9 de julio de 2021

El futuro en la educación

 


Poco antes de la Gran Recesión del 2008 (de la cual, por cierto, aún no hemos salido) al recomendarle a un alumno de la e.s.o. que aprovechara el tiempo, me espetó: “cuando cumpla los dieciséis me voy a trabajar de albañil como mi hermano, ¡que cobra más que tú!”

Y en la España de ese momento tal situación era cierta, sin cualificación profesional, sin acabar siquiera la eso, un peón de albañil con sus horas extra, cobraba más que un profesor de secundaria, con su licenciatura y su oposición.

Si el sueldo mide la importancia de un oficio -calvinismo imperante unido al economicismo-, entonces un profesor, sea de primaria, secundaria o universidad, no parece tener mucha.

Por otra parte, la devaluación de la función social del docente resulta inevitable si no se entiende cuál es esa función, y a día de hoy, comenzando por la mayor parte de los políticos, se ignora el para qué de la educación. Lo cual nos encara ante la raíz de todo nuestro problema, una ausencia presente en nuestras escuelas, institutos, universidades, en nuestro sistema educativo entero y en nuestra misma concepción de la educación: la ausencia de proyecto, de ideal de humano y de sociedad; la ausencia de utopía.

Sin meta resulta igualmente absurdo hablar de progreso como hablar de regreso, porque el horizonte se ha tornado parte de un decorado que tan solo sirve para generar una falsa ilusión, o para ocultar un angustioso vacío -nihilismo, sentenció Nietzsche- Y es que nuestra especie para vivir, en vez de arrastrarse inercialmente en una existencia lastrada por la nada, precisa de futuro, el cual implica sentido y por tanto, metas, proyectos, ideales. Otro asunto es el origen del necesario sentido, el cual nace de nosotros mismos y nuestra relación con el medio, no lo olvidemos, pero esto nos llevaría demasiado lejos.

De momento, la inercia nos mantiene apoyados en el viejo proyecto ilustrado, el de la emancipación a través del conocimiento racional, que exije dotar al humano de la herramienta básica, la lectoescritura que le permite acceder al conocimiento. La práctica, sin embargo, lo muestra tan ruinoso, como ineficaz, pues hoy el problema no es el acceso, sino la saturación de información, y los nuevos códigos en que se apoya, las imágenes. Sin embargo, no se dota de una “lectoescritura de la imagen”, de una educación icónica, para no estar indefensos ante las tic. Unas tecnologías donde la imagen apela directamente al sentimiento y la emoción, para guiar al usuario hacia el conformismo individualista, estando así implicadas directamente en la disolución de los lazos que generan comunidad, pues falsean las relaciones humanas generando afectos ilusorios y efímeros.

Tampoco, en consecuencia, es suficiente la mera razón ante la situación presente, pues las tic funcionan más al modo de los viejos mitos que al la joven racionalidad. Sin embargo, parecemos ciegos ante la necesidad de educar tanto en lo emocional, como en lo icónico a ello ligado.

Si no sabemos cómo queremos ser, ni en qué mundo queremos vivir, estamos condenados, no ya a ser y vivir como de hecho lo estamos haciendo, sino como las circunstancias mandan y como los deseos inconfesados, que siempre van a salto de mata, improvisan torpemente.

Otra consecuencia de la ausencia de proyecto es la pérdida de la esperanza, sentimiento imprescindible si queremos seguir siendo humanos e incluso seguir existiendo simplemente.

Espinosa no entendió la esperanza, la creyó una pasión triste y bloqueante porque en realidad hablaba del conformismo, el que está bien atado por el deseo de una solución que cambie el presente por arte de magia, sin intervención nuestra. Tal vez sea cuestión de terminología, pero la pasión que critica podría llamarse fatalismo engañado, y está en las antípodas de la esperanza, la cual es mirada alegre, consciente del camino y sus dificultades, pero a la par confiada en lograr su meta, la cual ha sido fijada por el mismo hombre esperanzado.

Todo ministro de educación debería leer a Bloch en vez de los informes de la OCDE, los de Pisa, los del Consejo Escolar del Estado o las estadísticas de su ministerio. Las leyes de educación no están guiadas por la esperanza, no enfrentan el futuro, sino que reaccionan lentas y mal al pasado, de manera que consagran el presente. No cuestionan si tal como se está desplegando hasta hoy la sociedad de la información es deseable o no, si ha de cambiarse, y en este caso, cómo, simplemente aspiran a que los estudiantes se suban a ella como usuarios eficaces.

Más todavía, colaboran con su funcionamiento al estimarla el cauce, cada vez más necesario, para la marcha del propio sistema educativo. No se plantean qué es, ni cómo ha de funcionar el mercado, o la economía en general, tan solo tratan de formar ciudadanos funcionales para un mercado concreto ya en funcionamiento, y trabajadores que satisfagan las necesidades de una economía dictadora de las leyes de nuestra sociedad.

No sopesan si el actual orden de prioridades vitales nos conviene o nos interesa, simplemente lo perpetúan en los planes de estudios y en los currículos de las diferentes asignaturas. Todo lo más, hacen declaración de buenas intenciones en los preámbulos de la ley, que luego su desarrollo se encargará de imposibilitar. Como al hablar de la formación de ciudadanos críticos, democráticos y responsables, cuando luego vacían a la escuela de todo funcionamiento democrático, anulan la capacidad decisoria de los Consejos Escolares y de los Claustros de profesores, esclerotizan la participación del alumnado y los padres, desoyen cualquier propuesta, petición o reivindicación. O al llamar al fomento de la igualdad, de la integración y la inclusión, cuando luego se financia una red concertada excluyente, desigualadora y que se sacude de encima a todo alumno con necesidades especiales del tipo que sean. O cuando proponen el trabajo colaborativo, el aprender a aprender y en la práctica premian la competencia feroz, el individualismo, la pugna por los resultados numéricos y la titulitis (de la cual varios de nuestros políticos han manifestado graves síntomas).

Si tenemos futuro, es para orientar y encauzar el presente, no para huir de él. El pensamiento utópico no es sueño veleidoso, ni fuga de la realidad, sino su motor de cambio, es esperanza. La única que puede sacarnos de la presente distopía en que estamos inmersos. Por eso el futuro en la educación es la base necesaria que le da sentido y evita su giro en el vacío.

2 comentarios:

David Porcel Dieste dijo...

Y el proyecto, cualquiera de ellos, exige determinación, deseo, voluntad, compromiso. ¿Por qué habríamos de hipotecar nuestra vida si nadie comparte un suelo en el que anclar los cimientos edificantes? ¿Por qué habríamos de confiarnos a algo si nadie, o casi nadie, confía en nosotros? Es lo que pienso ronda por la mente de las nuevas generaciones que, como no impulsen nuevas formas de entender y de sentir la vida, van a acabar fagocitadas por esta distopía aborregadora que tan lúcidamente describes. Pero ya lo decía Ortega: los verdaderos cambios no se producen con el hallazgo de soluciones a viejos problemas, sino con el descubrimiento de nuevo problemas que sólo un futuro sabrá responder. Gracias, maestro.

M. A. Velasco León dijo...

Ciertamente, estas jóvenes generaciones tienen un buen problema heredado, aunque eso debe ser una constante histórica del transcurrir de la mayor parte de las sociedades. Los nuevos problemas como el clima, o el agotamiento de recursos, o probablemente alguna sorpresa, como nos resultó la pandemia, espabilarán el futuro en el sentido orteguiano que señalas.
Gracias a ti, por leer y comentar.