El alma debe estar repartida a lo largo de nuestro cuerpo, por eso somos capaces de realizar tantas actividades sin pensarlas, sin darnos cuenta, incluso. Las manos, especialmente, parecen condensar esta habilidad, parecen contener buena parte del alma. Atamos los cordones de nuestros zapatos mientras contemplamos el discurrir de los peatones. Nos sorprendemos, de pronto, acariciando una superficie lisa y suave, o repiqueteando con los dedos, como si nuestras manos fuesen autónomas. Escribimos pensando lo que queremos decir y cómo, mientras la mano, en un alarde psicomotor, derrama letras con sentido sobre la hoja vacía.
Tal vez no sea el alma, sino la memoria somática -la llamada memoria hábito por Bergson- quien está repartida por el cuerpo. En cualquiera de los dos casos, podemos preguntarnos: ¿qué sucede con sus partes si ese cuerpo resulta cercenado o desmembrado? Las manos ¿conservarán la habilidad que las ha caracterizado? Las del ebanista ¿seguirán siendo duchas con la madera? Las del amante ¿hábiles en sus caricias? Las del carnicero ¿separando, cuidadosamente, la carne de los huesos? Y las del asesino ¿certeras empuñando un arma o apretando un cuello?
Esta es la primera reflexión que me nació mientras contemplaba las mías propias, tras ver Las manos de Orlac.
Cómo es posible, me pregunté, que en los años veinte del pasado siglo, cuando la cirugía y los trasplantes eran todavía asuntos de ciencia ficción, cuando aún parecía más magia que óptica, y seguía siendo mudo, el cine plantease cuestiones psicológicas, morales y científicas del calibre de las que Wiene se atreve a plantear aquí, basándose en la novela de Maurice Renard. Problemas envueltos en la atmósfera delirante, y absorbente a la vez, del expresionismo alemán, del cual es uno de los padres. Como en su conocido Gabinete del Dr. Caligari, la sombra de los trastornos mentales está presente en la obra, como lo están las explicaciones racionales, que alejan su contenido del espiritismo y la superstición. Tal vez por ello la escenografía, la iluminación y los maquillajes, debieron adquirir los modos formales del expresionismo, pues los fantasmas no abandonan con facilidad las habitaciones donde se encuentran cómodos.
La película relata las tribulaciones interiores que atenazan a un pianista, Stephen Orlac, tras sufrir un desgraciado accidente de tren, en el cual resultan afectadas su cabeza y sus manos. No detallaré más del contenido de las bobinas, debéis descubrirlo vosotros al verla.
Hay una versión posterior, dirigida por Karl Freund en mil novecientos treinta y cinco, muy notable, especialmente por la actuación de Peter Lorre. Sin embargo, está más próxima a los clásicos de terror de la Universal que al embrujo y la belleza de la primera. Lo cual, por otra parte, ofrecerá un atractivo cosquilleo para buena parte del público.
Existen otras dos versiones posteriores de la novela, realizadas en la década de los sesenta, pero me parecen totalmente prescindibles.Una tercera reflexión -¡la más urgente!- cuidad vuestras manos, y acariciad su alma suavemente, cuando apaguéis la luz para ver la película.




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