo; y profundicé
en temas
que me preocupan hace tiempo con
El informe Auschwitz.
Las cuatro
me encantaron
y en
nuestro dos mil veintitrés me parecen totalmente necesarias.